19 Marzo 2010
Día nueve.
Todo lo anterior tampoco es cierto, la única verdad es que fui vanidoso. Pensé presuntuoso que ella era un saco vacío y que estaba por llenar, pero me equivoqué, como en otras muchas ocasiones también confundí ignorancia con soledad.
Y la soledad no se llena ni se cura.
Aunque la ignorancia tampoco.
De la misma manera que no se puede engañar a un hombre honesto no se puede enseñar al verdadero ignorante.
El caso es que ahora, que me estoy muriendo, pienso que la soledad era la mía y no la de ella, igual que la ignorancia, el tonto y el inculto era yo y no mi joven amante.
Esa conclusión no es el resultado de una elaboración ardua o compleja, no lo es. Simplemente me doy cuenta que me estoy muriendo solo, en una habitación de hospital vacía si no fuera porque la ocupo yo.
La realidad es que nadie viene a visitarme, ya no ejerzo de anfitrión.
Aquí, en el hospital, la cama es algo más ancha, pero el suelo es también mucho más duro, igual que el colchón.
Le he pedido a la enfermera que me deje colgar un pequeño cuadro que pinté hace tiempo, son las copas de unos árboles llenos de sol que titulé “El sol del platanero”, en recuerdo de “El sol del membrillo” de Víctor Erice, película en la que retrataba a Antonio López en la misión imposible de atrapar el tiempo usando el color.
La mía era una pintura que adornaba una de las paredes de la habitación que durante unos meses ocupó Van Gogh en Arlés, Francia.
La enfermera me ha mirado de una manera extraña, pero me ha dado permiso para colgarla.