miércoles, 2 de noviembre de 2011

El peletero/Mario (1 de 3)

1.
Mis padres fallecieron en una de aquellas revueltas que asolaron Roma en tiempos de los triunviros.

Cayo, mi hermano menor, y yo, tardamos quince años en vengarlos, demasiado tiempo para degollar a sus asesinos, tres simples hombres, uno después de otro, como si decapitáramos gallinas viejas para hacer sopas de invierno.

La vida no es nada y menos es lo que queda tras ella cuando las olas del mar nos alcanzan de nuevo y borran las huellas que dejamos en tierra. Al final sólo encontramos árboles abatidos, hogares ajenos y algunas bandadas de pájaros que huyen de las nubes.

La nuestra era una familia plebeya de la tribu de los Lúceres, respetada, querida y que había conseguido prosperar transportando cosas por tierra y por mar. Uno de nuestros tatarabuelos fue el primero que fletó su primer porte marítimo después de las guerras con los púnicos, de Roma a Nápoles llevaba los esclavos, los muebles y los ajuares de los patricios y de los caballeros que querían vivir cerca de la hermosa bahía.

Cuando la empresa de Aciano quebró nuestros barcos se quedaron sin la cobertura del seguro ni la de Neptuno.

Sólo teníamos dos naves y eran todo nuestro patrimonio, a una la hundió una tormenta y a la otra la asaltaron los piratas.

Pero Neptuno no es el mar, si lo fuera no sería tan despiadado.

Pedí un crédito sólo a mi nombre para resguardar a Cayo, con él pagué las deudas de la familia, pero no logré devolverlo. El trigo que guardábamos en unos almacenes como reserva y garantía del préstamo lo confiscaron los bancos que lo asaltaron como si fueran ladrones y forajidos que apresándome intentaron venderme como esclavo para terminar de saldar las cuentas. Mi hermano me rescató finiquitando, a muy bajo precio, todo el resto de nuestra herencia, un par de casas y un corral. En uno pequeño, que unos familiares nos prestaron, criamos conejos y pollos que mal vendíamos para mal comer.

El futuro de un plebeyo pobre no es otro que el de la esclavitud y la servidumbre si no consigue mantenerse a sí mismo, de una manera u otra, tarde o temprano, deberá venderse para sobrevivir. Pero este destino no es tan terrible comparado con el hombre sin dueño, que no posee familia ni amigos, ni tampoco dinero para comprarlos.

O no tienes nada o tienes mucho, porque tener poco sólo te da derecho a dormir.

La plebe tiene tribus a falta de nombres y gentilicios, y puede servir como cliente a un patricio, su patrón, que lo protegerá si hace suyos sus intereses. Nuestro abuelo obedecía a la gente de Pompeyo, pero mi padre, mucho más listo en eso de la política, observó que no era rival para Julio al que amaban todas las mujeres que siempre prefieren más a los despiadados que a los vanidosos, ellas señalan al vencedor mucho antes y mejor que los hombres, pobres tontos, que nunca han sabido qué es lo que las hembras buscan tener verdaderamente en sus entrepiernas, si oro o hierro.

Así, de esta manera sencilla, como un perro sin dueño, conocí a Marco y a Fulvia, que en algo, no sé en qué, eran socios.

Él era un esbirro que en nombre de otros buscaba a hombres que no tuvieran nada que perder más que su vida.

Fulvia, en cambio, creía que necesitaba posarse en alguna rama y pensó equivocada que yo, sin nada en las manos más que mis dedos, era de buena cepa, un tronco robusto y recto.

Debió de tomarme por otro, quizá porque en su juventud había anhelado ser una gran actriz y convertirse en algo parecido a una heroína griega, en mí quiso ver a un Ulises y en sí misma a Medea que mató a sus hijos por amor y venganza. No era nada de todo eso, naturalmente, sin embargo, había momentos del día y de la noche en que lograba interpretar su propio papel aunque fuera sin demasiada gracia ni estilo, pero a mí me gustaba su manera, me consolaba tener al lado a una mujer volátil que carecía de alas y que no supiera tampoco que no tenía nada que perder, ni siquiera su propia vida.

Yo sé que si me hundo iré a parar al fondo del mar, pero con Fulvia desconocía el arriba y el abajo, no estaba acostumbrado a caminar por encima de las aguas ni a vivir como los peces voladores que infatigables insisten en ser águilas en lugar de tiburones.

Marco, en cambio, me reclutó para algo que sí sabía llevar a cabo, transportar cosas a través del océano y de un lugar a otro, en este caso, y sin embargo, no debía yo preguntar ni conocer qué era lo que llenaban las bodegas de los barcos que capitaneaba.

Se certificaba a las compañías aseguradoras trigo, pieles, vino o cualquier otra cosa, carne seca e incluso esclavos, caballos o ganado pequeño, pollos, conejos y alguna que otra oveja o cerdo, pero se transportaban cachivaches en el mejor de los casos porque casi siempre los buques viajaban vacíos. Eran naves deterioradas, estropeadas y viejas, llenas de vías de agua que se hundían al sufrir el más pequeño embate marino. La ganancia consistía en cobrar el seguro a empresas aseguradoras que reunían su capital de incautos y avariciosos al prometerles grandes beneficios. Era un buen negocio que no podía mantenerse demasiado tiempo porque el fraude terminaba sabiéndose más pronto que tarde y aunque los tribunales eran corruptos las espadas de los estafados cortaban cabezas sin pedir permiso a ningún magistrado.