viernes, 21 de septiembre de 2012

El Peletero/Una fuerza salvaje e incomprensible


Hemeroteca peletera.

Una fuerza salvaje e incomprensible.

Nunca he sabido exactamente qué clase de animal es el que muestro en la fotografía. Me recuerda, no sé por qué, a un armadillo, quizá por las orejas largas, pero carece de su coraza y la cola no tiene nada que ver.

Además, los armadillos son grises y ése está pintado de colores que recuerdan a su país de origen, México.

Albert dice que tal vez sea un zorro, uno pequeño, el llamado zorro kit de orejas largas , el chacalillo, que vive entre USA y México, una raposa rápida y avispada a pesar, o gracias, al clima árido y continental de temperaturas extremas que suele haber por allí.

El domingo pasado, mi chacalillo saltó desde una caja de cartón recién abierta, envuelto entre periódicos que lo protegían, a una de mis estanterías todavía vacía como si estuviera vivo y campante, tal vez tenía celos del frailecillo del otro día, de su pico multicolor y de sus aventuras marineras.

Fue, para mí, un camaleón al revés, alguien que tiene la potestad de transferir su color al ambiente y a todo aquello que toca. Resucitó de improviso, era un viejo compañero, lleno de vida, que regresaba de un extraño exilio y al que, por suerte, no había tenido que rescatar del infierno, ni descender al Hades, como Heracles, para llevarlo a casa de nuevo.

O sí.

De la caja salió igualmente, y a continuación, un rebaño de dinosaurios de plástico, juguetes metálicos rusos y calaveras también mejicanas que podría colocar al lado de mi desordenada colección de esquelas que conservo, recordatorios de funerales que no quiero guardar juntos para no sorprenderme de su enorme número.  

¿Tan viejo soy?, ¿a tantos he enterrado? El otro día apareció el del marido de una vecina que murió hace más de treinta años.

Los recordatorios los tengo desperdigados y me los puedo encontrar en cualquier lugar, de repente, exactamente igual que los fantasmas de un castillo que van dando sorpresas y sustos por las esquinas, saludándome como si fueran conocidos que hace tiempo no nos hubiéramos visto, encuentros casuales y sorprendentes que me obligan a un ejercicio de memoria no siempre fácil ni agradable. Mi padre, en su primera fase de alzhéimer, saludaba por la calle a personas que creía conocer, y la gente, como es normalmente educada, le respondía igual, como si le conocieran, dando lugar a una situación y a una conversación cómicas y dignas del mejor Ionesco.

Luego, al despedirse, me preguntaba a mí quién era ése que había saludado.

-¿A mi me lo preguntas, papá?, yo pensaba que lo conocías realmente.

-No, no tengo ni idea, ¿quién es?, -me preguntaba.

-No lo sé, a mí me parece que él a ti tampoco te conoce.

-Pues sí que estamos mal, -me decía pesaroso y triste.

Así que, y cuando menos me lo espero, aparecen esos recordatorios, olvidados entre las hojas de un libro o en el fondo de algún cajón de sastre mezclados con mil cosas, fotografías, billetes de banco falsos, agendas caducadas, antigua correspondencia que guardo y que no me atrevo a tirar igual que algunos extractos bancarios que me recuerdan también que antes era menos pobre.

Mi novia, que me soporta y me sufre como una santa, se ríe de mis costumbres con cariño y bastante ironía, ella es una mujer práctica y solvente y sabe, perfectamente, qué es la vida, no como yo que en el fondo todavía no sé qué quiero ser cuando sea mayor. Al menos, me dice, muy sarcásticamente, que con la mudanza estoy haciendo una buena limpieza de cosas que no servían para nada y ordenando otras que sirven de muy poco.

Pero mis recordatorios cumplen la función para la que fueron creados, recordar a personas que pisaron los mismos suelos que yo, tienen el poder evocador de un olor o una imagen a través solamente de unas pocas palabras: un nombre y dos fechas, los únicos datos importantes de una biografía, el resto es guarnición.

¿Debería ordenarlos en un solo lugar?, ¿todos juntos en un álbum igual que una colección filatélica para luego enseñarlos a los amigos y las visitas?, ¿sería adecuado clasificarlos por orden alfabético o, mejor, por fechas de defunción?

Philippe Ariès afirma que las: “imágenes de la muerte traducían las actitudes de los hombres delante de la muerte en un lenguaje ni simple ni directo, pero lleno de trucos y desvíos. (Philippe Ariès, “Essais sur l’histoire de la mort en Occident”)

En estas pasadas vacaciones asistí a un funeral. En la habitación del tanatorio, el difunto, dentro de su caja, estaba expuesto tras unos cristales que encerraban el féretro abierto con el cadáver y las coronas a su alrededor en una especie de habitación separada, de escaparate que lo aislaba de los demás, pero que lo mostraba a su contemplación. Al otro lado, justo delante, había un sofá amplio y largo en el que se sentaban la familia y los amigos llorosos. Sus rostros se reflejaban en el cristal, tenuemente iluminado, que tenían en frente y tras el cual se encontraba la caja con el familiar fallecido de cuerpo presente. Era una visión onírica en la que los vivos parecían estar en el mundo de los muertos o viceversa, cristal y espejo al mismo tiempo los unía en un sueño que, tarde o temprano, siempre termina por hacerse realidad. Pensé en fotografiar la escena, pero no me atreví, no quería que lo tomaran por una falta de respeto.

“A partir del siglo XIX, las imágenes de la muerte son cada vez más raras y ellas desaparecen completamente en el curso del siglo XX, y el silencio que se extiende ahora sobre la muerte significa que ella ha roto sus cadenas y se ha convertido en una fuerza salvaje e incomprensible.” (Philippe Ariès, “Essais sur l’histoire de la mort en Occident”)

Una fuerza salvaje e incomprensible.

“Goya y Gericauld descarnan la humanidad: su carne parece haber sido arrancada de los huesos y desparramada por la tierra. El mito era un escudo que en última instancia defendía la piel. La desnudez sin mito se vuelca necesariamente en la muerte: una muerte anónima, sin rasgos individuales, un troceamiento de cuerpos casi ilimitado. La muerte masiva.

Tengo la brumosa certidumbre de que esto me aterraba. A los trece años la muerte individual no tenía sentido y no podía jugar caprichosamente con sus fantasmas. Pero la muerte masiva era algo tan inesperado que descubría, bruscamente, una zona de sombra en la que los hombres eran precipitados. El tímido explorador de la desnudez chocaba, de repente, con una desnudez oscura que se interponía entre su mirada y los luminosos cuerpos del deseo”. (“Una educación sensorial”, Rafael Argullol, Madrid, 2002. Casa de América, Fondo de Cultura Económica)

Eso es lo que siempre me ocurre cuando, impelido por mis amigos modernos y progresistas, me veo obligado a asistir, como protagonista, al decepcionante espectáculo de una playa nudista. No sé ver otra cosa allí que una imagen de la muerte y de aquellas fosas comunes llenas de carne indiscriminada y anónima, no entiendo la costumbre de desnudarse en público, todos al mismo tiempo y en el mismo lugar, en rebaño, como si fuéramos pollos desplumados listos para dar sabor al caldo.

Mi chacalillo me mira de forma rara, quizá no entiende lo que digo o acaso desconfía por mi condición de peletero aunque hace ya dos años que vendí mis últimos zorros rojos irlandeses a una griega que los quería para hacer mantas. Me supo mal, por los zorros y por la griega, porque sabía que era la última vez que los veía. Y así fue, ambos se marcharon para no regresar. En su lugar he tenido que comprar un edredón nórdico de plumas de ganso, que, dicho sea con todos mis respetos a los gansos,  no es igual ni parecido a una manta confeccionada con zorros rojos irlandeses de primera calidad.

¿Estoy dominado por una fuerza salvaje e incomprensible?

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“Presupongo que en todo relato hay un lícito deseo de inmortalidad, de colarse aunque sólo sea un momento en el ánimo de los lectores y robarles un poco de su aliento y su existencia.

Capote escribió un relato (él es el protagonista) que transcurre en París. El escritor va a visitar a una anciana que ha sido importante o que para él tiene importancia, no recuerdo exactamente. La dama, al recibirle, le advierte de lo peligroso de la entrevista puesto que puede cambiar su existencia. Regala a Capote un pequeño pisapapeles de cristal, con flores o insectos en el interior. Se despiden. Inmediatamente es poseído por el objeto y se desarrolla en él la enfermedad por el coleccionismo. Recorre anticuarios y subastas, sufre al pensar en que una puja alguien desee el mismo pisapapeles y tenga más dinero.

Ahora, Capote está muerto, pero yo -con muchos menos medios-, sufro, desde el día en que leí el relato, la misma obsesión. Y voy por viejas papelerías y traperos buscando pisapapeles, aunque sean de plástico. Al fin y al cabo, cuando esas cosas suceden, todo es música para camaleones”. (En la muerte del escritor norteamericano Truman Capote, “Pequeñas grandes historias”, Pucci Villurbina, La Vanguardia de Barcelona, martes 4 de septiembre de 1984)