miércoles, 22 de febrero de 2012

El peletero/Teodoro Van Babel (14)


Teodoro Van Babel

14.
El paraíso.

¿Si el Paraíso no es ninguna quimera la Naturaleza lo es? Muchos sabios aseveran que es una invención, un acto artificial, filosófico y mental, justo por necesario, y el más arriesgado pues sin ella no somos nada, no somos libres.

Madame de la Rochefoucauld afirmaba que el sexo es un hecho moral porque se practica acompañado aunque se viva en solitario. Su mayor o menor grado de virtud dependerá de lo que se obtiene a cambio de lo que se da, aunque a veces no se logre nada habiéndolo entregado todo, o todo se quiera no dando nada. ¿Dios nos otorgó su libertad y nosotros le ofrecimos nuestra necesidad?, ¿mal trato?, ¿para quién? El sexo es una forma rara de vislumbrar ese paraíso más narcótico que revelador, un no lugar en el que no se puede vivir fuera del corto instante de placer.

Eva transformó el Edén en Naturaleza al descubrir su muerte cierta en los ojos y la carne de Adán y exigió a Dios la verdadera libertad de elección, para ello inventó el sexo y asumió su derivada más importante, el amor con sus consecuencias que no son otras que saber, como saben todos los verdaderos amantes, que morirán y que lo harán juntos.

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“En el faldón triangular del muro que acabo de mencionar, por encima del hondero y del bote, vemos pintada una de las frecuentes escenas etruscas del banquete de los difuntos. El muerto, lastimosamente borrado, se halla reclinado en su canapé, apoyado sobre un codo, con el chato cuenco de vino en la mano; junto a él, también semirrescostada, se encuentra una hermosa y enjoyada dama lujosamente ataviada, que posa aparentemente la mano izquierda sobre el pecho descubierto del hombre y le ofrece con la distra la guirnalda, como una festiva ofrenda femenina. Detrás del hombre hay un joven esclavo desnudo, de pie, tal vez un músico, mientras otro siervo llena una jarra con vino que extrae de una ánfora que está a su lado. Junto a la dama vemos una doncella que, al parecer, ejecuta la flauta, porque era costumbre que una mujer tocara dicho instrumento en los funerales clásicos. Más allá están sentadas otras dos jóvenes con guirnaldas, una mirando a la pareja central del banquete, la otra de espaldas a todo. al otro lado de las doncellas, en el rincón, hay más guirnaldas y dos pájaros, quizás palomos. Sobre la pared, detrás de la cabeza de la dama, hay un objeto incierto que podría ser una jaula.

La escena es tan natural como la vida misma, pero, no obstante, posee una pesada y arcaica plenitud de significado. Es el banquete de la muerte y, al mismo tiempo, constituye el banquete del difunto en el otro mundo, pues para los etruscos ése era un lugar alegre. Mientras los vivos se recreaban al aire libre, junto a la tumba del muerto, éste, a su vez, se deleitaba de igual modo junto a una dama que le ofrecía guirnaldas y esclavos que le servían vino, en la otra vida. Porque siendo la vida sobre la tierra tan agradable, la existencia debajo de ella no podía ser más que una continuación de aquélla.

(“Paseos Etruscos”. D. H. Lawrence, 1927)