8 Julio 2009
20. De cómo los finales no son nunca ningún principio.
Daniel y Ángela estuvieron casados algo más de 10 años. Ella tuvo un hijo, un varón al que llamó Miguel, como su padre adoptivo, el marido de la tía que la crió. A los 8 años ingresaron al muchacho en un internado. Lo veían en vacaciones y por Navidad.
Daniel, igual que su padre, falleció en un accidente de automóvil. La autopsia reveló que instantes antes había sufrido un infarto, y que seguramente ésa era la causa del accidente. Se salió de la carretera en una recta que parecía no tener fin.
Ángela vendió la casa de la ciudad, el chalet de la costa, su participación en el negocio de su esposo, y otros bienes y acciones que poseían en diferentes empresas. Y se instaló en la casa donde se había criado con su tía, y el marido de su tía, en un pueblo que no tenía nada de especial, al menos no para los que no habíamos nacido allí, y eso es siempre tener muy poco.
Las malas lenguas cuentan que en el patio quemó muchas fotografías y que en ocasiones viene alguien a visitarla. He pensado que tal vez sea su hijo, pero no puedo asegurarlo, puede ser otra persona.
El día del funeral de Daniel me encontré con su primo, el detective. Me acerqué y le pregunté sin miramientos por qué lo había seguido en aquella época ya remota, qué buscaba y quién le pagaba por hacerlo.
Me miró muy sorprendido. ¿Qué dices?, me preguntó.
No se pregunte cómo lo sé, le interrumpí, respóndame, se lo ruego.
Hizo un gesto. Tuve la sensación de que iba a responderme de inmediato, pero no dijo nada. Se me quedó mirando atónito, me dio la espalda para irse cuando vi que dudaba. Se giró y me soltó de sopetón:
Cristina, fue ella quien me pagaba, quería saber qué hacía él, si la engañaba con otra. ¿Lo supiste por ella?, me preguntó.
En lugar de responderle le pregunté de nuevo si era Ángela la muchacha que también había investigado por cuenta de Daniel, colocando cámaras de vigilancia secretas para atrapar al ladrón que tenían en la oficina, aquel que empezó robando lapiceros y terminó con portátiles. ¿Descubrieron quién era?, ¿era Ángela?, le pregunté, ¿o era otro?
¿Por qué quieres saber todo eso?, ¿cómo sabes estas cosas?, ¿con qué derecho me preguntas?, me espetó, esta vez enfadado.
Yo era amigo suyo y algún derecho tengo, ¿no?
Puede que tengas alguno, me respondió más calmado, pero no hay ningún juez que te lo garantice. Además, todo eso no tiene importancia, son cosas de matrimonios, de hombres y de mujeres, tonterías de ésas, líos de camas, ya sabes, sexo y dinero, empresarios que se imaginan que les roban el pan de cada día, y mujeres que no saben relajarse, nada importante, nada que deba saberse.
No sé si no sabía nada, si sabía mucho o poco, o si bien sabía lo suficiente o lo necesario. No lo he sabido nunca, nunca he sabido exactamente qué sabía yo mismo, como tampoco he sabido si había algo que saber. En aquel momento lo único que sabía de cierto es que no hay ninguna recta que no termine en una curva.