lunes, 1 de diciembre de 2008

El peletero agradecido/El Gordo y ella



11 Junio 2007

Me llaman “El Gordo”, incluso aquí que no me conocen de nada. Incluso aquí, en este balneario de lujo, que también está lleno de sobrepesos, me apodan, sin ningún atisbo de originalidad ni piedad, “El Gordo”.

Quiero creer en cambio, que los que sí me conocen me llaman así para atemperar el miedo que siente al tratarme. Ellos saben que soy su beneficio, pero también su castigo, su daño y su mal, esa es la verdad. Y la verdad siempre la tenemos delante, desnuda y desnudada, desabrida y cruel. Ella no es misericordiosa ni muestra piedad alguna con nadie.

Y yo quiero ser la verdad.

----------------------------------------------------------------------------------------------------------

Un médico ha conseguido aquello que nadie había logrado todavía, obligarme a algo. Mi corazón le ha convencido que debía ordenarme una cura de adelgazamiento. Y aquí estoy, tomando baños, recibiendo duchas y sometido a un régimen estricto y nauseabundo.

No hablo con nadie y nadie me habla a mí. Pero…, ha sucedido algo. La directora del establecimiento me recibió para darme la bienvenida, yo quiero pagar mucho más que los otros huéspedes, y claro, se ha visto forzada a darme un trato especial.

Se asustó al verme, pero se recompuso enseguida. Adoptó un aire profesional y falsamente cálido. Yo no presté atención a su impostura, me dediqué a observarla. Tendría alrededor de los cincuenta años. Castaña, alta y esbelta de cuerpo, de ojos marrones y piel no muy clara. No escuché nada de su discurso, de sus palabras y de sus cumplidos. Seguramente esperaba una respuesta mía cortés. Como no la hubo nos quedamos en silencio, en uno de esos silencios embarazosos que los demás sienten y que yo nunca noto. Continué callado mientras ella empezaba a ponerse nerviosa, ¿Usted cree en la amistad?, le pregunté de pronto. ¿Qué?, ¿cómo dice? Que si cree en la amistad, repetí. Yo sí, yo creo en ella, creo en la amistad, afirmé muy seguro de mí.

Se quedó estupefacta. Ahora era yo el que esperaba una respuesta. Pero ella era una profesional en hablar y en no decir nada, y se repuso con una amplia sonrisa, tan hermosa y franca como falsa. Por supuesto, naturalmente que creo en ella, ¿cómo no iba a creer?, me respondió manteniendo la sonrisa perfectamente dibujada en su cara. Me alegra saberlo, le correspondí. Es una condición indispensable saber que la gente que trabaja para mí tiene amigos, se lo aseguro. Si necesita algo pídamelo, lo que sea, no tenga reparos, se sorprenderá de las cosas que puedo ofrecer, le manifesté con la mejor de mis voces también impostada.

¿Trabajo para él? ¿Si necesito algo?, debió de preguntarse sorprendida la directora.

Era yo el que había conseguido darle la bienvenida a ella y no ella a mí.

Porque a mí nadie me aloja, nadie me invita, nadie me hospeda. Yo nunca vivo en casa ajena.

Esas habían sido nuestras primeras palabras. Ya sé que estaría pensando que debía de estar loco o que simplemente era un tipo muy raro.

Mientras me hablaba y yo no la escuchaba, la miré. Me gustaron sus nudillos oscuros en los dedos, son un indicador de más cosas; de sus pliegues, de cómo su carne se doblega y su cuerpo se abate. Su maquillaje era escaso, buena señal pensé, debe tener un buen despertar. Sin embargo no sabe esconder el miedo, le cambia el olor, los perros lo deben notar enseguida. Ni la mejor colonia esconde la adrenalina. Eso me hizo sospechar que quizás no era una persona adecuada para jugar al póquer. Y esa es siempre una señal inequívoca de no saber perder.

Yo no es que tenga una nariz especial; cuando digo que la olí quiero decir que la observé con atención. De buena mirada sí que puedo presumir. Cuando a uno se le dispara esta clase de hormonas, cambia ligeramente de color. La piel se oscurece levemente y las fosas nasales se abren para atrapar más oxígeno. Es una simple cuestión de riego sanguíneo y de sudoración. La sangre inunda los capilares dérmicos y la humedad de la piel que causa el sudor, la lubrifica; ambas cosas, el sudor y el rubor, la oscurecen. Muchas veces mi vida ha dependido de estos detalles sin importancia, nacimiento, sexo, dolor y muerte, que como ya sabemos, todos ellos son aspectos del mismo suceso.

Alguien puede preguntarse cuál es el motivo para dedicar tanta atención a esa mujer, que por decir algo, no llegará nunca a ser la presidenta del país. Me da igual si me creen o no, pero la única razón era que no tenía nada más que hacer. Aquellas eran para mí una especie de vacaciones forzadas, con ninguna obligación laboral que cumplir y todo el tiempo del mundo. Cuando uno no tiene nada más que hacer puede incluso enamorarse del primero que pasa, a muchos les sucede. Pero ella no era la primera que pasaba, por supuesto que no.

La directora era una mujer de vida normal. Tenía un hijo que empezaba a tener una vida independiente. Estaba divorciada desde hacía diez años y mantenía con su ex marido una relación forzadamente cordial, aunque cada vez más distante a partir del momento en que el hijo de ambos se hizo mayor. Ahora vivía sola.

No lo sé todo, pero procuro saber aquello que me conviene, y me conviene saber qué clase de personas son las que deben cuidar de mí. Aunque ahora solamente se trataba de un divertimento, nada más que eso. Pero así y todo había que hacer las cosas bien. Yo ya había lanzado mi anzuelo, ella podía morderlo o no. Según hiciera una cosa u otra sabría mejor qué clase de mujer era.

El paso siguiente era pues esperar. Ella tal vez haría averiguaciones y yo debería facilitarle el trabajo no escondiendo nada, quería que supiese exactamente quién soy. Yo era el gusano del anzuelo.

Mientras esperaba su reacción me dediqué a flotar en la piscina. Tomaba masajes y daba mis paseos por un bosque de pinos cercano. A mí nunca me ha gustado la naturaleza, me repugnan los animales excepto cuando están cocinados, pero ahora debía caminar. Cumplía con mi gimnasia, mis duchas, mis baños de fango y algas. Y también me sometía sin rechistar al suplicio que la dietista me había impuesto. Solamente la infringía con el whisky que tomaba. Mi naturaleza me impide obedecer…del todo.

Vino a verme en la mejor de las horas del día. La siesta. Todos los demás dormían cuando la oí llegar antes de verla venir. Desde una de las butacas del salón, escuché el taconeo de sus zapatos que la precedía, y que resonaba limpio y claro en aquellos largos pasillos vacíos.

No se anduvo con demasiados preámbulos ni remilgos. Nada más sentarse en la butaca de enfrente me dijo –sin impostar la voz-:

Usted me preguntó si creía en la amistad, le respondí que sí, que creía en ella. Pero no es cierto, le mentí. No creo que exista eso que los demás llaman amistad, y ni mucho menos el amor.

¿Y por qué me cuenta eso?, le pregunté.

Se quedó callada.

Suspiré profundamente, dejé de mirarla, giré indolentemente la cabeza y detuve mis ojos en el jardín que había a mi izquierda. En el centro, rodeado de matas y flores había una sencilla fuente de la que no paraba de manar agua, vaya tontería pensé.

¿Quiere un whisky?, le ofrecí mientras se lo preguntaba. ¿Solo o con agua?