miércoles, 29 de octubre de 2008

El peletero/La moraleja



28 Marzo 2007

Su aspecto era imponente. Alto, fuerte, cincuenta años, bien vestido, todo el cabello en su cabeza, blanco por supuesto, y una generosa barba de patriarca con unos enormes bigotes que apuntaban ligeramente hacia arriba. Hablaba como un juez aunque solamente era un abogado, eso sí, un abogado importante.

He afirmado que su aspecto era imponente y era verdad únicamente cuando iba vestido, con sus camisas blancas, sus corbatas elegantes y esos trajes de corte clásico y perfecto. Los zapatos siempre eran negros, bien lustrados, brillantes y recién comprados, italianos y muy caros. Toda la ropa, decía él, se la compraba su esposa, yo no me preocupo de eso, ella se encarga de todo, afirmaba tranquilo con su voz segura y varonil.

Sin embargo yo lo conocí en un gimnasio y hay que reconocer que desnudo no valía gran cosa. Barrigudo, piernas delgadas, estrecho de pecho y ligeramente patoso en sus movimientos. Llevaba una cinta en el pelo que aunque era necesaria porque sudaba mucho, le daba un aspecto ridículo y desproporcionado. Su barba era bonita, pero si te acercabas apreciabas que alrededor de la boca y mucho más claramente en el bigote, amarilleaba por culpa del tabaco. El amarillo siempre es un color difícil, solo resulta bien en los limones y en las banderas. Las dos cosas, como ya sabemos, son ácidas.

Su especialidad era la mercantil, aunque en su bufete ofrecían toda clase de servicios, laborales, matrimoniales y también penales. Le gustaba su trabajo y era el accionista mayoritario entre todos los demás socios. El abogado es el depositario, decía, de los secretos y de muchas verdades íntimas de sus clientes y presumía de conocer tantas, que afirmaba con rotundidad poseer un conocimiento muy exacto de la naturaleza humana. Se jactaba de ello. Yo en aquella época era joven y no desperdicié la ocasión que me brindaba. Él tenía ganas de contar lo que sabía y de contárselo a alguien. Naturalmente con sus hijos y su familia no hablaba de esas cosas. Yo simplemente escuché con atención.

A pesar de mi juventud ya había podido comprobar en la escuela religiosa donde estudié, que incluso para los sacerdotes, la religión sólo era un pretexto para hablar de sí mismos. Dios les importaba poco, los importantes eran ellos. A él le ocurría igual, por eso empezó contándome que era un adúltero compulsivo, me lo decía riendo y satisfecho. Según parece aquello era una proeza. Yo he de confesar que me dio envidia. El relato tan extenso de conquistas y seducciones amorosas era muy tentador. Allí había todo un repertorio de mujeres y de situaciones variadas. Yo apenas empezaba mi vida sexual, pobre, ridícula y exigua y todo aquel catálogo tan amplio, he reconocer, me trastornó. Nunca hubiese podido imaginar que hubiera tantas esposas engañando a sus maridos y esas eran solamente las audaces que decidían hacerlo, luego había todas las demás que no se atrevían. Naturalmente lo mismo debería decirse de los hombres.

¿Eran verdad todas las aventuras que me contaba?, no lo sé, no lo pude saber. Lo que si vi es que muchas noches venía al gimnasio, se duchaba y se volvía a vestir para irse otra vez. El gimnasio era una coartada perfecta y la ducha borraba cualquier rastro de olores ajenos.

¿Su esposa sospechó alguna vez?, naturalmente. Ellos dos se conocían de muy jóvenes y siempre estuvo a su lado, era una de estas relaciones de “toda la vida”. Se casaron pronto y a pesar de todos sus engaños él jamás se le pasó por la cabeza pedir el divorcio. Era muy arriesgado, rozaba el límite de la prudencia en muchas ocasiones, pero siempre salía airoso. En último caso, si la situación era muy apurada, si el engaño era muy innegable, utilizaba su recurso de emergencia. Negarlo todo con vehemencia. Absolutamente todo, incluso la evidencia más absoluta.

Después de tantas historias contadas y de todas esas “confesiones” entre las máquinas, las mancuernas y las duchas del gimnasio, la enseñanza final fue ésa. Miente hasta el final. Aunque te pillen desnudo con tu amante en la cama de tu casa en pleno coito, niégalo todo, siempre, no cedas jamás. Piensa que la verdad sólo le sirve al otro, a ti, la verdad, no te vale para nada. No la concedas nunca, si lo haces estarás perdido.

Eso era lo que manifestaba orgulloso. Esa sentencia valía para el matrimonio y naturalmente también para todo lo demás. Toda una vida para llegar a esa conclusión. Yo no sabía qué pensar, y mucho menos cuando conocí a su esposa una noche que fue a esperarlo a la salida del gimnasio. Era guapa y elegante. Al saber que en casa éramos peleteros me dijo que tenía una falda de cuero para estrechar, que se había adelgazado y que ahora le venía ancha. Le dije que me la trajera y que se la estrecharíamos. Así lo hizo.

Antes me llamó y me preguntó los horarios. Los sábados por la tarde no trabajábamos y ése era precisamente el único día que a ella le iba bien venir. Le respondí que no había ningún problema, que la esperaría. Efectivamente, vino un sábado por la tarde, en el taller no había nadie más que nosotros dos. Se puso la falda en el probador y sí, le venía muy ancha, mucho, se la aguantaba ella misma con las dos manos. Cuando me acerqué arrodillándome para medir con la cinta métrica lo que sobraba y había que quitar, la soltó y la falda cayó al suelo. No llevaba ropa interior.

Nuestra relación furtiva duró algunos años. Incluso él ya había dejado el gimnasio cuando aun seguíamos viéndonos.

Evidentemente, la moraleja de la historia no es ésa. Sé que no es ésa aunque no sé cual es. En aquel tiempo yo era un pobre diablo, inexperto y joven. Ahora continuo siendo un pobre diablo, inexperto y viejo. Todavía recuerdo otra de las lapidarias sentencias que ese abogado de barba amarillenta me soltaba como si fuera el presidente del Tribunal Supremo. No te creas jamás nada de lo que oigas, nada en absoluto y solamente la mitad de lo que veas. Y continuaba inconmovible, en mi trabajo y en mi vida siempre lo he tenido en cuenta y nunca me ha fallado. ¿Tampoco he de creerme lo que tú me dices?, le preguntaba yo. Naturalmente, eso es lo primero que no debes creer, me respondía riendo. Entonces me proponía invitarme a una cita que tenía con dos señoritas la próxima semana, yo le decía que sí, que de acuerdo, pero nunca se llegaba a producir. Por alguna razón u otra, la cita se desbarataba.

Muchas veces pensé que todo era mentira, que le gustaba contar esas cosas a un muchacho joven, que le divertía hacerlo, que se burlaba de mí. No lo sé, lo que sí sé es que hice caso de sus consejos. Nunca me he creído lo que me han contado y siempre he procurado que mi verdad a nadie beneficiara, para eso, mejor que callar es mentir y la verdad, me ha sido muy útil.

Que fueran verdad o mentira sus adulterios no tiene la más mínima importancia. Lo que sí era importante es que él los contara y yo los escuchara. Ambos necesitábamos hacerlo. Todo necesita un relato, a través de él entendemos mejor el mundo, por eso cuando miento no me doy cuenta. Yo mismo acabo convencido que mis mentiras son verdad.

lunes, 27 de octubre de 2008

El peletero/Guadalupe



24 Marzo 2007

Estaban los tres desnudos, ella y los dos perros. Era desafiante ese contraste entre su cabello rubio y su pubis moreno y también esa seguridad en la mirada; su cuerpo en semicruz con los brazos abiertos al igual que las alas extendidas de un ángel sexuado, era, en aquel entonces, una epifanía sagrada. Ella se abría y abría también su cuerpo para mí, o eso quise creer yo.

Mientras los animales dormitaban a sus pies, las aves y los ángeles ya volaban hacia el sur.

La Virgen María pisa una serpiente que representa al diablo. En esta fotografía en cambio, los peludos perros que yacen en el suelo flanqueando a su dueña y señora, parecen unos guardianes confiados, perezosos y gandules.

El paisaje que vemos no es urbano, nos anuncia una naturaleza cercana, y sospechamos también que amenazante al atisbar esa esquina de arquitectura de supervivencia que nos cobijó durante aquellos días, y que sirve de marco a la escena. Frente al esplendor de su cuerpo joven y bien formado, la madera de la casa parece vieja y carcomida. Eso no es lo que quise mostrar cuando la fotografié aquel día de finales de verano. Su cuerpo desnudo aun conserva, cuando lo miro, parte del calor de aquellas noches que ya estaban a punto de terminar.

Los perros deben estar todavía soñando algo inconcebible para nosotros, y la distancia que nos separa de ella es ya infranqueable.

Las distancias, normalmente, siempre son insalvables. En ocasiones muy raras el coraje combinado con la poesía permite crear las condiciones necesarias para que la casualidad tenga lugar, pues ella, la casualidad, es la única que puede desvanecer esa distancia que siempre es inconmensurable.

En este caso es harto improbable que llegue a ocurrir tal milagro. La Providencia no romperá el hechizo que nos mantiene alejados. Nuestras palabras no serán capaces de lograrlo, nuestra voluntad tampoco. Y el deseo ávido aun, estará siempre condenado al fracaso más absoluto.

¿Entonces?

Nada.

Solamente cabe confiar en la memoria, y la de ella sé con certeza que estuvo y sigue estando enferma.

Se llamaba Guadalupe y no era mejicana.

jueves, 23 de octubre de 2008

El peletero/Streaptease



21 Marzo 2007

Conté ocho idiomas: francés, flamenco, alemán, inglés, hebreo, italiano, castellano y catalán. Éramos exactamente veinte personas en aquella casa de dos plantas de las afueras de Bruselas. Estábamos almorzando juntos alrededor de una enorme mesa que había en una cocina muy pequeña. Los ocho idiomas se hablaban de forma desenvuelta entre todos, mi padre y yo incluidos. No es que los veinte supiéramos hablar ocho lenguas, no, ni mucho menos, pero sí que parecíamos los apóstoles de Cristo con el don de Babel en el santo día de Pentecostés. La buena voluntad y la buena comida nos permitían entendernos sin dificultad en torno aquella mesa. La mayoría eran judíos y en eso ellos son unos maestros; su nomadismo y su necesidad de supervivencia los han obligado a saber, entender y hablar casi cualquier lengua del planeta.

En una de las paredes de aquella cocina pequeña colgaba uno de esos calendarios de mujeres desnudas, de Pinups. Lo divertido era que estando en abril la hoja visible del calendario era del mes de diciembre pasado. ¡Qué lástima!, solamente quedaba una hoja por arrancar, pero por suerte nadie lo había hecho todavía. Aquella espléndida morena seguía presidiendo la mesa ataviada únicamente con aquel ridículo gorrito de Santa Claus. Debajo de ese calendario estaba sentada la hija del dueño de la casa, una niña de unos doce años con un enigmático parecido con la mujer desnuda de la foto.

Yo tenía diecisiete y había acompañado a mi padre para hacerle de intérprete. Él estaba empezando a aprender inglés, pero la profesora particular que había contratado tenía las piernas demasiado largas y bonitas. El pobre no prestaba la atención debida a las clases y sí a aquel par de fémures, tibias y peronés tan bien envueltos en aquella carne británica, joven y blanca.

A mí no me apetecía demasiado pasar una semana en Bruselas, una ciudad que en aquel momento no consideraba especialmente atractiva. Pero mi padre supo convencerme prometiéndome que me llevaría a ver un espectáculo de streaptease. Efectivamente me convenció, dije que sí enseguida, yo no había visto nada parecido. Naturalmente le dio un cariz pedagógico a la propuesta, dijo que sería bueno para mi formación y él, evidentemente, me acompañaría. A mi madre tampoco le pareció mal, debió pensar que su marido regresaría más “entusiasmado” y que ella sería la beneficiaria de ese entusiasmo.

Era una sala pequeña en forma de teatrillo. No había mesas y los asientos de madera eran algo incómodos. Un mini escenario y música enlatada. Ni bebidas, ni nada parecido y por supuesto tampoco chicas de compañía. Parecía una sala “seria”, aunque no elegante, ni refinada. El espectáculo era puro y duro, chicas, una detrás de otra, que se desnudaban sin mucha gracia intentando seguir la música. En aquella época aun no se habían puesto de moda las barras ésas que van del techo al suelo, las streapers no tenían ningún asidero para hacer cabriolas y gimnasia erótica. En la sala todos éramos hombres, yo el más joven, y con mi padre los dos únicos que íbamos juntos, todos los demás estaban solos. Soledad y carne desnuda. La sala estaba llena.

Mi madre consiguió un tiempo después que la profesora de inglés se convirtiera en un muchacho de las Bahamas. Y mi padre logró con ese cambio prestar más atención a las clases. Yo por mi parte todavía no he perdido el gusto por ver a una mujer desnudarse ante mí, aunque haya que pagar dinero por ello.

En Copenhague, en cambio, la sala estaba vacía. Sólo había dos hombres, yo mismo, sentado con una vikinga de dos metros de alto, y otro tipo con aspecto de oficinista de traje gris, bajito, calvo y delgado que bailaba con una negra norteamericana enorme, alta y gorda. Los dos parecían pasárselo muy bien. En el escenario, otra morenita se desnudaba con desgana. La vikinga era glacial, una perfecta mujer de negocios, prostituta, joven, rubia y muy guapa. Tenía un cuerpo germánico y sólo hablaba de dinero y de su novio. Me aburrió. A mí, la que me gustaba era la rusa que había conocido el día anterior, morena y eslava, una combinación extraña, casada o casi, con un alemán que era socio de Christos, y que acababa de abandonar a su mujer y a sus hijos por esa rusa que también le hacía de secretaria. Mi Christos griego parecía turco, pero ese Christos alemán que ahora me hacía de agente en las subastas de piel nórdicas, parecía nazi, con su abrigo largo de cuero negro y su cuello de visón marrón, su fino bigote, sus gafas redondas y su cabello rubio. Creo que a él también le gustaba la rusa de su socio, y la rusa lo sabía.

La carretera Este que entra en Kastoriá está salpicada de bares, burdeles y Night Clubs, todos ellos muy cerca del Hotel Tsamis. Las muchachas se alojan en él y en él hacen vida esperando la noche para ir a trabajar. Se levantan tarde y a partir del mediodía te las encuentras en los salones, en el bar y en el restaurante, comiendo, conversando, descansando y sin hacer nada. Todas saben muchos idiomas y todas son de mil países. Te ignoran como si fueras un mueble más del hotel. Es mejor no prestarles demasiada atención. Si quieres algo de ellas ya sabes dónde atienden. Mi padre nunca les hacía caso, no estaba allí para eso. Ni yo tampoco, prefería quedarme mirando el lago que se helaba en invierno o irme a charlar con Christos (el griego).

Aunque una vez sí que fui. Con un grupo de colegas a los que les escocía la entrepierna entramos en uno de esos garitos. Acabamos todos borrachos y con un notable dolor testicular. Aquellas muchachas a las que invitamos fueron, cómo no, muy hábiles haciéndonos tomar más copas de la cuenta. Al día siguiente Vanguelis debía recogerme temprano. La resaca fue asesina.

Cuando Christos (el griego) se casó, celebramos la noche anterior una mini despedida de soltero. Fuimos a uno de esos locales. No había nadie. Nosotros éramos seis y una especie de gorilas o camareros hicieron sentar a nuestro lado a seis muchachas, una para cada uno, mientras otra se desnudaba en algo que parecía ser un escenario. Todas eran dominicanas. Pensé que al menos podría conversar un poco, pero no, la chica que me había tocado en suerte era muy lacónica y la música sonaba muy fuerte. Cogió mi mano de una manera mecánica y se acercó mucho a mí. Ése debía ser el ritual de apareamiento, pensé. Era muy guapa. Le dije que me soltara, que no hacía falta y me respondió que no la despidiera, que siguiera tomando copas con ella. De acuerdo, asentí, al fin y al cabo paga Christos.

Cuando recuerdo a una mujer guapa, no puedo evitar recordar también a las feas que he conocido. Entre todas ellas a Elena, realmente no hacía honor a su nombre, ningún troyano la hubiera raptado jamás y ninguna guerra hubiese tenido lugar en su nombre, y el pobre Homero se habría quedado sin gesta que cantar. Era veterinaria y trabajaba en una granja de pollos, en una de esas inmensas naves llenas de aves comiendo y chillando. Era voraz. Su fealdad no le impedía coleccionar amantes guapos y atractivos, auténticos muchachos encantadores y seductores. ¿Cómo conseguía llevarse a la cama a aquellos bellos amantes?, no lo sé. Modestia aparte, yo fui uno de ellos y no lo sé. No lo sé pero lo sospecho, y no es a ella a quien deberíamos preguntar para saberlo, ni a ellos tampoco. Quien crea conocer la respuesta que responda.

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Félix de Azúa, uno de nuestros filósofos de cabecera, sospecha que las mujeres conocen algún secreto que los hombres ignoramos. Esa suposición la sustenta en el hecho probado de que fue Eva quien habló con, ese que él llama, un dios Maligno. El Señor Azúa se pregunta de qué hablaron Eva y el diablo y si esas conversaciones continuaron después de ser expulsados del Edén. Él cree que sí, que continuaron y que han seguido conversando a lo largo de los tiempos. Le intriga esa conversación misteriosa de la que solamente sabemos eso de la Ciencia del Bien y del Mal. El Sr. Azúa piensa que debe de haber algo más y que mientras tanto, Adán y el resto de los hombres sólo podemos especular, imaginar y suponer. Quizás olvida que ese dios Maligno siempre miente. Siempre.

Sea como fuere, efectivamente, los hombres poco podemos hacer. Tal vez sólo sentarnos en una silla de madera y de respaldo alto, mirando en silencio cómo se desnudan ante nuestros ojos y procurando no sonreír.

Nosotros mudos y ellas no perdiendo de vista el foco que las ilumina.

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“La Naturaleza es una quimera, Todo es obra de Dios” afirma Boyer d’Argens, autor de “Therèse philosophe” tal como nos cuenta Fernando Savater en su “Diccionario filosófico”. No es baladí que en ese diccionario la entrada dedicada a “Eros” esté vacía y nos remita a otra titulada “Teresa”. Es toda una declaración de principios citar a ese autor francés del siglo XVIII, a su corta novela y mencionar explícitamente que era un apasionado “apologeta del onanismo -sobre todo femenino- como una derivación lógica y consecuente del “amor propio”.

La tesis de Savater y de Monsieur Boyer es que el erotismo es un acto filosófico, en contra de todos aquellos que piensan que es un acto puramente biológico o incluso de otros que se atreven a investirlo de caracteres místicos, confundiendo psicología con metafísica o magia. El erotismo es un acto de la voluntad, por consiguiente filosófico. Es algo pensado y es algo dicho. Todo aquello que pensamos lo decimos y todo aquello que decimos, lo pensamos. Y consecuentemente simbólico.

Un ateo modificaría algo la sentencia y diría que: “La Naturaleza es una quimera, Todo es obra del ser humano”. Tal vez ése fue el secreto que el Maligno comunicó a Eva, y que nosotros, tontos Adanes, intentamos averiguar mirando obsesivamente el cuerpo desnudo de una mujer.

lunes, 20 de octubre de 2008

El peletero/La huida



17 Marzo 2007


“Tropecé y me caí, el golpe no fue muy fuerte pero me dañé las palmas de las manos. El suelo era pedregoso y aquellas piedras cortaban. Al levantarme tuve que escupir en ellas para limpiármelas de tierra y sangre. Las heridas no fueron importantes pero el dolor tardó en pasar.

Era difícil andar sin caerse por aquel pedregal cargado como un asno, con mis pocas y pobres posesiones. Había perdido la cuenta de los días que ya llevaba andando por aquellos caminos, durmiendo al pairo y casi sin poder hacer fuego; no había madera, ni arbustos, ni siquiera mierda seca de animales con la que poder quemar algo que diese calor y luz.

Yo resistiría lo que hiciese falta, pero mis zapatos viejos no, estaba preocupado, no tenía otros. De todo disponía de dos piezas, pantalones o camisas, pero de zapatos sólo tenía un par y ya estaban ruinosos cuando se los robé a mi padre antes de marcharme. A él lo dejé con mis deshilachadas alpargatas y yo me fui con sus viejos zapatos de cuero.

Nunca me hubiese podido imaginar que se pudiera tardar tanto en llegar a algún sitio. Era la primera vez que me escapaba de casa y no tenía ni idea del tamaño del mundo, de lo lejos o cerca que estaban nuestros vecinos, si los teníamos. En una ocasión se lo pregunté a mi padre, y me contestó que mirara el cielo, es enorme ¿no?, me preguntó, pues la tierra lo es más hijo, mucho más, tanto, que no llueve siempre en todas partes.

Me quedé pensando en su respuesta, se burla de mi, me dije, está loco. Quiere darme miedo para que no me vaya nunca de su lado. Si mamá se marchó y nos dejó, yo también me iré, me propuse.

Estoy inquieto, no sólo se están rompiendo mis zapatos sino que se está terminando la comida. Por aquí no hay nada que comer, ni raíces, ni hierbas, ni frutos, ni mucho menos caza. Desde que salí aun no he encontrado ni una fuente, ni un río, el agua también se me está agotando, ya hace días que la bebo racionada.

¿Por qué se fue tu madre?, anda, búscala y pregúntaselo, me decía, yo no voy a dar un paso para encontrarla. Se quiso ir, ¿no?, pues bien, se fue y ya está. Desde pequeño he sido yo quien te ha cuidado. Aquí terminaba la conversación. Si quieres ir a buscarla, ve, anda, vete, pero con tus pobres alpargatas no andarás muy lejos. Al decir eso se reía mirándome los pies.

Ya estoy andando descalzo, el agua y la comida se han terminado y ni siquiera ha llovido un poco desde que me fui. Allí a lo lejos veo una roca grande con una buena sombra, cuando la alcance me echaré y me dormiré un rato. He de estar cerca de algo”.



¿De qué huye el protagonista? ¿Qué espera encontrar al atravesar el desierto de sus propias dudas y preguntas? ¿La huida también podría ser búsqueda?

Huye de la sentencia paterna acerca de la imposibilidad de escapar. Quedarse es una derrota y él no solo necesita demostrarse a si mismo que lo logrará, sino que requiere con urgencia ir en búsqueda de una respuesta que nunca llega. ¿Por qué se fue su madre?

Pero la culpa lo persigue, viene en forma de sol canicular, de sed, de hambre, de unos zapatos que no resistirán el intento. ¿Lo resistirá él? La culpa está siempre al acecho de los seres humanos, su fin no es la misericordia, su propósito es acorralarnos invariablemente. Quien no la mantiene a prudente distancia corre el riesgo de ser devorado por ella ó terminar huyendo hacia ninguna parte.

sábado, 18 de octubre de 2008

El peletero/Celeste



14 Marzo 2007

EL RELATO:

¿Qué debo darte? le pregunté. Ella ya estaba vestida, y tendida en la cama esperaba a que yo saliera del baño envuelto en una de esas toallas enormes. Lo que vos creáis que debéis darme, me respondió con la mirada baja. Yo había pensado que cien dólares estaría bien, le dije mientras me secaba. Ahora sí que me miró, ¿cien?, ¿sólo cien?, espetó sonriendo. Bien, ¿cuánto entonces?, insistí. Doscientos, quiero doscientos, me respondió sin dejar de sonreírme.

Hice inmediatamente cálculos mentales, trescientos del Night Club y doscientos ahora, son quinientos. Más lo que me costará el plus de la habitación, de individual a doble. Bueno, un día es un día, me lo puedo permitir. La chica se ha portado bien, me dije. Fui al armario y saqué doscientos dólares de la billetera. Se los di. Los cogió. Se levantó de la cama, los guardó en su bolso y se puso la chaqueta roja de punto. Yo la miraba atento. Era una rubia preciosa, espectacular, guapísima y dulce, aunque había que reconocer que no sabía hacer un streaptease correcto, era mala desnudándose. Pero ¿a quien le importaba eso? Ella había sido buena conmigo y eso era más que suficiente.

El Maxim’s ateniense era lo mejor que se podía encontrar. Era un Night Club decente en plena plaza Sintagma de Atenas. Por la mañana, casi después de bajarme del avión, había ido al Pireo en autobús, me había bañado y había almorzado. El agua era tan salada que flotaba sin mover un músculo. Eso era lo que buscaba, no moverme ni para respirar. La playa estaba llena de mujeres con sus niños pequeños, era curioso, no había hombres.

Me había levantado temprano para subirme en aquel avión de hélices que ronroneaba de una manera sospechosa y que se balanceaba de una manera temible. Era la primera etapa de mi regreso a casa. No volaba alto, era hermoso ver el paisaje tan de cerca. Si aquello se caía moriríamos con pleno síndrome stendhaliano, borrachos de belleza. Nada más llegar fui al hotel, dejé la maleta y no perdí ni un minuto en subir al autobús que debía llevarme al Pireo.

Sentado en aquel restaurante con vistas al Egeo, llevaba ya bebidas ocho cervezas y volvía a tener ganas de orinar. Maldita sea, eso es lo malo de la cerveza, no paras de mear. En la mesa de al lado tenía a una mujer sola y algo mayor que fumaba y que no hacía más que pedirme fuego cada vez que sacaba un cigarrillo. Me daba las gracias en alemán aunque el griego que hablaba con los camareros parecía muy bueno. Vestía una falda demasiado corta o tenía las piernas muy largas, no sé.

Al mirar ese mar viejo que tenía enfrente me acordé del año anterior, cuando con mi padre nos hospedamos en el “Grande Bretagne”. Nos dimos, como yo ahora, un día de vacaciones y nos embarcamos para hacer un mini crucero. Fue divertido ver la cara de los demás turistas. Nos miraban con la boca torcida, muy cerrada y escondiendo los labios. Papá y yo parecíamos un viejo millonario homosexual y su jovencito “secretario”. Nadie ve nunca la verdad que tiene delante de los ojos, nadie imaginó que fuéramos padre e hijo disfrutando sólo del sol, del mar y de sus sirenas.

Todas las mesas del Maxim’s estaban ocupadas, me senté en una de las sillas altas de la barra del bar que había en el fondo. El Show todavía no había empezado. Pedí una cerveza y antes que me la sirvieran ya estaba ella sentada a mi lado. Naturalmente la invité a tomar una copa sin esperar a que me lo pidiera. Me preguntó si podía tomar champaña, le dije que sí, pero que fuera griego, era mucho más barato.

Las primeras palabras fueron en inglés. Ella lo hablaba bastante bien, pero tenía un acento característico. Le pregunté que de dónde era y me respondió que argentina. Yo soy español, exclamé en castellano, hablamos el mismo idioma, le dije contento. ¿Ah sí?, ¿cómo es que hablamos el mismo idioma si somos de países diferentes?, me preguntó poniendo su mano en mi pierna. Interesante pregunta, pensé mirando esa mano. En lugar de responderla, le di mi nombre y le pedí el suyo. Celeste, se llamaba Celeste y era cordobesa.

Tenía un cuerpo que valía la pena, por él debía de aguantar la conversación varias horas. Si quería acostarme con ella había que esperar a que cerrasen el local. Entretanto empezó el espectáculo. El número de ella fue malo, no sabía desvestirse, pero al menos pude admirarla desnuda mientras bailaba y se iba quitando la ropa con esa poca destreza. No me importaba, valía la pena esperar. El escenario estaba algo lejos de la barra del bar donde yo me hallaba, pero lo que veía era suficiente para deslumbrarme.

Había entrado a las once y ya eran las tres y media de la madrugada. Había sido un milagro que después de no sé cuantas cervezas no hubiera ido una sola vez al baño a orinar. ¿Cómo lo conseguí?, no lo sé, pero fue exactamente así, podéis creerme. La sala ya se estaba vaciando y al fin pudimos sentarnos en uno de los sofás. Se abalanzó sobre mí y me besó. Yo no me lo esperaba todavía, pero no le dije que no.

Cuando pagué la cuenta vio los dólares en mi billetera. Habría cerca de mil. Lo hice a propósito para que los viera. Me guardé la billetera en el bolsillo y le pedí que viniera conmigo al hotel. Vete tú primero, dentro de media hora estoy yo allí, me dijo, y así lo hice. Le dije dónde, Hotel Amalia y el número de la habitación y me fui. Estaba sólo a cinco minutos andando y sí, efectivamente, al cabo de media hora sonaba el teléfono. Eran los de recepción que me avisaban que había una señorita que quería verme; me advertían también que si yo no bajaba y subía ella, deberían cobrarme el suplemento como habitación doble. Naturalmente fue ella la que subió.

Me dijo que estaba cansada. Yo ya había abierto el grifo del agua caliente mientras la esperaba y nos bañamos. Dentro de la bañera me contó cómo hay que asar correctamente la carne. Todos los argentinos cuentan lo mismo. Lo decía en serio, no se daba cuenta de que era también una metáfora pícara de lo que estábamos haciendo en aquel momento. Yo dejé que me lo contará mientras le acariciaba el cuerpo sin, naturalmente, escuchar nada de lo que me decía. Parecía que no me prestaba atención y a mi me daba igual porque yo a ella tampoco.

Después de hacer el amor se me quedó dormida en la cama. Se pegaba a mi cuerpo como una lapa y con su mano cogía con fuerza mi sexo sin dejar de roncar suavemente. Yo no pegué ojo durante lo poco que quedaba de noche. Apretaba tanto que casi me hacía daño. ¿Por qué lo hacía? Aquello de asir mi pene mientras dormía, debía tener algún significado psicológico, seguro.

No tardó demasiado en amanecer, fue entonces cuando conseguí librarme de sus brazos y sentarme en la butaca que había al lado de la cama. Me quedé allí, mirándola dormir, estaba espléndida, era un acto de pura generosidad de la naturaleza que yo tenía ahora la suerte de contemplar.

Medio se despertó, hizo un gesto raro que no comprendí y me llamó por mi nombre. No lo había hecho en toda la noche. Yo no me moví, seguí mirándola dormir y ronronear. Al cabo de unos minutos se volvió hacia mí. Abrió los ojos y abrió las piernas. Sonrió. Me sonrió.

Por aquel entonces yo tenía erecciones “normales”. Su sonrisa y su sexo expuesto y ofrecido me provocaron una. Pero antes quise probar el sabor que tenía eso que me ofrecía. A ella le gustó y a mí también. Luego le pedí entrar y me dejó entrar.

Se puso la chaqueta roja de punto encima de aquella camiseta negra. Recuerdo que los sujetadores y las bragas eran de un color rosa pálido algo vulgar, parecían goma de mascar. Con sus doscientos dólares en su bolso me guiñó un ojo y sin besarnos nos deseamos suerte mutuamente. Salí al pasillo y envuelto en mi toalla vi como entraba en el ascensor, desde dentro sacó una mano para decirme adiós antes que las puertas se cerrasen.

Me acabé de vestir y bajé a desayunar. Todo el hotel ya sabía qué había sucedido. Todos los camareros me miraban y sonreían.

En recepción parecían enfadados por algo. Pagué la cuenta y aunque todavía era temprano me fui ya al aeropuerto. Le pedí al taxista que condujera despacio. Tenía el mar a la derecha. En el Pireo las mujeres se estarían bañando con sus hijos.

EPÍLOGO:

Dos días antes yo estaba en el Hotel Tsamis de Kastoriá esperando a Vanguelis. El Hotel Tsamis tiene dos caras, la que da a la carretera y la que da al lago. La primera es horrible y la segunda también excepto por el lago. Yo había salido a la carretera a tomar el aire. Vanguelis tardaba y me medio senté en el capó de un Toyota a esperarle y verle venir. Por allí rondaba una perra sin dueño, estaba husmeando por entre la basura del hotel y bebía de una toma de agua que goteaba. Tenía la cara larga y el morro fino, el pelo corto y de color beige. Era una perra alta y delgada, con la cola larga que mantenía pegada al culo. Arqueaba el lomo como hacen las gatas. Las perras no hacen eso, no arquean el lomo como las gatas.

La llamé y vino, lentamente, muy lentamente. Las perras no hacen eso, no van a ninguna parte lentamente.

Me olió y la acaricié. Me lamió la mano y yo me dejé, se volvió, me dio la espalda y levantó la cola. Y lentamente también, se fue, girando la cabeza para mirarme. Las perras no hacen eso, no giran la cabeza para mirar.

Vanguelis llegó, él siempre conduce despacio aunque llega rápido y pronto a todas partes. Ese día no, ese día llegó tarde o la perra pronto. Vanguelis tiene las manos grandes, es griego pero parece un mongol y habla más idiomas que tú y que yo juntos, y en lugar de cejas parece que tenga dos bigotes.

CONCLUSION:

Hay que manifestar antes de concluir el relato, que aquello no había sido ningún acto de amor. Estrictamente hablando fue sólo puro sexo de pago. Nadie, ni ella, ni yo, ni tampoco ninguno de los empleados del hotel se imaginaron o llegaron a pensar otra cosa que no fuera una prostituta y su cliente. Solamente eso.

COROLARIO:

El corolario es el relato.

viernes, 17 de octubre de 2008

El peletero/La promesa



10 Marzo 2007

“Sabía que lo que tenía que hacer era desagradable, nunca me ha gustado matar a nadie, pero había dado mi palabra, lo había prometido. Se lo había prometido.

Con amenazas y chantajes, con súplicas y llantos, la desdichada había conseguido que aceptase el encargo. Maldita sea, no pude negarme. Yo no soy un profesional, no tengo escrúpulos, es cierto, he matado a más de uno, pero no me gano la vida con ello. No me gusta hacerlo, así de sencillo. No soy un asesino, ni un psicópata. Sé lo que sucede, te insensibilizas, te acostumbras, te idiotizas, y al final te da igual hacerlo o no, el cerebro se te pudre y acabas convertido en un imbécil de mirada perdida. Algunos piensan que es una mirada de hielo, pero no, miran el horizonte por que no pueden mirar nada más.
Pero lo tenía que hacer, a mi pesar lo tenía que hacer, sería desagradable pero también sería fácil. Matar es fácil, con lo que cuesta a veces morir, matar es muy fácil, siempre me ha sorprendido lo sencillo y rápido que es, ¡zas! y ya está, terminado.

Se lo había prometido, en un momento de debilidad le dije que sí, no pude evitarlo. El futuro muerto se lo merecía, sin duda. Era un usurero dispuesto a cosas peores que matar para hacer prosperar su negocio de vampiro. Individuos así merecen que alguien les corte las manos antes de cortarles la cabeza. Yo no llegaría tan lejos, sólo le atravesaría el cráneo con una simple bala de plomo. Una de esas que explotan y lo dejan todo perdido de sangre y restos de cerebro y pelos pegados por las paredes. Necesitarían unos cuantos días para limpiar el estropicio.

Me lo había rogado con lágrimas en los ojos, gritos y balbuceos. No juegues más le contesté yo, deja las cartas, los dados, lo que sea, pero no juegues más le insistí. Las deudas hay que pagarlas, las de juego con más razón y los préstamos del prestamista más te conviene devolverlos con todos los intereses. Me amenazó con hacerme chantaje, me insultó y casi me abre la cabeza de un golpe con un plato. Mátalo, mátalo, chillaba mientras me besaba. No podía soportarlos, ya no podía soportar esos besos, los más tiernos del mundo, los mejores que nunca me han dado. No podía, ya no podía con ella, lo más hermoso que jamás he tenido y que nunca tendré. Mátalo, cobarde, si me quieres, mátalo, tú sabes hacerlo, compórtate como un hombre, no seas un niño, no será ni la primera, ni la última vez, me gritaba. De acuerdo, lo haré, te lo prometo amor mío. No te creo, insistía ella, júralo, me pedía. No hace falta, te doy mi palabra, lo mataré. Si no lo haces te…. No dejé que terminase la frase, el disparo sonó limpio y la bala que le atravesó el corazón también. Ya en el suelo, me miró sorprendida con la poca sangre que aun le llegaba al cerebro. No te preocupes cariño, le dije, te doy mi palabra, lo mataré.

Así pues sabía que lo que tenía que hacer era desagradable, nunca me ha gustado matar a nadie, pero había dado mi palabra, lo había prometido. Se lo había prometido”.

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Éste es un relato simbólico, donde las muertes ejecutadas y prometidas son alegorías de otra cosa. Él y ella también lo son, y por supuesto las deudas y el usurero. Todo significa algo que está fuera del relato.

Esas muertes son la obligada medicina a un problema. Son una salida intempestiva, una “solución final” en la que es imperativo terminar con el enfermo para curar la enfermedad.

Las deudas son los lastres y las rémoras que las personas arrastran y cargan. Algunas de ellas se convierten en jorobas que terminan por deformar su físico y su alma. Desprenderse de ellas a veces sólo es posible aplicando ésa “solución final”.

¿La mujer es tan culpable cómo lo es el usurero que la vampiriza?

¿Cuándo él la mata se libera de ella o la libera a ella?, ¿o ambas cosas?

Según parece él ya lo ha hecho otras veces, aunque no le gusta. ¿Hacer eso que le pide ella lo convertiría en todo un hombre?, ¿no hacerlo significaría continuar siendo un niño? La sorprendente resolución del dilema por el que opta nuestro protagonista, matándola a ella primero, ¿qué significa?, ¿es un sacrificio?, ¿es un acto de amor?, ¿es una huida?

¿Ella es una mujer o es una niña? ¿Él es un niño?

Freud arguye que la condición adulta significa saber que ni el mundo ni la naturaleza han previsto la felicidad humana.

Las mujeres siempre creen que son mujeres, y no paran de afirmarlo donde convenga. Los hombres sabemos en cambio, que jamás dejamos de ser unos niños, pero nunca lo decimos muy alto, preferimos callarnos y aparentar otra cosa. Aparentar eso que las mujeres esperan de nosotros, que seamos capaces de matar por ellas. Aunque hay ocasiones, demasiadas ocasiones, en que las muertas son ellas mismas. Produce escalofríos ver su mirada sorprendida y asustada mientras la sangre mancha el suelo.

Es una manera muy dramática y tardía de saber eso que Freud afirma.

miércoles, 15 de octubre de 2008

El peletero/La verdad


7 març 2007

Molta gent es vanagloria d'haver llegit el Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein. Per donar prova d'això citen de memòria l'última frase, que com bé afirma Félix de Azúa en el seu Diccionari de les Arts, sempre està transcrita de forma incompleta. La frase correcta diu:

"Tot allò que pot dir-se, es pot dir amb claredat; i sobre allò del que no podem parlar, millor és guardar silenci".

Nosaltres no afirmarem que ens hem llegit el Tractatus..., però sí direm amb orgull que també sabem citar la primera de les frases i que diu:

"El món és el que fa al cas"

Les dues frases són capitals. La primera del llibre ens diu què hem de saber i l'última ens encoratja en afirmar que això que hem de saber pot després ser dit amb claredat. També ens adverteix que no hem de perdre el temps en batalles que no aconseguirem guanyar. Tot i que la poesia que conté la frase és de tal envergadura, que potser és lícit veure-hi el pudor del savi que sap més del compte. Però això, saber més del compte, només ho sap Déu que no forma part del món i que per tant, no fa al cas.

El món és cognoscible i clar. Cal dir-ho tantes vegades com calgui doncs això que diem sobre el món és la veritat.

Hem esmentat el "Diccionari de les Arts" de Félix de Azúa i és obligat afirmar amb rotunditat que és un dels millors textos sobre Art que s'han escrit. La seva precisió i claredat són excepcionals i el lector exigent se sent reconfortat al llegir-lo.

La millor entrada d'aquest Diccionari és la referent a la Poesia. Com és una entrada curta el senyor Azúa ens permetrà que la transcriguem sencera i que després la comentem, diu:

"Sobre la poesia, com menys es digui, millor.
La poesia és la veritat de l'art.
La veritat, per a cadascú, és la resistència al dolor durant una vida sencera. Allà cadascú amb la seva veritat.
No obstant això la veritat per a tothom, és el temps que fa cada dia i el que en aquest temps es pot veure perquè apareix a la vista de tots.
Per tant la poesia no neix de la consciència del poeta, sinó del seu coratge.
I, en conseqüència, la poesia no és obra dels homes o d'alguns homes sinó dels meteors, els quals defineixen amb tota exactitud el que en cada moment es pot veure.
Hi ha a més, una altra poesia que sí és obra dels homes (o de la voluntat), però sobre ella hi ha una enorme documentació periodística i una infinitat de departaments universitaris que fan inútil qualsevol comentari".

Té tota la raó.

Nosaltres a la nostra modèstia només puntualitzarem dues coses. La segona d'elles és agosarada, però som valents i de vegades ens pot la nostra curiositat científica.

Primera: no sempre som capaços de veure això que els meteors defineixen amb tota exactitud. Quan això succeeix, quan vam aconseguir veure-ho, uns en diuen miracle, altres en diuen casualitats poètiques. Per a més detalls veure "El pelleter miraculós"

Segona: La veritat de l'art, anomenada també poesia, és la capacitat de suportar el dolor que causa l'experiència del temps.

En l'experiència del temps hi ha la mort i la mort és la frontera del món i el món, com ja sabem, és el que fa al cas. Tot el que hi ha més enllà és tot allò sobre el que és millor guardar silenci.

Arribats a aquest punt comprendreu que hem de deixar d'escriure.

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7 Marzo 2007

Mucha gente se vanagloria de haber leído el Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein. Para dar prueba de ello citan de memoria la última frase, que como bien afirma Félix de Azúa en su “Diccionario de las Artes”, siempre está transcrita de forma incompleta. La frase correcta dice:

“Todo aquello que puede decirse, se puede decir con claridad; y sobre aquello de lo que no podemos hablar, mejor es guardar silencio”

Nosotros no afirmaremos que nos hemos leído el “Tractatus…”, pero sí diremos con orgullo que también sabemos citar la primera de las frases y que dice:

“El mundo es lo que hace al caso”

Las dos frases son capitales. La primera del libro nos dice qué debemos saber y la última nos alienta al afirmar que eso que debemos saber puede luego ser dicho con claridad. También nos advierte que no debemos perder el tiempo en batallas que no lograremos ganar. Aunque la poesía que contiene la frase es de tal envergadura, que tal vez es lícito ver en ella el pudor del sabio que sabe más de la cuenta. Pero eso, saber más de la cuenta, solamente lo sabe Dios que no forma parte del mundo y que por lo tanto, no hace al caso.

El mundo es cognoscible y claro. Es necesario decirlo cuantas veces sea preciso pues eso que decimos sobre el mundo es la verdad.

Hemos mencionado el Diccionario de las Artes de Félix de Azúa y es obligado afirmar con rotundidad que es uno de los mejores textos sobre Arte que se han escrito. Su precisión y claridad son excepcionales y el lector exigente se siente reconfortado al leerlo.

La mejor entrada de este Diccionario es la referente a la Poesía. Como es una entrada corta el señor Azúa nos permitirá que la transcribamos entera y que luego la comentemos. Dice:
“Sobre la poesía, cuanto menos se diga, mejor.
La poesía es la verdad del arte.
La verdad, para cada cual, es la resistencia al dolor durante una vida entera. Allá cada cual con su verdad.
Sin embargo la verdad para todos, es el tiempo que hace cada día y lo que en ese tiempo puede verse porque aparece a la vista de todos.
Por lo tanto la poesía no nace de la conciencia del poeta, sino de su coraje.
Y, en consecuencia, la poesía no es obra de los hombres o de algunos hombres sino de los meteoros, los cuales definen con toda exactitud lo que en cada momento puede verse.
Hay además, otra poesía que sí es obra de los hombres (o de la voluntad), pero sobre ella hay una enorme documentación periodística y un sinfín de departamentos universitarios que hacen inútil cualquier comentario”.

Tiene toda la razón.

Nosotros en nuestra modestia solamente puntualizaremos dos cosas. La segunda de ellas es osada, pero somos valientes y a veces nos puede nuestra curiosidad científica.

Primera: no siempre somos capaces de ver eso que los meteoros definen con toda exactitud. Cuando eso sucede, cuando conseguimos verlo, unos lo llaman milagro, otros lo llaman casualidades poéticas. Para más detalles ver “El peletero milagroso”

Segunda: La verdad del arte, llamada también poesía, es la capacidad de soportar el dolor que causa la experiencia del tiempo.

En la experiencia del tiempo está la muerte y la muerte es la frontera del mundo y el mundo, como ya sabemos, es lo que hace al caso. Todo lo que hay más allá es todo aquello sobre lo que es mejor guardar silencio.

Llegados a este punto comprenderéis que hemos de dejar de escribir.



martes, 14 de octubre de 2008

El peletero/Peor que el sexo



3 Marzo 2007

Me llaman “El Gordo” y jamás me he enamorado ni de un hombre ni de una mujer. Esa es la respuesta oficial que doy cuando algún irresponsable se atreve a preguntarme tal impertinencia. Aunque sólo yo conozco la verdad.

Sí, en cambio, he visto a muchos enamorarse y a muchos más desenamorarse. Las dos cosas son una tragedia y, aunque perfectamente eludibles, ambas parecen tan inevitables como la envidia que los dioses tienen hacia nuestras debilidades y flaquezas.

Contemplar el ascenso y la caída de la piedra que Sísifo empuja ladera arriba, con todo su esfuerzo para que al final caiga irremisiblemente por el otro lado de la montaña, una y otra vez, es tan desolador como indigno. Eso es el amor, como la misma vida, algo tan fatal como imposible.

Cuando tenía catorce años se apoderó de mi cuerpo una mujer de cincuenta. Era hermosa, opulenta, generosa y cálida. Experta, y también insaciable. Fue muy difícil deshacerse de ella, todavía no lo he conseguido, su olor aun ronda por mi cabeza. Hay noches que me asalta y me produce un insomnio doloroso, una duermevela atormentada. Sueño con ella y las cosas que hacía mientras yo la miraba sentado en una esquina de la cama sin tocarla ni tocarme.

Mis putas preferidas no han conseguido extirparme ese olor persistente, y eso que les pago generosamente bien, tal vez porque se parecen demasiado a ella o tal vez porque soy yo el que se parece todavía a aquel niño de catorce años.

Un gremio que frecuento con mucha asiduidad es el de los peritos. En él tengo muy buenos colaboradores que no dudan en seguir mis indicaciones subiendo o bajando tasaciones según las necesidades de mi cliente. A veces se meten conmigo y con mi aspecto obeso y lastimoso, pero yo les perdono, no me lo tomo a mal, soy el primero en reírles sus bromas. Es uno de los mecanismos que tienen para liberar la tensión que les produce trabajar conmigo, saben que no pueden decirme que no. Yo les dejo hacer, mi ego es inane a los elogios y a las burlas, es débil con la codicia, pero es insensible con la vanidad, esa es mi fuerza. Con mi ego y mi dinero soy capaz de conseguir incluso que alguien se ría de la piedra que le acaba de romper la cabeza.

Pero trabajar con ellos significa hacerlo en asuntos que ya están en manos de los jueces. Y a mi eso no me gusta. Como ya sabemos la maquinaria judicial es engorrosa, impredecible y lenta, además de cara. Yo soluciono los asuntos con sencillez, según el plan previsto, rápidamente, y aunque soy más caro que la justicia vale la pena correr el riesgo de contratarme.

Siempre es interesante conocer el veredicto con antelación.

Aquella mujer necesitaba una buena peritación de sus joyas frente al embargo bancario que le había caído encima. Cuanto más alto fuese el valor de sus piedras embargadas más cubierta quedaría la deuda, una suma a la que había que añadir unos legales y usureros intereses. Debíamos hinchar bastante aquellos números.

Las joyitas no valían gran cosa, ella sí. Era una mujer espléndida, físicamente poderosa, de mirada rápida y codiciosa, nada más verla me recordó aquella otra que conocí en mi adolescencia, esa de la que ya os he hablado más arriba. Olía como ella, no sé si mal o peor, pero igual. Y también reía de la misma manera. Me recordó a esa mujer de mi adolescencia cuando se me abrió de piernas por primera vez , me abalancé sobre ella como si me estuviera muriendo de sed. Se rió, al principio sí, se rió, luego ya no. Se rió de mi ansia y a mi me asustaron sus gritos, luego comprendí que no eran gritos, el placer puede ser más inhumano y más insoportable que el dolor. Y ella demostraba que no podía soportar ninguna de las tres cosas. ¿Cuál era la tercera?, la ausencia de las otras dos.

Nos pusimos en marcha enseguida, los números quedaron pronto listos y a punto. Por si acaso, dejamos caer también una piedra de diez toneladas encima del automóvil, vacío, del abogado del banco. Fue divertido verle mirar al cielo con la boca abierta. Entendió el mensaje claramente.

Hasta aquí fue un trabajo rutinario, sólo que esta vez apareció algo imprevisto pero previsible. El amor y la codicia muchas veces andan de la mano. Mi clienta quiso seducirme, no quería pagar en dinero. Yo primero la dejé hacer, fue divertido verla rastrear mi bragueta sin lograr encontrar nada, estaba demasiado gordo y no supo dónde buscar, tocaba carne, pero no la carne adecuada. Me reí de su inhábil mano para obesos, pero me reí poco, yo no río nunca demasiado. Le arranqué el vestido y su ropa interior. Se asustó, le estaba dando miedo. Yo vestido, enorme, y ella desnuda con sus grandes pechos caídos balanceándose, era una escena estéticamente desproporcionada, mi gordura siempre causa este efecto. Me acerqué, la agarré del cuello y le puse la mano en su sexo, estaba más seco que mi alma, lo olí durante unos minutos y luego la dejé. Se vistió deprisa y más deprisa me pagó, esta vez con billetes de verdad.

Y casi huyendo se fue con aquel vestido roto y sin ropa interior que quedó tirada por el suelo. Yo me subí la cremallera de la bragueta y me fui al baño a lavarme aquella mano apestosa. Su siguiente víctima fue el perito que había alterado la tasación de sus baratas joyas. Cayó como hubiera caído un niño de catorce años. Al cabo de seis meses mi clienta desapareció con todo el dinero que había en la cuenta corriente de él.

De momento.

Su físico no era adecuado para borrar huellas. Pronto la encontramos colgada del brazo de un abogado Era un tipo de esos, muy delgado, con bigote teñido y que tienen que afeitarse varias veces al día y que en lugar de sudar, estornudan.

Parecía un abogado legal. Escribía con una letra muy pequeña y minúscula, donde sobresalían más las tildes que las palabras. Tenía algo de dinero y parecía eficiente en los asuntos testamentarios, donde había que dirimir disputas familiares terribles por cuatro bienes mal ahorrados por el difunto de turno. Era tímido y ahora estaba asustado con aquella mujer que le sabía morder como nadie.

Mi perito quería recuperar su dinero y vengarse de ella. Hacía bien su trabajo, me interesaba ayudarle, sería fácil. Nadie mejor que este abogado tímido. Pagaría lo que fuese por no perder esta garganta sin fondo en forma de mujer.

Fuimos a verlo y le dijimos: “tómeselo como una pelea entre hermanos donde usted hace el papel de Salomón; divida la herencia a partes iguales y asunto terminado. Dénos la mitad de su propio patrimonio y nosotros a cambio le dejaremos disfrutar de esa centrifugadora que tiene por esposa y que no usa ni pilas, ni se enchufa a la corriente”.

Así lo hizo, naturalmente ella, al enterarse de su repentina pobreza, lo abandonó. Muchacho, le dije a mi perito, ya hemos recuperado el dinero y con una buena comisión por daños y perjuicios, ella es asunto tuyo.

No sé que sucedió, ni qué hizo, ni qué no hizo el perito, pero algo debió de hacer y encima hacer mal, rematadamente mal pues esa mueca de disgusto que se le quedó en la cara fue para siempre. Era un gesto raro, como si le hubieran partido la cara en dos, dejó de tener un rostro simétrico. Desde aquel momento siempre le costó cerrar la boca, la mandíbula inferior le pesaba demasiado y la comisura de sus labios se le llenaba de una saliva blanquecina y reseca. Nunca me contó nada y yo tampoco se lo pregunté. Pero seguro que estaba arrepentido. Tendría que haberse conformado con el dinero y haberse olvidado de ella. Es contraproducente tener catorce años a los cincuenta.

No supe más de ella, pero bastante tiempo después me pareció entreverla en unas fotografías muy raras que me enseñó la policía. Estaba desnuda, más gorda, y a su lado había un tipo también desnudo, tan obeso como yo, pero que no era yo, haciendo con ella algo que se parecía al sexo pero que tampoco era sexo. No sé que era, pero parecía peor que el sexo si es que hay algo peor que eso. Da placer, ¿placer?, sí, pero nada más.

viernes, 10 de octubre de 2008

El peletero/La habitación 601 (3)



28 Febrero 2007

Andy Warhol tenía la enorme virtud de decir obviedades que nadie había percibido hasta que él las formulaba con esta sinceridad tan norteamericana revestida de elegancia británica que muchos interpretaban como puro cinismo.

Warhol decía que la belleza no tiene nada que ver con el sexo. La belleza tiene que ver con la belleza y el sexo tiene que ver con el sexo. Indudablemente tiene razón y el lo sabía porque era corto de vista. Cuando uno tiene problemas de visión sabe perfectamente que la belleza es directamente proporcional al sexo al ser inversamente proporcional a la distancia. La belleza sólo es importante a media distancia, no sirve para nada cuando la tenemos lejos, ni tampoco cuando la tenemos cerca y si somos miopes, mucho menos. Al sexo le ocurre todo lo contrario, es bueno y muy excitante si está lejos, tan lejos que no podemos practicarlo y es bueno también si está cerca, tan cerca que no tenemos más remedio que “hacerlo”. Pero hay una manera de conjugar y de unir ambos extremos, cerrando el círculo y haciendo que devenga virtuoso: subir a un avión y viajar más de doce horas para conseguir que lo que está lejos esté cerca. Tan fácil como eso. Cuando el vicio deviene virtud, el sexo acaba convirtiéndose en belleza y ambos en amor. No hay duda de ello, todo el mundo lo sabe y los profetas ya se encargaron de predecirlo cuando el mundo aun no había padecido ni siquiera el primer diluvio.

Según Warhol, la belleza y el sexo aunque diferentes comparten el tiempo, o más exactamente, la puntualidad. A más bellos más impuntuales y a más torpes en el sexo también. Se pasan o se quedan. El sexo es como la cocina, lo importante es el tiempo de cocción, eso que los italianos llaman “il dente”. Las mujeres saben perfectamente de lo que hablo aunque la inmensa mayoría de ellas no consideran jamás que eso sea algo que tenga que ver con su responsabilidad.

No es el caso que nos ocupa.

Él le había mandado la hoja de ruta, con los números de vuelo, los horarios, las llegadas y las salidas. Ella esperaba que él, efectivamente llegase, quería verlo bajar de aquellas escaleras, identificarlo con sólo la memoria retenida de unas fotografías. A su lado había un hombre mayor que también esperaba a alguien, su hijo. Al verla sola la interrogó curioso y ella le contó la mentira más obvia, estoy esperando a mi esposo, le dijo. No sé que pasó por la mente de aquel anciano, si la creyó o supo ver la verdadera mentira en sus ojos nerviosos.

El viajero que acababa de llegar también esperaba que ella estuviese tras aquellos cristales, no quería encontrarse tirado en un aeropuerto, decepcionado y con sólo las señas de un hotel en una ciudad desconocida. Tardó sólo dos segundos en verla y apenas uno en abrazarla a pesar de la oposición de aquella policía que trató de pararlo. Era mucho más guapa que en las fotografías. Una vez recogida la maleta ella llamó al auto que los esperaba para llevarlos al hotel. Allí, de pie, esperando, se miraron cara a cara, parecía que se hubieran conocido en otra vida. No estaban empezando nada nuevo, sólo lo continuaban. No pudieron esperar y ya se tocaron y se besaron. Cuando subieron al auto se olvidaron del mundo, gracias también a la comprensión del chofer que cumplió con su trabajo sin inmutarse, ni pedir explicaciones de ninguna clase por lo que estaban haciendo sus dos pasajeros.

Recuperaron el dominio de la situación al tener que registrarse en el hotel, pero una vez se instalaron en la habitación continuaron con lo importante, no sin antes haberle entregado ella a él un libro, bellamente encuadernado, de más de doscientas páginas con todos los correos escritos entre ambos en apenas dos meses.

En ellos había el poema de Aussias March “Veles e Vents” en el que el poeta, el viajero y el aventurero, afirma valiente que sólo teme a la muerte, porque ella es la única que puede con su poder separarlo de su amada, pues muerte y amor se anulan mutuamente.

Assias March estaba evidentemente enamorado para llegar a decir cosas tan bellas y tan tontas como esas. La muerte evidentemente lo anula todo, no sólo el amor, el odio también, el sol y la lluvia, las risas y las lágrimas. Todo eso son obviedades que dichas en boca de un enamorado no lo parecen, igual que tampoco lo parecerían si lo dijera nuestro filósofo de cabecera, Andy Warhol. Con ese encanto tan particular que tenía, esos granos de adolescente, ese flequillo británico de color platino, esa delgadez suya y esos ojos siempre abiertos y siempre sorprendidos por esa extraña y complicada simplicidad que la naturaleza de las cosas muestra a todos aquellos que se atreven a mirarlas con benevolencia y buena voluntad. La vida es rara y tan inevitable como la casualidad y la poesía.

Pero ellos ya no podían pensar en todas esas “filosofías”, ya no. La belleza lo inundaba todo, ahogando cualquier impureza, cualquier desorden. Todo estaba en su lugar y cada cosa en su sitio. El viento ya no soplaba, refugiado tras unas de las montañas más altas de la tierra, aquellas en las que el cóndor vuela majestuoso, esperando allí, respetuoso y cortés, el permiso que habían de darle aquellos dos amantes, para volver a barrer el mundo con su poder catastrófico.

jueves, 9 de octubre de 2008

El peletero/La habitación 601 (2)



26 Febrero 2007

Andy Warhol nos cuenta cómo un amigo suyo afirmaba sin dudar que las mujeres siempre buscaban en él, el hombre que no era, y eso era así a causa de las fantasías sexuales que esas mujeres tenían.

Andy Warhol también nos dice que según su parecer el sexo es un acto estrictamente nostálgico. Indudablemente tiene toda la razón al fundamentarse el sexo en el deseo, y éste en el vacío y en la nada que hay que llenar, so pena de morir en vida y permanecer así hasta el día que dejemos de estar vivos y nos convirtamos finalmente en muertos absolutos.

Las fantasías, sean sexuales o no, son indudablemente pura nostalgia al ser elaboraciones teatrales que representamos en el escenario íntimo de nuestra mente. Al igual que la poesía, ellas también intentan detener el tiempo. Si lo lograsen conseguirían calmar el ansia y las nefastas consecuencias del amor. Entonces ya no nos enamoraríamos y ya no buscaríamos erróneamente, como también afirma Andy Warhol, nuestras fantasías en aquellos que no se corresponden con ellas.

Stendhal coincide con Warhol cuando cree que el enamorado proyecta perfecciones en su ser amado. Proyecta fantasías y perfecciones. Las fantasías de perfección son elaboraciones adultas que provienen del hambre de la infancia en su afán por reducir la distancia que hay entre realidad y ficción.

El vació del estómago es equivalente al del cerebro, tal vez por eso Elías Canetti afirma en su “Masa y Poder” que la risa es un acto mental que requiere de los movimientos incontrolados del diafragma para masajear el estómago, calmándole así la sensación de hambre. Humor y sexo siempre han ido parejos aunque es justo reconocer que los grandes amantes no ríen nunca mientras “lo hacen”.

Ortega y Gasset, en su crítica a Stendhal nos dice que el enamoramiento es una patología psicológica que afecta al estado de atención de las personas, reduciendo el campo de visión en un margen tan estrecho que todo termina por difuminarse y en el que ya únicamente se visualiza al ser amado.

Es muy posible que eso sea verdad, en todo caso eso era lo que aquel viajero de barba blanca sentía al escuchar y ver hablar aquella mujer de ojos castaños, de sus últimos veinte años con el que hasta hace sólo cuatro días había sido su esposo, sentada y desnuda en una silla frente a él. El “efecto túnel” era tan potente, la atención era tan máxima que ni siquiera percibía ya su desnudez provocadora y distante, ni el olor profundo y potente que emanaban sus entrañas.

Las mujeres tienen una facilidad pasmosa para hablar del amor, como si fuera un amigo que las hubiera acompañado desde el día de su nacimiento y del que conocieran sus más íntimos secretos. Cuando sus actos las contradicen y las ponen en evidencia jamás tienen la sensación de decir lo contrario de lo que hacen, y afirman sin rubor que el amor es lo más importante que hay en la vida. Y ése, naturalmente, es su gran error.

Desnudo como ella y desde el otro lado de la mesa la oía hablar, seria y concentrada, de un amor de veinte años que a él le parecía la eternidad entera. Nadie puede salir vivo de eso, se decía a sí mismo. Sin embargo allí estaba ella, hablando desde la penumbra de la habitación, con una seguridad en sí misma que producía pasmo en su enamorado oyente. Su vida, decía, se cortaba en dos con su llegada, ¿tal cosa puede suceder?, se preguntaba el viajero. Hasta hacía pocos días él creía que no, que eso no era posible, no se puede cortar la vida en dos, si has vivido con alguien durante veinte años seguirás viviendo con él el resto de tu vida. No hay nada malo en ello, es un hecho incontrovertible de la naturaleza de las cosas y que uno debe saber para no equivocarse.

Él era un hombre solo, a pesar de tener familia, su alma le pertenecía solamente a él. Nadie podía presentar ningún título de propiedad sobre ella. El alma no se vende jamás, excepto al diablo, y las mujeres por supuesto no lo son, que más quisieran ellas que parecérsele; para lograrlo tendrían, no que mentir más, sino saber que lo hacen. Y aquella mujer que tenía delante hablaba como si fuera Dios, que nunca miente. ¿Es eso posible?

Él era, efectivamente, un hombre solo y hay que aclarar que en castellano, ser y estar, no son exactamente la misma cosa. Él no estaba solo, pero sí estaba ahora sentado y desnudo frente a una mesa, al otro lado de la cual había una mujer también desnuda que le contaba su vida y le hablaba de algo absolutamente incomprensible para una mente tranquila: entregar a otro tú propia alma. Eso, por supuesto, además de imposible, es simplemente poesía, más bien barata, vulgar y cursi. Pero ella, mujer culta, instruida y leída, parecía no darse cuenta o no le daba la más mínima importancia a ponerse en ridículo frente aquel hombre que acababa de amar. Hacía unos minutos había abierto su cuerpo para él y ahora le pedía como aquel que pide lumbre para su cigarrillo, su alma a cambio de la de ella. Así de simple y así de irremediable. Ésa parecía una de aquellas mentiras que parecen verdad de tan improbable que es que sean mentira. Nadie puede pedirle a otro tal cosa; entonces, si era una mentira más, ¿por qué lo hacía?, ¿qué quería ganar con ello? ¿Ella realmente creía que las almas se pueden entregar y poseer como se entregan los anillos?

Por más dudas intelectuales que uno tenga, cuando una mujer habla de esa manera es mejor callar y dedicarse a escuchar, y no solamente por respeto y educación. Cuando un hombre tiene la enorme suerte de encontrar tal misterio, es mejor que olvide sus prejuicios masculinos y se entregue decidido a ese placer de los sentimientos. Después que haga lo que crea conveniente. Puede prometer en falso, mentir, engañar y traicionar. Y naturalmente olvidarse de ella, olvidarse como se olvida la infancia y el recuerdo feliz de aquellos primeros años. Él lo tenía fácil, podía hacerlo sin mucho esfuerzo, la distancia lo ayudaría, muchos miles de kilómetros los separaban, países distintos, continentes diferentes, océanos entre ambos y vidas y obligaciones completamente desiguales. Sería fácil encontrar cualquier excusa, cualquier temor, cualquier suspicacia. Los pretextos son gratuitos, las evasivas son cómodas y las huidas, aunque cobardes, son prácticas. También puede suceder que sus temores se confirmen y la verdad acabe siendo una simple mentira. Si es así, aplaudiremos, esfuerzo en mentir al menos sí que lo habrá requerido.

Ortega afirma que el amor es una “creación”, como si fuera un género literario y que “enamorarse es un talento maravilloso que algunas criaturas poseen como el don de hacer versos...” Él había creído que no enamorarse consistía exactamente en lo mismo, que también era una creación, que era un “talento” que algunas personas, pocas, poseen. Él se sentía orgulloso de ello a pesar del rechazo social que las personas solas producen, estaba satisfecho de su estigma y lo mostraba presuntuoso a los demás. Entonces, ¿qué hacía allí, muy lejos de su casa, escuchando a esa mujer pedirle que le entregara su alma?, ¿para qué había ido?, ¿para qué se montó en aquel avión?, ¿por qué se estaban besando ya, nada más llegar, en el taxi que ella había alquilado para ir a recogerlo al aeropuerto cuando apenas habían intercambiado algunas palabras por teléfono y algunas fotografías?¿Tan importantes eran las más de doscientas cartas que ambos se habían escrito en únicamente menos de dos meses? ¿Tanto peso y valor tenían todas aquellas palabras impresas? ¿Qué estaba sucediendo?

De momento lo que sucedía era que anochecía y la penumbra de la habitación se iba convirtiendo lentamente en una sombra grisácea y mate en la que sólo resaltaba el brillo de la piel color canela de aquella mujer que no tenía vergüenza, que no regateaba cuando compraba, ni tampoco cuando vendía y que además sabía poner nombres a las cosas que no tienen nombre.

Naturalmente se acostaron otra vez, dejando que pasaran las horas en aquella oscuridad tenue, besándose y besándose hasta sólo ser capaces de ver la luz en la niña del otro.

lunes, 6 de octubre de 2008

El peletero/La habitación 601 (1)



24 Febrero 2007

Tenía colgada de las paredes de su cerebro aquella fotografía que no se atrevió a pedirle, y que jamás le pediría porque no hacía la más mínima falta.

Los ingleses acostumbran a decir mucho hablando poco. En lo fundamental, ésa es la característica principal de su humor que va más allá de la mera ironía. Cualquier sabio que se precie procura seguir esa norma al pie de la letra. En lugar de escribir libros voluminosos que al final nadie lee, y que ni el mismo autor es capaz de recordar qué escribió en ellos, prefieren decir lo justo y callar mucho. Otra regla fundamental para una lumbrera de renombre es decir obviedades. Esa es una manera elegante y práctica de crear una duda razonable sobre quién es más tonto, si el que habla o el que escucha.

Lord Chesterfield, le escribió unas cartas a su hijo, en el lejano siglo XVIII, procurando aleccionarle y alertarle sobre las cosas y los peligros de la vida. Es mundialmente conocida su descripción sobre el coito, memorable en su concisión mordaz. En tres cortas frases consigue definir eso que los humanos nos gusta tanto realizar acompañados. Lord Chesterfield dice del acto sexual que: “el placer es momentáneo, el coste exorbitante y la posición ridícula”. Sin duda no dice toda la verdad, pero lo que dice es cierto, aunque lo cierto de lo que dice no cambia nada y casi nada significa pues hombres y mujeres continúan haciendo aquello que más les gusta hacer, que es hacer el ridículo mientras nadie los mira.

El Kamasutra, como todo buen manual de gimnasia sexual, no nos indica de ninguna manera cómo hay que hacer el amor sin tocarse ni un centímetro de piel, sentados ambos en cada los lados opuestos de una mesa como hace el abogado con su cliente, o mejor, como hace el médico con su paciente antes de auscultarle y recetarle el más adecuado de los remedios para tan característicos y delicados males. Esa variante del acto sexual, puede parecer una aberración o una extravagancia para mentes del primer mundo, tan ligadas a la tradición también milenaria de sus países, pero nosotros podemos afirmar con conocimiento de causa que en los países latinoamericanos es una práctica apreciada y realizada con el refinamiento adecuado, y que nosotros naturalmente recomendamos con mucho fervor y entusiasmo.

Tampoco existe ningún tratado de baile que nos diga cómo hay que bailar un bolero en posición horizontal, con ambos bailarines abrazados y acostados en la cama, si bien este último requisito de la cama no es obligatorio pues se puede practicar perfectamente en el suelo. Éste, es para nosotros un déficit intolerable en nuestra civilización, que no es capaz de imaginar que el vuelo de las aves es precisamente eso, un bolero en posición horizontal. Para nosotros que ya hemos escrito alabanzas a la abstinencia sexual, a la inmovilidad extática, al silencio santo, al sexo sin caricias, no podemos más que maravillarnos ante la danza quieta. Nadie sospecha su intensidad, la altura de su cima, la dulzura de su melodía y el frenesí de su ritmo. Sólo los grandes amantes, los más dulces bailarines y, curiosamente también los nadadores de fondo, los de largas distancias, saben el secreto del loro, así lo llaman los expertos, “el secreto del loro”, no sé por qué.

Asimismo, por más que busquemos tampoco encontraremos ningún consultor matrimonial ni sexual que nos señale la forma de hacer el amor por correspondencia. Esas ya son prácticas que únicamente los grandes expertos pueden realizar y llevar a término con éxito. No hablamos de sexo por teléfono, webcams o cosas parecidas, no, hablamos de la correspondencia clásica, de la siempre practicada y vieja relación epistolar. Aunque puestos a ser tolerantes aceptaremos el correo electrónico actual, pero nada más. Pues bien, no hallaremos ningún escritor, ni profesor de escritores que sepa decírnoslo, pues ni siquiera ellos saben hacer tal cosa, excepto escribir narraciones eróticas, ésas que los que quieren hacerse el gracioso dicen que se leen con una sola mano.

Stendhal, el más romántico de todos los que han escrito sobre un papel y que dedicó toda su vida a tratar de averiguar qué diablos es eso del amor -y que incluso escribió un libro dedicado a él, titulado con muy poca originalidad “Del Amor”- no tenía ni la más mínima idea de lo que hablaba, al ser, desgraciadamente, un hombre que se pasó toda su vida enamorado del Amor y no de una mujer de carne y hueso. Aunque tal vez fue porque pensaba, precisamente, que las mujeres podían tener carne, pero no huesos. Naturalmente ese es un error grave, imperdonable, sabiendo como todo el mundo sabe que a las más hermosas y valientes de entre las mujeres, tarde o temprano se les rompe una rodilla.

El pobre Stendhal, después de escribir páginas memorables de la Literatura Universal, sólo llego a pergeñar algo verdadero al afirmar que “un buen razonamiento ofende”. Tal vez si hubiera hecho una elipsis desde esta afirmación como punto de partida, habría conseguido entender algo de lo que hay en el fondo del pozo romántico al que muy pocos se atreven a descender (pues de descenso se trata y no de ascenso), para cambiar su alma por la de otro ser como ellos. Y que como es fácil suponer esa es una de las múltiples, variadas, y no precisamente la más divertida forma de morir, y la única manera, eso sí, de resucitar.

Todas estas cábalas le rondaban por la cabeza en el avión que le traía de vuelta a casa después de haber ido hasta las antípodas y regresar a su casa habiendo atravesado valles, escalado montañas, penetrado en cuevas, hollado selvas y bosques, nadado en ríos, mares y océanos. Todo ello en una semana escasa, mientras, y al mismo tiempo, había logrado también abrir un consultorio médico donde había conseguido desarrollar y poner en práctica nuevas terapias y remedios para patologías frecuentes pero contumaces. Además, y aunque parezca mentira, había logrado inventar también una nueva mascarilla facial rejuvenecedora, de éxito probado y suficientemente testado y asimismo una magnifica cera para muebles, de madera tropical si es posible.

De vuelta a ese hogar lejano, y mientras el avión le zarandeaba como una coctelera, iba recordando la Harley Davidson que había dejado de regalo a unos indígenas a cambio de un triple anillo aborigen. Le habían afirmado que ese anillo tenía un gran poder y que funcionaba al revés del anillo protagonista de las novelas de Tolkien. Éste, el que él llevaba en el dedo meñique de su mano derecha, te volvía invisible si te lo quitabas, no si te lo ponías. Naturalmente él no trató jamás de hacer tal prueba por una razón bien simple, si fuera cierto no sería capaz de ver los dedos de sus manos y no podría volver a insertar el anillo en ellos y se quedaría el resto de su vida invisible. Mucho peor que ser ciego y no ver, es que no te vean.

Y así, con tranquilidad, a ratos con sueño y a ratos despierto y siempre añorado de su semana inventora y aventurera, iba pensando en todas esas tonterías y repasando con interés las anotaciones y las muchas fotografías que había tomado. Él ya sabía que faltaba una, aquella que no se había atrevido a pedirle y que jamás le pediría, pero que ya colgaba irremisiblemente de las paredes interiores de su cráneo y de aquella habitación de hotel número 601, para el resto de su vida.

jueves, 2 de octubre de 2008

El peletero/Cristian Dior



3 Febrero 2007

Christian Dior recolocó todas las piezas que conforman el cuerpo femenino en el lugar que les corresponde. Lo reordenó de tal manera que consiguió que las piernas sustentaran el tronco, que en su parte inferior estuviera la cadera, con su vientre delante y sus nalgas detrás, luego la cintura, el estómago, el pecho y los hombros. Que de ellos salieran los brazos y que sostuvieran también la cabeza. Exactamente igual que la distribución que las mujeres tienen al nacer.

El cuerpo del hombre tiene tres anclajes que lo sujetan al suelo, las mujeres cuatro. Esos amarres los retienen impidiendo que alcen el vuelo, o peor, que las partículas que conforman su masa corporal, se volatilicen como el polen de las flores.

Los del hombre son: la cabeza, los hombros, y la cintura, justo cinco centímetros por encima de la cadera. A la mujer le hemos de añadir el de los pechos. Que ellas posean un asidero más y que sus caderas sean más pronunciadas, indica claramente su condición terrenal poco propensa a los desvaríos etéreos. Aunque ensoñadoras y curiosas, ellas no llegan a indagar qué hay más allá del horizonte.

Esa morfología, aunque menos musculosa, las compacta más. El cuerpo del hombre puede ser dibujado, las mujeres se esculpen solas. Gastronómicamente hablando, pues las mujeres también son seres comestibles como todo el mundo sabe, no son una sopa ligera, son un caldo espeso, seguramente de tubérculos. Esos interesantes vegetales-topo nos indican sin retórica que la propensión femenina fundamental es la espeleología. Tal vez por eso las profesiones en las que más destacan son la psicología y la medicina, especialmente la psiquiatría y la cirugía. Las estadísticas también afirman que son muy hábiles en la ingeniera de minas y túneles. En esas profundidades demuestran ser excelentes excavadoras de cuerpos y de almas. Y para hacerlo, y hacerlo conforme como ellas lo hacen, se necesita tener muy bien amaestrada la capacidad de prestar atención a una sola cosa. Eso que se llama “efecto túnel” y que experimentan los ebrios, los moribundos y los enamorados.

Christian Dior, tal vez por ser homosexual, o al menos por ser soltero como Balenciaga, o por ambas circunstancias al mismo tiempo, tuvo la suficiente sensibilidad para darse cuenta de todas esas cosas por sí sólo, sin necesidad de tener que escuchar las opiniones de los demás y mucho menos las de las propias mujeres, que ignoran sin saber que lo ignoran, los pormenores de su condición. Esa es una circunstancia que no las desmerece en absoluto, todo lo contrario, pues es un requisito fundamental para afrontar la responsabilidad de dar a luz a través de esas anchas caderas que Christian Dior supo mirar y pensar tan acertadamente.

La cintura es el centro de gravedad visual y estético del cuerpo humano. Las mujeres presentan más desarrollada que los hombres esa modulación anatómica. En ella, el ombligo se convierte en el “ónfalos, la yema a la que se accede a través de los orificios corporales y la coronilla craneal. A lo largo de la historia ese centro de gravedad ha sido alterado por convenciones culturales y prejuicios morales y estéticos, desplazándose a través de la anatomía humana hacia arriba o hacia abajo, anclándose, según el caso, en cada uno de los descansillos que va encontrando la mirada. La importancia poética y fisiológica de ese plexo llamado cintura, queda demostrada también en los artilugios mecánicos que, a modo de armaduras medievales, llegaban a modelar seres más cercanos a los cyborgs o robots que a las bellas hembras de nuestra especie. Miriñaques, crinolinas, polizones, corpiños, cotillas y fajas, que elevaban pechos, aumentaban las caderas y constreñían la cintura hasta extremos tan imposibles como lo hacen hoy los implantes y arreglos de la cirugía estética, de una belleza y sensualidad igualmente estereotipadas.

Los burkas, los pañuelos, las mantelinas, todas ellas y otras, reposan en la cabeza, como los sombreros y turbantes. Las capas y las túnicas en los hombros. La “moda imperio” que vistió a la corte de Napoleón, descubrió el pecho como la plataforma ideal para descolgar el peso formidable de un bello y etéreo vestido de gasa. Las faldas y los pantalones naturalmente surgen de la cintura, desde ella se proyectan y de ella obtienen su carácter y personalidad.

La cintura, es el lugar donde se produce la inflexión formal, el rasgo característico de la silueta del ser humano. Es aquello que nos permite reconocer el perfil de nuestra sombra y así saber que ella es nuestra y no pertenece a otro ser. Este descubrimiento es tan importante como el reconocimiento de sí mismos que hacen los humanos y alguna que otra especie animal frente al espejo. Lo que no sabemos todavía es si éstos son capaces de reconocer su propia sombra o se asustan de ella como “Bucéfalo”, el caballo de Alejandro.

Hemos dicho que la cintura es una marca de fábrica del homo sapiens, y la de las mujeres demuestra de forma científica su ventaja frente a la de su pareja masculina. La dispersión emocional y la euforia descontrolada que el mundo vivió en el periodo de entreguerras, los denominados “felices años veinte”, produjo una deformación patológica en esta cintura femenina que consistió en colocar el centro de gravedad por debajo de las nalgas, a medio camino del pubis y las rodillas. Los mismos movimientos del “Charlestón” son una consecuencia directa de tal despropósito.

La guerra y sus necesidades vitales masculinizaron la moda femenina, militarizando los vestidos y ensanchando los hombros. La civilización hubo de esperar al final de la contienda para ver aparecer un genio que, aunque gordo y físicamente más parecido a una pera que a una zanahoria, supo ver con sus ojos privilegiados el orden de las cosas visuales, que es como decir del mundo entero. Christian Dior, desde París, inventó el “New Look”, lo cual demuestra sin embargo, que no era perfecto, pues si bien sabía vestir y mirar a las mujeres, no sabía poner nombres a la cosas y dejó que Carmel Snow, la directora de la revista norteamericana Haper’s Bazaar, bautizara su invento con un neologismo que hizo fortuna.

Christian Dior fue un “hombre-mujer”, particularidad tan prometedora y fértil, como también lo fue Coco Chanel, una auténtica “mujer-hombre”, pero ésa es ya otra historia.