lunes, 15 de noviembre de 2010

El peletero/La aguja del pajar (55)


Lecciones imaginarias, poéticas y desordenadas sobre arte y pintura.

55. El retrato y el muerto.

Una imagen siempre perturba nuestro ánimo igual que lo hace un fantasma o un prestidigitador que esconde lo real entre los forros de su vestido y únicamente nos muestra el simulacro de un espectro.

Ella nos desnuda y desmantela, o refuerza también nuestras defensas, eternamente escasas en el verdadero arte de sobrevivir a la humana manera que no consiste en otra cosa que vivir por encima del suelo y de la nada. Es una emergencia, una representación que debe interpelarnos, provocar respuestas emocionales y morales sabias al abrir puertas y ventanas que hasta ahora estaban cerradas y que todos, tarde o temprano, deberemos atravesar. Es también una demanda muda que debe ser correspondida con la sabiduría del silencio que es la manera más exquisita de ocultación y gala al mostrarnos el desgarro. Cada imagen es, como bien alega Jean Christophe Bailly en relación a los retratos funerarios de “El Fayum”, una llamada, que aunque silente no deja de convocarnos a una cita ineludible.

Monsieur Bailly afirma magistralmente que un retrato es el nombre de un rostro, al verlo lo reconocemos aunque nunca lo hayamos visto, tal es la individualidad que percibimos y que nos remite a una memoria anterior a la propia memoria y experiencia vivida. Nos dice también que cualquier retrato nos muestra todo aquello que hay fuera de él, incluidos nosotros también.

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55M
-“Aquella tontita guapa que te perseguía por las aulas, se llamaba Ana, era mallorquina, rubia, guapa y repleta como una ensaimada. ¿Por qué siempre sonreía?, ¿eras tú el que la hacía feliz?, ¿cómo lo conseguías?, debías de usar las mismas artes que usabas conmigo, ¿se puede besar igual a cada mujer?, estoy segura que tú sí, nunca te lo perdonaré”. (La madeja. Cartas a un amigo.)

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55H
-“Tú camarero se llamaba Tom, vivía con su madre anciana, ella ocupaba un ala de la casa y él otra, era un piso enorme de la calle del Carmen de Barcelona, a la altura de la Riera Alta. Era un muchacho avispado, hubiera podido estudiar, pero siempre me contaba que no lo necesitaba, que ganaba más dinero ejerciendo de camarero en un bar de la Plaza Real, trabajaba muchas horas, de día y de noche, recibía un sin fin de regalos y conocía, decía él, a gente muy interesante, pero nunca me presentó a ninguna que lo fuera, excepto tú. 

¿Besamos los mismo labios porque siempre besamos igual?”. (El hilo. Cartas a una amiga.)