89. Vincent (II)
La poesía de Vincent  Van Gogh se halla en su trabajo cotidiano, en el coraje que llena cada  día de su vida. ¿Cómo debo pintar una figura?, ¿qué color tiene el trigo  alto?, ¿dónde termina la línea del dibujo y empieza la pincelada? 
Su  verdad la encontramos en ese esfuerzo permanente y constante por  pintar, aprender y aprehender. Formas, sombras y colores, el mundo  entero, cosas, personas y animales, todo cabe en sus ojos, lomas, cielos  y casas, cada rincón merece ser mirado, habitaciones y caminos, mesas y  jarrones, crepúsculos, amaneceres y noches estrelladas. 
Flores, árboles, amigos y vecinos, nubes y soles.
Vincent aprende y su aprendizaje, que no cesa ni decae nunca, nos enseña a todos. 
Sus  lecciones están en su propia vida y, sin duda, en sus obras, escritas y  pintadas, en sus cartas a Théo, el mejor nombre para un hermano. Con él  a su lado no necesitaba a Dios, ni él ni Théo, ninguno de los dos.
Vincent  Van Gogh fue un hombre bañado y ungido por el bien. En él encontramos  una de sus múltiples y variadas encarnaciones, una figura humilde y  encendida. Su suicidio, su incapacidad honesta para aportar pan a su  casa, para tener esposa, para formar su propia familia, para conseguir  dinero y ser autosuficiente. También la dependencia vital y económica de  su hermano, la búsqueda sin descanso del color y la forma, de la luz y  de las figuras como si fueran una parte de sí mismo, extraviada y  perdida, lo convierten en un bendito, en un hermano de Jesús, en uno de  los ruiseñores que Atticus Finch nos advierte que no debemos matar. Sin  embargo, “Bendito de Dios” en ningún caso significa ser un inocente, un  ingenuo o un cándido, Vincent no lo fue, siempre supo cuál es la diferencia entre el bien y el mal, su obra, la pintada y la escrita, son la prueba.
¿Qué nos enseñó Van Gogh?
La respuesta la han dado muchos, entre ellos Hugo von Hofmannsthal:
“Me  sentí como asaltado por el milagro increíble de su fuerte y violenta  existencia... Cada árbol, cada franja de tierra amarilla o verduzca,  cada seto vivo, cada camino excavado en la colina pedregosa, la jarra de  estaño, la escudilla en la tierra, la mesa, la butaca rústica, era un  ser recién nacido que se alza ante mí, saliendo del espantoso caos de la  no-vida, del abismo del no-ser y yo sentía, no, yo sabía que cada una  de estas criaturas había nacido de una duda horrible que desesperaba del  mundo entero, que su existencia era testigo eterno del odioso abismo de  la nada... Yo sentía por doquiera el alma de aquél que había hecho todo  eso, quién por esta visión se daba una respuesta para liberarse del  espasmo mortal de una duda espantosa”. (Hugo von Hofmannsthal, carta del  26 de mayo de 1901 en “Escritos en prosa”)
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89M
-“¿No quieres hablar de “Las Meninas”? ¿Por qué? Me da igual, yo prefiero hablar de Pollok o de ti, es mucho más sencillo. 
¿Y del “Jardín de la Villa  Médicis”?  ¿Tampoco quieres hablar de él?, es un cuadro de muy poco tamaño, es  pequeño. ¿El tamaño es importante? Es imposible pintar en tan poco  espacio el mejor paisaje de la historia. Pero él lo hizo. ¿Qué sucedió  este verano pasado en El Prado?” (La madeja. Cartas a un amigo.)
89H
-“¿Qué por qué no quiero hablar de Velázquez?, ¿qué por qué no quiero contarte qué sucedió en el Prado este verano? 
Un  año antes, en una playa de la Barceloneta, unos japoneses adolescentes,  me pidieron que les hiciese una fotografía, tras ellos, a unos cincuenta  metros y cerca del agua, había unos monstruos mecánicos del  Ayuntamiento, llenos de luces intermitentes, rojas y amarillas, que, con  gran estruendo, limpiaban la arena levantando mucho polvo.
Era  de noche y era muy tarde también, en el cielo planeaban aeroplanos por  encima del mar como si fueran “demoiselles”, y un amigo del alma me  hablaba de los amores platónicos de su esposa con otros hombres.” (El hilo. Cartas a una amiga.)



