sábado, 10 de enero de 2009

El peletero/El colibrí y las muchachas en flor (2)



23 Agosto 2007

Y así… hablando y conversando con esa especie de nevera, deslizándose y resbalando sobre un hielo lleno de arrugas, surcos y grietas pasó de la belleza dorada de Gwyneth Paltrow y de Peggy Lee a los cabellos negros de esa mujer belga, que casualmente se debía parecer, cuando era algo más joven, a la hija de John Houston.

En la versión cinematográfica que éste realizó de la obra de James Joyce “The Dead”, su hija, Angélica Houston, también pierde la noción del presente bajando unas escaleras al oír cantar la vieja balada irlandesa, The Lass of Aughrim. Cuando su marido se atreve más tarde a preguntar, sólo le resta contemplarla con dulzura, y decirse casi para sí, mirando por una de las ventanas de fríos cristales del Hotel Gresham de Dublín:

¿Cuánto tiempo guardaste en tu corazón el recuerdo de la mirada de tu amado cuando te dijo que ya no quería vivir?"

La respuesta de ella poco importa, es mucho mejor volver a oír la canción y dejarse transportar por su infinita tristeza.

If you'll be the lass of Aughrim
As I am taking you mean to be
Tell me the first token
That passed between you and me


O don't you remember
That night on yon lean hill
When we both met together
Which I am sorry now to tell


The rain falls on my yellow locks
And the dew it wets my skin;
My babe lies cold within my arms;
Lord Gregory, let me in


Después de todo ello poco más puede uno decir, excepto lo que James Joyce puso en boca del marido.

"Sí, los periódicos tenían razón: la nieve se extiende por toda Irlanda..."

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Pero tal vez sí que algo más se pueda decir o recordar: oír a tu madre cantar.

Cuando era un niño, mi madre, me cantaba la canción del ladrón, yo siempre lloraba y llorábamos todos al oírla, ella misma, mi hermano y también mi padre, los cuatro. El estribillo nos llegaba al corazón y nos lo rompía antes de tiempo, siempre a deshora, siempre demasiado pronto. Era toda una premonición.

Quan he tingut prou diners,
He robat també una nina,
L’he robada amb falsedat,
Dient que m’hi casaria.


Adéu Clavell morenet!
Adéu estrella del dia!


Cuando tuve bastante dinero,
Robé también a una niña,
La robé con falsedad
Le dije que me casaría.


¡Adiós clavel morenito!
¡Adiós estrella del día!


A la mañana siguiente, temprano, oíamos a nuestro padre cantar y desafinar en la ducha y veíamos a nuestra madre contenta preparando el desayuno.

Ahora.

Desde mi casa veo la ropa tendida de mis vecinos secándose rápido cuando el clima es seco, sopla el viento o alumbra el sol. A veces también los veo a ellos, entrando y saliendo, laboriosos o indolentes.

El patio interior de la isla de casas donde se halla la mía, es un triángulo equilátero perfecto, y yo vivo en su hipotenusa, que casi se orienta al Norte virando ligeramente al Oeste.

Mi casa tiene un suelo de baldosas de color salmón con figuras abstractas de color blanco. Siempre descubro nuevas imágenes y rostros; algunos son viejos conocidos, otros en cambio me visitan por primera vez y se van tan rápido cómo han llegado. Mi suelo parece un cielo nublado, desordenado, siempre dudando entre la sequía o la lluvia.

A partir del mediodía entra el sol sin pedir permiso, ni con mil cortinas puedo evitar que lo haga y a él parece que no le importe mi opinión. Si tuviera ropa tendida sería de gran ayuda, pero en mis tendedores no hay ni un triste calcetín agujereado secándose.

Si lo hubiera, seguramente no tendría par.

En mi casa conservo una caja de bombones belgas, vacía de bombones belgas. Es de hojalata y de color rosa. En ella guardo un parchís minúsculo, un mechero a gas sin gas, unas piedras de playa pintadas por una niña que ya es una mujer. Unas cuantas conchas de colores marrones mezcladas con un montón de monedas de varios países, la mayoría de ellas ya no deben ser ni de curso legal.

En esa caja también guardo en sus puros huesos una garra despellejada de visón. Y un viejo número de teléfono escrito en una servilleta de papel al que nunca llamé.

- ¿Tienes ahí bombones?

- Hace mucho que se terminaron, exactamente 35 años.

- Cuando todavía existían las dolicocéfalas rubias, ¿verdad?

- Sí.

- Yo soy una de ellas, ¿no te has dado cuenta

- Tú eres un simple aparato de aire acondicionado que habla, nada más

- ¿Simple aparato?, ¿no sabes que producir frío no es lo contrario que producir calor?

- Sí, lo sé, no es lo contrario.

- ¿Qué es entonces?

- No es lo contrario, es lo mismo.

- “Allô allô: on demande monsieur Théodore Zweifel au teléphone.

La telefonista le abrió el locutorio número dos y le entregó el receptor.

- Soy Teodoro Zweifel –dijo cerrando tras él la acolchada puerta.

- Y yo soy Giudi Olper. Este nombre no le dirá a usted nada. Giudi Olper, veinticinco años, casada, muy pronto divorciada, piloto aviador con setecientas horas de vuelo. Hablo cuatro idiomas, (…) No tengo ningún amante, no tengo necesidad de dinero y quiero conocerle a usted.

Teodoro formuló la más obvia de las objeciones y la joven explicó:

- Es muy sencillo. Le he hecho seguir por las calles de Ostende (…) Le estoy siguiendo a usted desde hace veinticuatro horas. Responda: ¿me permite conocerle o no?

- Sí –respondió Teodoro Zweifel, al cual no desagradaba aquella insólita coyuntura. Y preguntó-: ¿Dónde y cuándo?

(“Dolicocéfala rubia”. Pitigrilli)