17 Abril 2009
(Anònim pelleter)
“La aceituna de tu frente es el ojo de tu coño”
(Anónimo peletero)
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Mi burdel preferido lo regentaba un transexual, por eso lo bautizó “La metamorfosis”.
Gregorio, así se llamaba la “Madame”, en honor de Gregorio Samsa, el protagonista del célebre relato de Franz Kafka, estaba viejo y gordo. Yo ya lo conocí siendo amigo, y socio de su vieja y antigua camarada, Encarnita. Ambos habían compartido aventuras políticas, artísticas, comerciales y sexuales también, porque como ya sabemos, Gregorio, aunque maricón por gusto y porque sí, chutaba con las dos piernas y remataba de cabeza.
Encarnita, hija de una familia burguesa pobre, era una catalana del Delta del Ebro, donde los arroces son mejores que los de la Albufera. Eso afirmaba sin el menor atisbo de pudor; y fue ese detalle tonto el que le hizo perder, en su lejana juventud, un antiguo novio valenciano, guapo y fallero, con barba de ruso romántico, valenciano de traca y petardo, delgado, tan nervioso como esa agua que no es tierra ni agua por separado y que es al mismo tiempo agua y tierra a la vez. La dos cosas en el mismo lugar que no lo es al ser medio algo y medio nada en mitad del mar.
Su novio valenciano tenía el mejor mechón de cabello negro que jamás había visto. Ese mechón la enamoró, solamente ese cabello cayéndole por la frente. Esa greña que debía recolocar constantemente la atrapó para siempre. Encarnita no paraba de peinarlo con sus dedos de reina del harén, eso le decía a él cuando lo llamaba sultán, emir, califa o amo de mi burdel.
Así que desde entonces prefiere guardar silencio sobre arbequinas, vinos y quesos, naranjas, uvas y frutos secos, y hablar en cambio y directamente de sexo, sin tapujos ni contemplaciones, conversar de sus innumerables ingredientes, mejunjes y componentes, de todos los diferentes procedimientos y recetas, cocinarlas y servirlas personalmente a sus nuevos amantes y clientes, pues aunque nunca ha sido claramente una puta profesional tampoco ha desdeñado un buen regalo. Ella dice que los presentes siempre se regalan a uno mismo, así que aceptarlos es un favor que se presta al generoso que te los ofrece, sean billetes, joyas, pieles o flores del trópico, exuberantes o carnívoras, que comen insectos y arañas, moscas y patrañas. Eso dice ella de sí misma, “en mi rosa mueren gusanos de seda, entre mis pétalos la serpiente se precipita en el horno y con su piel mi peletero me regala cinturones y látigos”.
Encarnita es una mujer de tierra llana, esa que solamente tiene horizonte, que se come el mar a medida que el río va soltando lastre.
Cuando está eufórica, circunstancia escasa en su vida de futura anciana, afirma que el Ebro, ese río de los íberos, es grande y caudaloso, cuando sabe bien, o no recuerda ya, que no lo es, que en realidad es pequeño y ridículo como el pis de un perro, y tan corto como el de una perra. A Encarnita no le gustan los animales, y esa falta de gusto es una pequeña muestra de inteligencia y resentimiento por un sueño perdido en las aguas de aquel río, entre mechones y cabellos negros.
Encarnita es una mujer que dice hallarse a medio camino de algo, melancólica, no para de repetir que ya está terminando de andar aquél que empezó un lejano día al aprender a caminar. Me repite constantemente que “since now I dare not ask any gift from you, or gentle task, or lover promise, not yet refuse whatever I can give and you dare choose. Have pity on us both: choose well on this sharp ridge dividing death from hell” (1). Es extraño que esa mujer que entraba en las habitaciones para inspeccionar a sus putas y que si era necesario y conveniente les enseñaba ella misma, y en pleno servicio, cómo debía hacerse un buen francés, recuerde ahora de esta manera tan bella un antiguo dolor.