Lecciones imaginarias, poéticas y desordenadas sobre arte y pintura.
4. El pecado y el secreto.
La anterior conclusión es una ironía fácil que logramos redondear y acrecentar al afirmar que ambas verdades pocos las conocen, ¿eso es todo lo que hay que saber?, ¿qué no hay nada que saber?
¿Cuál fue el pecado de Eva, y con ella el de todos nosotros?, ¿la vanidad? ¿Cuál llegó a ser la causa de su insatisfacción y de su malestar?, ¿la soberbia?, ¿la envidia?, ¿o fue sólo una mujer curiosa?
¿El descontento nos arroja de nosotros mismos? ¿Nos expulsa afuera, al frío y al abismo?, ¿el descontento nos engaña? ¿Éramos nosotros mismos el Edén o somos el Infierno?, ¿creemos encontrarlo ahora en los otros?
La felicidad no nos hace virtuosos, ni el serlo nos permite ser felices. ¿Cuál era la queja de Eva? ¿Quería ser feliz o virtuosa?
¿O quería ser otra?, ¿Eva quería escapar de sí misma?, ¿quería renacer?
Cuando se quiere ser otro normalmente se termina siendo un loco, la imagen de uno mismo o algo peor, la de otro.
Cualquiera puede elaborar la teoría que crea más adecuada sobre lo que considera que es el arte, sin embargo y a pesar de las mil y una hipótesis, tesis y conjeturas que podamos formular, él arte seguirá su camino imperturbable e indiferente, como hace la misma realidad, a todo aquello que los seres pensantes de cualquier especie cavilamos que es.
Quizás el secreto del árbol fue otro.
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4H
-“Siempre fuiste una mujer barroca y dramática sin dejar de ser irónica y punzante. Con buen sentido del humor me comparabas con Odiseo cuando tú nunca pretendiste ser ni Penélope ni Nausicaa, te hubiera gustado ser Helena, pero sólo llegaste a ser mi amiga y a ratos mi amante, yo que ni llegué a ser Alejandro, ni Aquiles ni el cornudo Menelao. Aunque engañarme me han engañado muchas veces, tantas o más que al Rey de Esparta”. (El hilo. Cartas a una amiga.)
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4M
-“Cuando Antonio T. se iba de viaje yo te invitaba a entrar en sus palacios, a pisar sin ningún derecho sus suelos alfombrados que no eran los tuyos ni tampoco los míos, su secretaria y joven prostituta. En aquel tiempo me gustaba jugar a ser frívola.
A veces creo que me querías por envidia. Pero siempre reconocías que era el mejor profesor que habíamos tenido nunca, y era cierto, ambos lo admirábamos. Conservábamos los apuntes de sus clases como tesoros que fotocopiábamos y encuadernábamos con admiración y esmero. Casi puedo escenificar y repetir sus clases, las recuerdo igual que salen fáciles de mi boca tus propias palabras cuando me leías poesía o me hablabas de pintura en la playa con tu entusiasmo juvenil. En plena noche y en un otoño destemplado nos envolvíamos en una manta como si fuera una tienda india o la cueva donde pensábamos hibernar juntos. Encendíamos una vela que clavábamos en la arena, parecía un faro, estábamos solos, en el mundo no había nadie más que nosotros dos, esa luz, las sombras y el mar. Tú me hablabas de una ballena desdentada y yo te mordía”. (La madeja. Cartas a un amigo.)