El Valle del Silencio (4)
Uno.
Al llegar al fondo de la pequeña vaguada se dio cuenta de que iba descalzo y que le sangraban los pies. Desde allí tenían dos posibilidades, seguir el cauce del río seco o subir la siguiente loma. Estaban todos exhaustos y los morteros enemigos pronto empezarían a disparar, no podían quedarse en aquel lugar. (Bienvenida)
Dos.
Venían andando de lejos, despacio, con un taconeo rítmico que las anunciaba. Por mi izquierda y bajando la calle.
Yo, cruzado de brazos y apoyado en la barandilla, mirando la puerta del Hospital, la calle completamente abandonada.
Caminando lenta y lánguidamente se acercaron dos mujeres. (La sonrisa más bonita del mundo)
Tres.
Al cabo de un rato, el sendero, que bajo nuestros pies se iba difuminando y se convertía en más pedregoso, desapareció de nuestra vista por completo al llegar de nuevo al río, se había escondido por entre los árboles y matorrales. Una pareja con otro niño estaban reposando y jugando en el agua, el hombre y el pequeño en bañador, sentados, descuidados y tranquilos, la mujer, con los pantalones arremangados, de pie y vigilante, en el centro, y un cochecito último modelo de bebé de tres ruedas aparcado en una orilla. Nos preguntaron si el camino para llegar a la cueva del anacoreta era bueno y si lo podían seguir fácilmente con el triciclo y el niño. Los saludamos, les respondimos que sí y atravesamos de nuevo el arroyo andando por encima de las piedras que sobresalían del agua.
El camino, que se había borrado ya, tal vez debía de seguir al río por alguno de sus dos lados, paralelo a él, pero nosotros no lo vimos. En cambio, y en lugar de eso, observamos un sendero estrecho y medio escondido que subía perpendicular y empinado la montaña que se nos presentaba delante como una muralla y al otro lado de la corriente que habíamos acabado de vadear. Trepamos por aquella elevada loma casi haciendo de escaladores, resoplando, dándonos las manos y ayudándonos los cinco para coronarla. Después de un buen rato, agotados, llegamos arriba donde encontramos el camino de suave pendiente que habíamos perdido y que no vimos al llegar al río y atravesarlo por ultima vez saltando y medio cayendo por las rocas que asomaban por encima del agua. Sin saberlo habíamos tomado un atajo.
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“Era una virtud no detenerse, seguir mi obstinado y heroico camino, buscando en el cráter del volcán, entre los témpanos de hielo, o donde se borraba la huella, más allá de la caverna de los siete durmientes, a aquella cuya frente ancha y alta era blanca como la de un leproso, y sus ojos azules, y sus labios como bayas de fresno, y su cabello rizado del color de la miel hasta las blancas caderas”. (“La diosa blanca”, Robert Graves)