Lecciones desordenadas y fugaces de anatomía barroca.
8. El placer.
Rüdiger Safranski continúa: “El acto sexual, en todas sus posibles variaciones y combinaciones es para Sade, según sabemos, la gran ocasión del placer. El deseo le hace a uno inventivo. Sade sabrá incrementar en tal manera el placer sexual, que éste al final pasará a ser otra cosa.
El placer no ha de confundirse con el amor. El amor crea lazos que atan; en cambio, el disfrute libre exige variación e intercambio de objetos. En general aquello a lo que refiere el o, más exactamente: han de ser personas que, en el instante del disfrute, se conviertan en objeto. “Mientras dura el acto sexual no hay duda de que necesito la participación en él del objeto; pero cuando dicho acto ha sido satisfecho, ¿qué queda entre ambos?, pregunto.” Nada, responde Sade.”
Pero no es cierto, no puede ser cierto, siempre queda algo entre los cuerpos, sino no podría ser el sexo, junto con la muerte, la obsesión constante, el misterio permanente, la búsqueda incansable.
“La señora de L vivía en la campiña. Estaban al final del verano, y se proyectaba un paseo que la proximidad de una tormenta espantosa parecía impedir. El exceso de calor había obligado a dejar todo abierto. De pronto un relámpago brilló, cayó el rayo, los vientos silbaron, y el fuego del cielo agitó las nubes, moviéndolas de una manera horrible. Parecía que la naturaleza estaba dispuesta a mezclar todos los elementos para obligarlos a adoptar nuevas formas. La Señora de L, aterrorizada, le suplicó a su hermana que cerrase todo, lo más rápidamente posible. Teresa, apresurándose, corrió hacia las ventanas que habían empezado a sacudirse con violencia, se puso a luchar contra el viento que la rechazaba, y en ese instante un rayo la tiró brutalmente hasta la mitad del salón.”(“Justine o las desdichas de la Virtud”, Marqués de Sade. (1740-1814))
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¿Qué es preferible: versos o caricias? ¿Cuál resulta más apetecible: los besos o las razones?
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Pero esta poesía (la erótica) no sólo canta el esplendor. También mira y afronta la carne en ruinas, el pene mustio, la contabilidad de coitos que disminuyen, la flacidez de las arrugas bajo el músculo artrítico, el hueso quebradizo. La decadencia que castiga cualquier sexo con la incuria de los años. Se consuela de lo perdido con la remembranza del placer disfrutado, exprimido, y ya definitivamente perdido.
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Así, desencarnado, el ser encuentra su desnudez última. No el horror del vacío sin la plenitud de la nada. El concepto que subsiste cuando todo es ya ruina, polvo y nada. El concepto que subsiste cuando todo es ya ruina, polvo y nada. El reverso de ese esplendor barroco con que la sensualidad prodiga sus frutos, rigor, síntesis: que se oculta y camufla. Lo que cambia de sexo y juega con la identidad como una construcción del deseo. La cirugía extrema que modifica la figura no requiere ni de clínicas ni de gimnasios. El poema leído nos convierte en el Otro que allí anida. Nos pone su rostro, nos destroza cons sus cuitas y abandonos. Nos contagia sus entusiasmos. Nos recuerda cuán larga es la agonía de las pasiones que se degradan. Exaltación y caída, el tiempo adquiere otra medida. Aquella que esconden los versos, en la respiración de su acorde y su medida. (“Cuerpo erótico”, Juan Gustavo Cobo Borda, 2005)