jueves, 9 de febrero de 2012

El peletero/Teodoro Van Babel (10)


Teodoro Van Babel

10.
Los ojos.

Este doble retrato está lleno de elementos iconográficos que pretenden dotar a la escena de un significado paralelo, cada objeto y cada gesto son como las palabras de un texto demasiado farragoso. De entre todos ellos destacan unos ojos en un plato en el centro de la escena y un guante negro en la mano derecha de él, la que empuña la espada, negro sobre blanco de nuevo: es la mancha, dicen los expertos en pintura, es Makeda, señalan los poetas. Al fondo una marina con unas naves en un mar tempestuoso. Ella mira fijamente a su enamorado y él no pierde de vista una sombra de algo que revolotea fuera del cuadro.

La pintura es interesante por su composición manifiestamente arcaica a pesar de hallarnos ya en pleno siglo XVII. Una tela fuera de época y paradójicamente también alejada del estilo del resto de su obra. Hay en ella una mezcla de modas: cabellos muy largos hasta la misma cintura, a la flamenca, y otra a la italiana en el vestido de la mujer, un traje ceñido que resalta un cuerpo esbelto de junco tierno, y unas manos que juegan con “algo”, con un jilguero tal vez, un corpiño muy atrevido y escotado que deja ver sus pechos y las fresas de su pezones hinchados, y sus hombros desnudos y blancos como las montañas nevadas que no hay, ni habrá nunca, en aquellas tierras Bajas que una vez fueron posesión de una de las dos Españas.

La estructura mantiene la de un tríptico, con el hombre a nuestra izquierda, la mujer a la derecha y en el centro una simple y sencilla mesa de madera oscura con ese plato de terriza blanca en el que se hallan el par de ojos depositados. Ambos artificialmente hieráticos tal cual esfinges. Ella lo mira y él mira algo a nuestra izquierda que no vemos y que sólo deja su rastro en una pequeña sombra voladora en el suelo.

El significado, si no simbólico, es tal vez biográfico y quizás estos ojos en el plato nos remitan directamente al padre de Isaac, Abraham, un intransigente y fanático luterano y uno de los primeros seguidores de Calvino, que en un ataque de locura iconoclasta se arrancó los suyos con una cuchara sopera después de haber recorrido media ciudad rompiendo espejos y cristales. Detenido y encarcelado al fin, prefirió  extirpárselos con la cuchara que comerse la sopa aguada que el carcelero le había llevado para cenar. A la mañana siguiente lo hallaron desangrado y ciego.

Todas las dobles figuras de hombre y de mujer son una exégesis de Adán y Eva. Pero en este caso también, al parir Rebeca a una niña negra, el argumento básico de las tesis de San Agustiniano de Cartago que nos ha transmitido uno de sus más ilustres discípulos, Félix de Barcino, que lo señalan a él, a Adán, como al verdadero culpable de nuestro primer pecado, y no a Eva. Ella es la dadora de vida, él, en cambio, siempre llevará en su simiente la mácula del tropiezo y, por ende, de la muerte.

Permítasenos, pues, hacer un alto en la narración de la vida de Teodoro para detenernos en los hechos y las circunstancias que rodearon, como una circuncisión, el comportamiento de Adán y Eva.

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“Paolo ejecutó sus primeras pinturas al fresco, en un nicho oblongo en el hospital de Lelmo. Representaban a San Antonio Abad, con San Cosme y San Damián a ambos lados. En el monasterio de monjas de Annalena pintó dos figuras y en Santa Trinità, sobre la puerta de la izquierda, dentro de la iglesia, ejecutó al fresco episodios de la vida de San Francisco: las escenas en que recibe los estigmas, en que apuntala a la Iglesia con la espalda, y en que se encuentra con Santo Domingo. Trabajó también en Santa Maria Maggiore, en una capilla al lado de la puerta lateral que conduce a San Giovanni, donde están la tabla y la predella de Masaccio: allí pintó al fresco una Anunciación en que representó una casa que merece atención, pues era tarea nueva y difícil en aquella época, siendo la primera obra en que se mostró a los artistas el buen modo de establecer la fuga de las líneas con gracia y proporción, y de representar amplio espacio y lontananza en una superficie muy pequeña. Quienes son capaces de agregar a esto las luces y las sombras en sus debidos lugares, sin duda logran engañar al ojo y dar vida y relieve a la pintura. Y no bastándole esto a Paolo, quiso superar mayor dificultad aún, representando una columnata en perspectiva, que rompe el ángulo vivo de la bóveda, allí donde están los cuatro Evangelistas. Esa realización fue considerada bella y difícil y, a la verdad, Paolo fue ingenioso y capaz en tal especialidad. Trabajó también en San Miniato, en las afueras de Florencia, en un claustro en que pintó en parte con tierra verde y en parte con color las vidas de los Santos Padres. En esas obras no observó mucho la unidad de colorido de los diversos episodios, que debiera respetar, e hizo los campos azules, las ciudades rojas y los edificios de varios colores, según su fantasía. Y en esto erró, porque las cosas de piedra que se imitan no deben llevar otras tintas que las que corresponden. Dicen que mientras Paolo estaba ocupado en el trabajo, el abad que entonces actuaba en ese lugar casi no le daba otra cosa que queso como alimento. Como esto llegó a fastidiarlo, Paolo, hombre tímido como era, resolvió no volver a trabajar. Cuando el abad lo mandó llamar, sabiendo que los frailes irían a buscarlo, Paolo nunca estaba en su casa. Y si por casualidad se encontraba en Florencia con algún grupo de miembros de esa Orden, se echaba a correr para eludirlos. Un día, dos de los más curiosos, y más ágiles por ser más jóvenes que él, lo alcanzaron y le preguntaron por qué razón no iba a concluir la obra empezada y huía cuando veía a los religiosos. Contestó Paolo: «Me habéis puesto en tal estado que no sólo huyo de vosotros sino que ni siquiera puedo trabajar donde hay carpinteros o pasar cerca de un lugar en que se encuentren. Y todo eso se debe a la poca discreción de vuestro abad, que a fuerza de tortas y sopas de queso me ha metido tanto queso en el cuerpo que me muero de miedo -siendo ya queso toda mi persona-, de que elaboren cola conmigo. Si esto siguiera así, ya no sería yo Paolo, sino queso». Los frailes se separaron de él, riendo a carcajadas, y le refirieron todo al abad, quien convenció a Paolo de que volviera a su tarea, procurándole vituallas sin queso.”

(Giorgio Vasari – Paolo Uccello, pintor florentino,1150-1568)