Hemeroteca peletera.
El Factor humano.
“El símbolo del norte
estaba enamorado del sur. Alvar Aalto, el más grande arquitecto escandinavo,
pasó la vida añorando el Mediterráneo. “En la cabeza tengo siempre un viaje a
Italia”, decía a menudo. Cuando emprendió el definitivo, su viuda lo enterró
bajo un capitel jónico de mármol italiano: un homenaje paradójico para un
artista moderno, y más aún para alguien que, al editar su obra completa, había
eliminado cuidadosamente todos sus edificios clasicistas juveniles; pero un
atributo adecuado para un temperamento apasionado que vivió en Helsinki soñando
con Venecia. En cualquier caso, el sur de sus fantasías y sus viajes no era del
todo el sur del clasicismo; cuando visitó España en 1951 sus colegas madrileños
se sorprendían de su desinterés por el Museo del Prado, o de la forma ostentosa
en que daba la espalda a El Escorial: sólo la construcción vernácula parecía
interesarle. Y es que en el sur Aalto buscaba el ingenio popular en el uso de
los materiales y la sabiduría anónima de los pueblos escarpados: el diseño
refinado de los objetos cotidianos y la belleza exacta de los paisajes
construidos por la necesidad, el tiempo y el azar. (...)”
(“Alvar Aalto, el
Factor Humano”, Luís Fernández-Galiano. El País – Babelia, 31 de enero de
1.998)
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El otro día hablaba del Sur,
de Víctor Erice y de ensoñaciones infantiles hechas realidad. Hoy, mi querido amigo
Ernesto, abogado, me ha contado una bonita circunstancia de uno de sus maestros,
abogado también como él y fundador del Gremio de Peleteros de Catalunya, el que
redactó sus primeros estatutos y fue su secretario durante muchas décadas.
Ocurrió hace unos meses cuando lo visitó poco antes de morir con 96 años. Dice
que la conversación fue una despedida entre dos antiguos compañeros, alumno y
profesor.
Pero las personas, a veces,
también desconocen las intimidades que visten por dentro y por fuera a sus
viejos amigos, los tratan durante años, conocen a sus familias, trabajan juntos
y se ayudan y se dan consejos de buena fe siempre que son necesarios, pero el
fondo del caldero permanece escondido, allí, pegado al metal, hay los restos
quemados de todos los pucheros que se han ido cocinando a lo largo de una vida,
son los cajones que guardan también pétalos marchitos de algún ramo que nadie
recuerda ya.
Ernesto, al ir a visitarle,
se extrañó al ver en su casa muchas esculturas de bustos femeninos colocadas en
todos los rincones posibles e imaginables, desconocía que poseyera una
colección tan extensa o que fuera aficionado a la escultura o al arte en
general, siempre habían hablado de cuestiones profesionales, gremiales o de
política, nunca de sí. Le explicó que las había esculpido él mismo, que de
joven quería ser escultor, pero que no tuvo la fuerza para oponerse a la
opinión de su padre que también era un abogado, que había ido esculpiendo
alguna en sus tiempos libres, cuando trabajaba, pero que la inmensa mayoría estaban
realizadas después de jubilarse a los 85 años. En esos once últimos años de su
vida, decía, había podido realizar su sueño que había nacido de pequeño al ver
las obras de Josep Llimona que su mismo padre le enseñaba con devoción.
Dicen algunos que lo peor de
los sueños, de los deseos profundos, es que se conviertan en realidad, pero no
es cierto porque eso solamente lo argumentan los que no han tenido la gracia de
ver realizadas sus ensoñaciones infantiles.
Todos los verdaderos ensueños
nacen en la niñez, el resto son antojos, caprichos o ambiciones y codicias más
o menos confesables, todos tenemos más de una. Una de las mías es mi prima Mari
Pili.
Pero antes de hablar de ella
contaré un encuentro de ayer mismo producido al ir a atravesar un semáforo de
la calle Sepúlveda y encontrarme, después de mucho tiempo, de frente con Isabel,
una antigua conocida, bancaria y cajera de uno de los más importantes bancos
del país, una mujer muy simpática y eficiente de menos de 60 años. Me alegré mucho
de verla y nos saludamos muy efusivamente. Estaba exultante de satisfacción, su
rostro irradiaba felicidad y emoción porque la habían prejubilado. La felicité
por ello y le pregunté qué haría con todo el tiempo libre que ahora tendría a
su disposición, me respondió con una sonrisa de oreja a oreja que nada, que no
pensaba hacer nada, disfrutar de la vida, dijo.
¿Cómo se disfruta de la vida?
Mi prima Mari Pili no existe,
es un invento, una fantasía masculina en la que me recreo, me complace pensar
en ella como si fuera un ideal femenino de carne y hueso. Imagino que es una
mujer alta que cuando no es morena es una castaña clara o una rubia oscura
según como se la mire o vaya la luz del día por el firmamento. Tranquila,
elegante y lánguida, habla en voz baja y tiene una mirada triste, de ojos
oscuros, marrones y verdes como el queso de cabra que se come con pasas dulces
y aceitunas amargas.
Sin embargo, a pesar de su
inexistencia y de sólo vivir entre mis papeles me ha llamado,
sorprendentemente, hace un par de días para decirme que acaba de estrenar casa,
que ha pintado cada pared con un tono diferente de blanco, que es como ella distingue
la gama cromática que va del infrarrojo al ultravioleta. Yo le digo
socarronamente que es una mujer nihilista, pero la realidad es que sufre de un
raro daltonismo albino y neblinoso que le permite combinar, con una especial destreza
y maestría, los colores del arco de San Martín.
Ha convertido también todo el
piso de arriba en un gran estudio salón con una enorme y magnífica mesa de
madera clara para ella sola, tan grande que se podrían sentar a cenar, si estuvieran
invitados, los doce apóstoles con Jesús en el centro bendiciendo la comida;
dice que le gusta desplegar sus muchos libros abiertos mientras lee varios al
mismo tiempo.
Es su nuevo hogar, su casita
del árbol en la que se siente segura y dueña de sí misma.
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“Encarnación, la primita
de Aurora, desde la altura en que yo estaba, parecía uno de esos chicos que en
Navidad devoran caña de azúcar y que no paran hasta que han sorbido todo el
jugo del tropical canuto”, se dice en “El delantero centro de Pili”, firmada
con el seudónimo de Alonso Santillana”
(Erotismo Años Veinte,
R. B., El País – Babelia, 9 de enero de 1999)
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Yo, en cambio, ya no me
siento seguro de nada, ni dentro de mi cama ni fuera de ella, ni tampoco en una
cualquiera de las otras cuatro que poseo y que pronto tiraré al basurero.
Dormir en el suelo es bueno para el esqueleto, aconsejan los médicos, pero la tierra,
quieras que no, es dura y te daña los riñones sin demasiados miramientos.
Yo ya soy de por sí, debo
reconocerlo, un viejo cascarrabias hipocondríaco, un descreído vehemente y un
tonto sabelotodo exhibicionista que no sabe, sin embargo, cómo se disfruta de
la vida, y que detesta hacer el ridículo o perder el tiempo en conversaciones
de párvulos. Hipócrita y cínico prefiero las viejas formas que aconsejaban no
saber nada de los demás para que no supieran nada de uno. Esa es una norma que
trato de seguir a rajatabla, pero que, desgraciadamente, incumplo cada dos por
tres.
Protegido debajo de una
sombra platanera rumio y reflexiono como un filósofo barato, sentimental y
simple y pienso en mis padres ya fallecidos, en lo mucho que los quiero todavía,
en mi hermano que es mi media vida y en mi novia, ella sí que es de carne y
hueso y no es ninguna fantasía, es todo lo contrario, una realidad hermosa y
poderosa como una higuera, como aquella que había en casa de mi padre y que
daba las más sabrosas “figues de coll de dama”.
El día es largo, pero nunca
me cunde, no coinciden las 24 horas con el esfuerzo de llegar a la noche.
Trabajo duro, camino muy poco, recuerdo mis mares y mis océanos y me acuesto
tarde porque no tengo sueño. A veces pienso que no hay nada que soporte el
gorro que cubre mi pobre cabeza calva.
Miro al cielo y me doy cuenta
que no hay techo sin soporte fuera del humo que nace del fuego. Y también, y
por qué no, en que hay mil tamaños en las alas de un sombrero y más maneras
todavía de plegarlas para darles formas nuevas que en el fondo siempre serán las
mismas, viejas y antiguas, braquicéfalas y dolicocéfalas, todas ellas cráneos extraviados
de frentes rectas que sostienen, como columnas dóricas, la bóveda celeste, puro
azar, encaje de bolillos, un castillo de naipes, la mejor arquitectura para
emigrantes.
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P. ¿Cómo se consiguen
formas nuevas?
R. Las nuevas estructuras,
que terminarán con la idea moderna de hacer los edificios con una malla de pilares,
de enjaularlos, provendrán de la biología. Me interesa lo que llega a
convertirse en una forma libre.
P. ¿Qué es para usted una
forma libre?
R. No se trata de
construir un volumen enloquecido sustentado por un bosque de pilares que
dificultan la circulación en su interior. Se trata de hacer desaparecer los
pilares, de crear otro tipo de soportes a partir de la estructura de los
edificios. Ante el Guggenheim de Gehry lo que me pregunto es ¿cómo se sostiene
este edificio? Y lo que para mí define las obras maestras es precisamente ese
hecho: que se sostengan con facilidad, que el soporte no se perciba, que la
propia forma del edificio sea también su soporte.
(Cecil Balmond, “La
estructura define la arquitectura”. Entrevista realizada por Anatxu
Zabalbeascoa. El País – Babelia, 9 de enero de 1999)