9 Enero 2009
Unos días después me encargué personalmente de transportarla al que debía ser su nuevo hogar por un tiempo indeterminado. Hacíamos una pareja curiosa los dos. Yo con mi obesidad y ella, a causa de los sedantes que le habíamos suministrado, con su esbeltez de modelo de pasarela morbosamente lánguida o muerta de sueño.
El “internado” donde la encerramos era de unos amigos míos. Una perfecta simbiosis de escuela, monasterio y cárcel clandestina. Los profesores desconocían las últimas teorías pedagógicas, y gracias a ello los resultados académicos que podían mostrar a los atribulados padres rondaban el cien por cien de éxito.
Pasado un tiempo bastante largo recibí el encargo de traerla de vuelta a casa. Recuerdo que cuando la llevé, después de triturar el cadáver que habíamos encontrado en su cama, tenía el encanto de un cuerpo joven y bonito dentro de una cabeza hueca. Hacer el amor con ella hubiese sido hacérselo a una muñeca, hinchable o no, de cera o de porcelana, un buen adorno sexual, un invento. Aprietas un botón y el mecanismo se pone en marcha. Hubiera tenido algo de violación, únicamente mandarías tú. Mandar está bien si te obedecen, y un robot nunca obedece, hace lo que le dices que haga, pero no obedece.
Ahora, que la llevaba de regreso, seguía siendo joven y bonita, pero su encanto parecía ya el de una monja. Seria, contenida, sentada en forma de cuatro, siempre tensa aunque inconsistente como un palo de escoba a punto de romperse, una caña hueca. Era una flauta. Hacerle el amor también hubiera tenido algo de violación, barrer no es precisamente bailar, como soplar tampoco es lo mismo que fornicar, creo que no.
Son listos mis amigos del “internado”, pensé, consiguen cambiarlo todo sin llegar a cambiar nada. Ceñirse a la estricta realidad de las cosas siempre es una garantía de éxito seguro para que las cosas sigan siendo lo que son y no aquello que nunca pueden ser.
Sin embargo, la alegría de su padre por recibirla de nuevo le impidió ser perspicaz y no ver aquello que debe ver un padre. Yo tampoco lo vi, pero yo no era un padre y por eso mi error fue mayor. La hija que le traía de vuelta parecía haber encontrado la cabeza que nunca había tenido. Mientras me invitaba a un whisky sacó el talonario de cheques y al primer número que escribió empezó a añadirle ceros a su derecha. A la derecha del número mirado de frente. Eso me ofuscó, la codicia.