miércoles, 10 de septiembre de 2008

El peletero/Mis cinco hombres



27 Diciembre 2006

En casa de mi tío era la reina, la dueña y la señora del castillo. Tenía mi propia habitación y llaves de la casa. Cuando mis padres me perdían, ya sabían donde encontrarme. Oficialmente hablando siempre fue mi segundo hogar, porque en realidad yo siempre lo consideré el primero, desde muy pequeña ya fue así. Aquella era mi casa y mi tío era mi pareja, en el sentido que era mi igual, mi doble. Yo mujer, él hombre, yo joven, él maduro, yo alumna, él maestro. Los dos estábamos hechos de la misma materia y los dos intuíamos las mismas cosas. Nunca me sentí tan segura y tan poderosa como cuando de muy niña me abandonaba en sus brazos y le robaba su olor en cada respiración. Él me perfumó, y con él aprendí a mirarme sin necesitar un espejo, sus ojos siempre fueron los míos. A su lado supe qué era no tener miedo y a su lado supe también que nadie me podía tocar. Sus esporádicas amigas y amantes también sabían lo que tenían que hacer cuando me veían entrar por la puerta: irse pronto, aquel reino tenía una reina muy celosa.

Todos mis amantes no entendieron jamás que yo les abandonara durante días o semanas sin dar explicaciones. Protestaban como niños mal criados, todos creían poseer algún derecho sobre mí y sobre mi tiempo. Todos menos uno. Fue el único que entendió que el placer que su sexo me proporcionaba desaparecía con una buena ducha de agua caliente. Tampoco hizo falta decirle dos veces, ni una, que aunque mis jadeos en la cama fuesen más altos y abundantes que los suyos, no significaba que mis carcajadas también lo fueran, todo lo contrario, yo siempre me he reído poco y en silencio. Por eso me gustaba verle sonreír con su carita de niño travieso. Por eso también decidí que fuera el padre de mi hijo. No podía permitir que cualquiera me robara esa sonrisa. Naturalmente le pedí permiso. Su respuesta fue un gesto premeditado y estudiado, imposible de describir, que acabó en un beso suyo y que yo acepté y devolví agradecida.

A mi padre le costó aceptar mi relación con su hermano y mi maternidad más o menos solitaria, pero el pobre hombre hizo el esfuerzo para comprenderlo. Siempre supo que el suyo era un papel de reparto, aunque naturalmente quería ser uno de los protagonistas. Lo fue cuando envejeció, cuando perdió el habla y la memoria, cuando ya no pudo controlar sus esfínteres. Entonces sí, entonces se convirtió en el personaje principal. Hasta que murió. Cuando dejó de ser dueño de sí mismo fue cuando lo amé. Hubiera matado por darle un recuerdo, aunque fuera falso, aunque no fuera suyo, aunque fuera pequeño, un recuerdo que conservara para siempre aquella sonrisa que se le formó en su boca sin dientes. La sonrisa más bonita del mundo.

Mi hijo fue mío hasta que él quiso. Demasiado pronto me dejó para irse con su padre. Fue algo que no me esperaba. A los hombres siempre los había escogido yo, ellos sólo asentían, aceptaban un hecho consumado. Mi hijo fue el primer hombre en dejarme, nunca creyó que tuviéramos algo que decirnos, buena educación y poco más, bueno, y también un poco de cariño. Su padre no era precisamente su amigo, ejercía de padre, lo cual no era ningún impedimento para tenerse absoluta confianza y una total lealtad.

A uno lo parí yo, otro me parió él a mí. A un tercero lo adopté y el cuarto fue él quien me adoptó. ¿Y el quinto?, al quinto lo maté. Bien, no exactamente, murió por mi culpa. Al menos eso es lo que siempre he pensado. Murió en un accidente de automóvil después de haber pasado casi toda la noche conmigo. Era ya muy tarde cuando le pedí que se fuera, todavía no había amanecido, era invierno, había llovido y las carreteras estaban heladas y, lo peor de todo, él era mucho mayor que yo. No debía conducir de noche aquel viejo auto que como él tampoco se resignaba a jubilarse. Yo era muy jovencita, pero sabía el riesgo que corría, lo sabía y dejé que se fuera. Ya empezaba a estar cansada de aquella relación con mi profesor. Sí, lo era, era uno de mis profesores y yo una de sus alumnas. De golpe, de repente, lo vi viejo, casi anciano. Me sorprendí a mi misma, ¿cómo podía haberme gustado un hombre así? Había que terminar aquella relación, rápido. Él se había enamorado de mí y eso era un engorro, una molestia. Sentía vergüenza. Había que echar lastre como fuera. Vete, sal de mi casa, le dije y lo pensé, juro que lo pensé, se va a matar. Y se mató.

Ellos han sido mis cinco hombres. Mis cinco mujeres merecen un relato aparte, una de ellas acaba de nacer, es mi nieta. Mi hijo dice que quiere ponerle mi nombre, debe tener remordimientos de conciencia por su desafección hacia mí, bien, que lo haga, me gusta, yo por mi parte procuraré ser una buena abuela, ya es hora que tenga una alumna. Le enseñaré cómo hay que tratar a los hombres. Es curioso, mi hijo, el único hombre que necesité de verdad, fue el único que me abandonó y ahora, al cabo de los años, regresa con mi nieta en brazos. Debo de haberme hecho vieja.