viernes, 3 de julio de 2009

El peletero/Cartas de una Dama muy seria (1 de 9)


4 Julio 2008

9 de noviembre

Hoy es el aniversario de Isabel, mi hija. Cumple 12 años.

Recuerdo que los dolores del parto empezaron a media tarde, cerca de las seis o algo así. Yo me encontraba en la redacción del periódico, casi no podía ver los papeles que tenía encima de la mesa, debajo de mi barriga. Era la semana exacta, Isabel llegaba puntual, mi primer hijo, una hembra. Rompí aguas allí en medio, temblando y asustada, sin poder controlarme, y dos compañeras se apresuraron a llevarme al hospital. El mismo director de la sección de economía en la que trabajaba y todavía trabajo se encargó de llamar a Luis, mi esposo. Tenía prisa por que saliera de la oficina.

Me puse de parto nada más llegar. Fue difícil y trabajado, la niña pesaba más de cuatro kilos, parecía tener 12 en lugar de los 9 meses. El médico no quiso hacerme cesárea, decía que yo podía sacar aquella cosa de mi vientre por mí misma. Me gritaba con malos modos que empujara, irritado por tener que decírmelo y enfadado con alguien que sin duda no era yo. Yo lo intentaba, de verdad que lo intentaba, pero me desgarraba entera. El dolor era fiero, insoportable, casi tanto como mi miedo de madre primeriza, como mi angustia ante todo lo que ignoraba, ante ese futuro que también paría junto con mi hija. El médico insistía con el mismo tono brusco, maleducado e impaciente. “Empuja, empuja”. ¿Empujar?, ¿empujar qué? Hubo sufrimiento fetal y la niña estuvo a punto de ahogarse en sus primeras heces, en eso que se llama “meconio”. Cuando se dieron cuenta me abrieron aprisa y corriendo, casi sin contemplaciones, para sacarla de aquel pozo negro que era mi vientre.

A Luis no lo localizaron hasta pasadas las dos de la madrugada, no estaba en la oficina ni en el club. Llegó cuando todo había finalizado, tenía mala cara. Él fue quien llamó a mis padres, que llegaron también en plena noche. Mi madre estuvo tan ocupada riñéndome por no haberla avisado antes que ni siquiera miró a la niña. Le importaba más la abuela que la madre o la nieta. Parte del personal del hospital la conocía y no quería parecer una abuela despreocupada llegando tan tarde. Me hizo quitar la calefacción, dijo que se ahogaba.

Mi boca estaba reseca, tenía los labios agrietados y los dientes doloridos de no poder morder nada. Toda yo lo estaba, reseca, agrietada y dolorida. Y preferí callar.

Por la mañana se hallaban todos muy cansados, así que se fueron a dormir y yo me quedé durante horas sola con Isabel. A ratos la miraba acostada en su cuna, junto a mi cama, y no sabía cuál de las dos estaba más pequeña e indefensa. No regresaron hasta muy tarde. Se pelearon por quedarse conmigo aquella noche, mi padre me miraba en silencio. Los eché de allí.

La niña parecía un cerdito, la verdad es que lo pensé, me dije “mira, has parido un gorrino”.

A la niña no la podía echar de allí.

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Amor mío, sabes muy bien que hasta ahora nadie me ha impedido nunca nada. He sido siempre aquello que he querido ser, y lo que siempre he querido ser es una mujer libre y comprometida. Y pienso seguir siéndolo. Una mujer cabal y responsable, fiel y leal a los míos, no los decepcionaré nunca, no podría. Pero estoy cansada de que la realidad me doblegue; si me obliga, seré yo ahora quien la someta a ella cuando me apetezca, quien la tuerza, quien la manipule, haré lo que me plazca.

Soy un ser libre, por eso mis ojos prestan atención a mi alma, por eso miro y observo el horizonte, por eso me enamoro de los árboles.

Por eso me he enamorado de ti, por eso te veo cuando te miro.

En esta nueva etapa de mi vida que hoy inicio tú serás la parte más importante, el centro de mi universo, la “gigante roja” que me devorará y el agujero negro al que me abocaré sin remisión ni resistencia.

En esta nueva fase que emprendo tú serás el verdadero protagonista, mi Dios, mi Orfeo, pero yo seré también tu dueña, quien vele por ti, quien te cobije, quien te consuele.

Seré tu casa.

Y tú serás la mía.