martes, 17 de junio de 2008

El peletero muerto



8 de junio de 2006

Desde que estoy muerto sé que aunque el cuerpo es poca cosa, menos es nada, Cuando estás vivo sabes poco de algo, pero muerto lo sabes todo de nada. Eso no es sabiduría, es el olor del tiempo y de la terrible belleza de su umbral desvanecida definitivamente. Estar muerto es una mutilación absoluta e irreversible. La nada es transparente, ansiosa y depredadora y nosotros, invisibles y muertos, somos su presa que huye desesperada.

Hay más peleteros muertos que vivos. Muchos más. Esta es una simple obviedad y constatación demográfica. No tiene ningún otro significado que el de llevar con más o menos precisión una contabilidad absurda y fiable. Un recuento de entradas y salidas. Los vivos son el saldo resultante, más menguante que creciente, pero positivo, aun no estamos en números rojos. Por otra parte, en demografía son imposibles los números rojos a no ser que creamos en fantasmas.

Estas consideraciones se refieren a nuestro mundo, al oeste del Volga. No nos atrevemos a incluir a la República Popular China, si lo hiciésemos la curva descendente se convertiría claramente en ascendente, se levantaría erecta en una casi vertical obscena. China, con su enormidad, trastoca todas las estadísticas y hace imposibles análisis rigurosos y predicciones verosímiles. Allí todo es demasiado y todo es demasiado rápido. China es inabarcable, es un recipiente excesivamente colmado de humanidad.

El último peletero muerto que conocí tuvo la virtud de ser un señor, un caballero y un maestro para los que pudimos conocerle vivo. Aprendió el oficio de un judío rumano que como todos ellos en aquellos años tan peligrosos había salvado la piel por los pelos. Mucho tiempo después este judío rumano se reventó el cráneo de un disparo por culpa de las deudas de juego. De millonario, a la ruina total y al féretro de madera barata, pero ésta es una historia que ahora no viene a cuento.
Mi último peletero muerto se emancipó pronto de su jefe rumano y abrió casa propia por su cuenta y riesgo. Su habilidad y el don natural que demostraba en este viejo oficio resultaban extraordinarios. Su gusto ordenado y sencillo, pronto le convirtieron en un referente muy admirado, a pesar de su juventud, al igual que sus cabellos blancos a la pronta edad de veinticinco años hicieron de él un clásico reputado.
Sus colecciones siempre fueron de una elegancia sencilla y su técnica era tan magistral que las líneas rectas se curvaban y las curvas se enderezaban de una manera imposible y prodigiosa. Su fundamento siempre fue su buen trabajo, su buen gusto y una mirada clara. Con estos instrumentos construyó obras bellísimas, de una sencillez y complejidad sin igual.

A esta claridad su hijo le puso una sombra, un descanso, un error. Tan inteligente y hábil como su padre, entendió, en cambio, que no existe ninguna vertical, ni, como dicen los persas, ninguna alfombra perfecta. Sus horizontales eran las olas del mar y sus verticales la lluvia que cae. Sus hermosas piezas tenían y aun tienen un estigma, una herida que jamás puede dejar de sangrar al igual que las olas no pueden dejar de danzar.

Ese fue el fundamento y penitencia de su hijo y heredero, también un joven de cabellos prematuramente blancos, el error premeditado que altera la mirada y la secuestra.
La nada no tiene lados ni esquinas, ni algo que merezca ser aguantado ni sostenido, pero aunque no tenga horizonte ni suelo no esta vacía, está abandonada. Los muertos caemos sin cesar y nuestro tormento es saber que no hay fondo.