lunes, 27 de octubre de 2008

El peletero/Guadalupe



24 Marzo 2007

Estaban los tres desnudos, ella y los dos perros. Era desafiante ese contraste entre su cabello rubio y su pubis moreno y también esa seguridad en la mirada; su cuerpo en semicruz con los brazos abiertos al igual que las alas extendidas de un ángel sexuado, era, en aquel entonces, una epifanía sagrada. Ella se abría y abría también su cuerpo para mí, o eso quise creer yo.

Mientras los animales dormitaban a sus pies, las aves y los ángeles ya volaban hacia el sur.

La Virgen María pisa una serpiente que representa al diablo. En esta fotografía en cambio, los peludos perros que yacen en el suelo flanqueando a su dueña y señora, parecen unos guardianes confiados, perezosos y gandules.

El paisaje que vemos no es urbano, nos anuncia una naturaleza cercana, y sospechamos también que amenazante al atisbar esa esquina de arquitectura de supervivencia que nos cobijó durante aquellos días, y que sirve de marco a la escena. Frente al esplendor de su cuerpo joven y bien formado, la madera de la casa parece vieja y carcomida. Eso no es lo que quise mostrar cuando la fotografié aquel día de finales de verano. Su cuerpo desnudo aun conserva, cuando lo miro, parte del calor de aquellas noches que ya estaban a punto de terminar.

Los perros deben estar todavía soñando algo inconcebible para nosotros, y la distancia que nos separa de ella es ya infranqueable.

Las distancias, normalmente, siempre son insalvables. En ocasiones muy raras el coraje combinado con la poesía permite crear las condiciones necesarias para que la casualidad tenga lugar, pues ella, la casualidad, es la única que puede desvanecer esa distancia que siempre es inconmensurable.

En este caso es harto improbable que llegue a ocurrir tal milagro. La Providencia no romperá el hechizo que nos mantiene alejados. Nuestras palabras no serán capaces de lograrlo, nuestra voluntad tampoco. Y el deseo ávido aun, estará siempre condenado al fracaso más absoluto.

¿Entonces?

Nada.

Solamente cabe confiar en la memoria, y la de ella sé con certeza que estuvo y sigue estando enferma.

Se llamaba Guadalupe y no era mejicana.