Hemeroteca pelletera.
La supervivència diària.
Avui volia parlar
dels utensilis bàsics per a la supervivència diària en el nostre món de rics
arruïnats i espantats. Sempre porto, per precaució i a la butxaca del darrera
dels pantalons, un kid amb quatre
coses que crec són indispensables pels imprevistos més corrents i que mostro en
la fotografia superior i en la que segueix a continuació del segon paràgraf. En
la primera es veu un sobre amb una càpsula de Omeprazol de 40 mg per protegir-me
l’estomac per si he d’empassar-me algun gripau verinós mantenint, al mateix
temps, un somrís suau sense fer ganyotes i com si res m’afectés igual que Buda;
una dosis de llàgrimes artificials per si he de plorar en públic o en privat i
uns quants cargols per si se’m despenja l’ull esquerra o el testicle dret que
no van molt fins cap dels dos.
En la segona fotografia es veu la brúixola, l’altre instrument bàsic que em va regalar el pare de petit per satisfer una de les meves manies malsanes, la de saber sempre on tinc el nord magnètic i, per aproximació, el geogràfic.
Però aquesta
intenció que tenia de parlar dels utensilis primers per a la supervivència
diària en el nostre món de rics empobrits me la va destarotar una amiga l’altre
dia quan em va dir que tenia un joier que era alhora una capseta de música amb
tres tonades diferents. Una pels dies ordinaris, una altra per les festes i la
tercera per les nits tristes, solitàries i fredes.
Això m’ho va
explicar al venir-li al cap, mentre preníem un cafè en un bar de moda de
Barcelona, les classes que impartia una antiga professora seva de matemàtiques
que entre l’àlgebra i la geometria els hi parlava, amb molt desconsol i
melangia, d’un llibre en el que l’autora, la famosa Ingrid Schumann, rememorava
la seva feliç infantesa a l’esmentar a la veïna de davant de casa seva quan els
hi narrava el mateix conte una i mil vegades cada tarda, a ella i a les seves
amigues, a l’hora de berenar pa amb oli i sucre a l’eixida del darrera i sota
una figuera que donava figues de coll de
dama i una ombra que a l’estiu era molt d’agrair per la forta calor que hi
feia i l’empipadora xafogor del canal que passava a tocar.
Les paraules de
la meva amiga em van deixar estupefacte perquè jo també tinc una capseta
similar que surt fotografiada quasi al final i que vaig heretar quan va morir
la seva propietària de la que no diré res per no equivocar-me i perquè forma
part de les coses que hi ha al meu armari, però sí que té la meva capsa,
certament també com la d’ella, tres tonades, una pels dies ordinaris, una altra
per les festes i la tercera per aquelles nits tristes i fredes, més solitàries
que les figueres solitàries que donen figues de coll de dama, les millors i les més bones, verd fosc per fora i
vermelles per dins, tendres i sucoses, sanes, dolces, plenes de llavors i de
futur, magnífiques per una supervivència rica, perdurable i digna.
Però què era,
exactament, el que tenia a veure la capseta amb el conte que li explicava
aquella veïna una i mil vegades cada tarda a l’hora de berenar? No ho sé, no
m’ho va dir ni jo vaig insistir en que ho fes com si imaginés que era molt
difícil de comprendre o de saber per algú com jo que no va poder escoltar de
primera ma a aquesta veïna que esmentava, al recordar la seva infantesa,
l’autora del llibre que entristia a la professora de matemàtiques que recordava
la meva bona amiga l’altre dia, mentre preníem un cafè, i que va capgirar del
tot les meves intencions de parlar dels utensilis bàsics per a sobreviure en el
nostre món europeu, vell i mesquí, de nous rics sense diners, envejosos i
desmemoriats.
Aquest és el post 801 des del 22 d’abril de 2006,
voldria descansar i escriure finalment i per darrera vegada només una frase
curta, la última, i fer-ho a la meva targeta de visita igual que la Holliday Golightly, la protagonista de “L’esmorzar al Tifanny’s”, va escriure a la seva: “El Peletero, de
viatge”, però no puc pas escriure aquesta mena d’epitafi, m’és
impossible, encara no sóc pas mort ni la mudança s’ha acabat encara.
Figues, canalla
que juga, malalties oculars, soledat i ombres que temperen el sol salvatge i
indiferent que cada matinada intenta desdibuixar-nos els perfils de les coses amb
la seva exagerada claror, llum, en realitat, d’un altre món, no pas d’aquest. Sembla
estrany, però és així.
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Hemeroteca peletera.
La supervivencia
diaria.
Hoy quería hablar de los utensilios básicos para la
supervivencia diaria en nuestro mundo de ricos arruinados y asustados. Siempre
llevo, por precaución y en el bolsillo de atrás del pantalón, un kid con cuatro cosas que creo son
indispensables para los imprevistos más corrientes y que muestro en la
fotografía superior y en la que sigue a continuación del segundo párrafo. En la
primera se ve un sobre con una cápsula de Omeprazol de 40 mg para protegerme el
estómago por si tengo que tragarme algún sapo venenoso manteniendo, al mismo
tiempo, una sonrisa suave sin hacer muecas y como si nada me afectara al igual
que Buda, una dosis de lágrimas artificiales por si tengo que llorar en público
o en privado y unos cuantos tornillos por si se me descuelga el ojo izquierdo o
el testículo derecho que no andan muy finos ninguno de los dos.
No penséis, sin embargo, que el protector estomacal y las lágrimas artificiales,
que no falsas, las use por hipocresía, o para simular o disimular unos
sentimientos que no tengo realmente y que escondo para engañar, la razón no es
otra que una rara y grave enfermedad oftalmológica y emocional que padezco
desde niño que a punto estuvo de dejarme ciego al nacer, es una patología
extraña que me reseca el ojo izquierdo y que sólo me permite ver claro cuando
lloro o sonrío suavemente, sin mostrar los dientes y sin hacer muecas. El
problema del testículo derecho, sin embargo, es una cuestión diferente que no
tiene nada que ver ni con el ojo ni con los sapos, pero sí con una cierta clase
de sonrisas. Lo menciono, en todo caso, no para quejarme, por amor propio o por
el típico exhibicionismo masculino o machista, es sólo que, después de tantos
años, le tengo cariño y me sabe mal que cuelgue más de la cuenta y no quiero,
como es natural, que surjan rivalidades entre mis dos testículos para ver quién
de ellos cuelga más o menos.
En la segunda fotografía se ve la brújula, el otro instrumento básico que me
regaló mi padre de pequeño para satisfacer una de mis manías malsanas, la de
saber siempre donde tengo el norte magnético y, por aproximación, el
geográfico.
Pero esa intención que tenía de hablar de los utensilios primeros para la supervivencia
diaria en nuestro mundo de ricos empobrecidos me la ha trastocado una amiga el
otro día cuando me dijo que tenía un joyero que era a la vez una cajita de
música con tres tonadas diferentes. Una para los días ordinarios, otra para las
fiestas y la tercera para las noches tristes, solitarias y frías.
Esto me lo contó al pensar, mientras tomábamos un café en un bar de moda de
Barcelona, en las clases que impartía una antigua profesora suya de matemáticas
que entre el álgebra y la geometría les hablaba, con mucho desconsuelo y
melancolía, de un libro en el que la autora, la famosa Ingrid Schumann,
rememoraba su feliz infancia al mencionar a la vecina de enfrente de su casa
cuando les narraba el mismo cuento una y mil veces cada tarde, a ella y a sus
amigas, a la hora de merendar pan con aceite y azúcar en el patio de atrás y
bajo una higuera que daba higos de coll
de dama y una sombra que en verano era muy de agradecer por el fuerte calor
que hacía y el enojoso bochorno del canal que pasaba muy cerca.
Las palabras de mi amiga me dejaron estupefacto porque yo también tengo una
cajita similar que sale fotografiada casi al final y que heredé cuando murió su
dueña de la que no diré nada para no equivocarme y porque forma parte de las
cosas que hay en mi armario, pero sí tiene mi caja, ciertamente también como la
de ella, tres tonadas, una para los días ordinarios, otra para las fiestas y la
tercera para aquellas noches tristes y frías, más solitarias que las higueras
solitarias que dan higos de coll de dama,
los mejores y los más buenos, verde oscuro por fuera y rojos por dentro, tiernos
y jugosos, sanos, dulces, llenos de semillas y de futuro, magníficos para una
supervivencia rica, perdurable y digna.
¿Pero cuál era, exactamente, la relación entre la cajita y el cuento que le
contaba aquella vecina una y mil veces cada tarde a la hora de merendar? No lo sé,
no me lo dijo ni yo insistí en que lo hiciera como si imaginara que era muy
difícil de comprender o saber por alguien como yo que no pudo escuchar de
primera mano a esa vecina que mencionaba, al recordar su infancia, la autora
del libro que entristecía a la profesora de matemáticas que recordaba mi buena
amiga el otro día, mientras tomábamos un café, y que dio la vuelta por completo
a mis intenciones de hablar de los utensilios básicos para sobrevivir en
nuestro mundo europeo, viejo y mezquino, de nuevos ricos sin dinero, envidiosos
y desmemoriados.
Este es el post 801 desde el 22 de abril de 2006, quisiera descansar y escribir
finalmente y por última vez sólo una frase corta, la postrera, y hacerlo en mi
tarjeta de visita igual que la Holliday Golightly, la protagonista de "El
desayuno en Tifanny’s", escribió en la suya: "El
Peletero, de viaje", pero no puedo escribir este tipo de epitafio,
me es imposible, aún no estoy muerto ni la mudanza ha terminado todavía.
Higos, chiquillos que juegan, enfermedades oculares, soledad y sombras que
templan el sol salvaje e indiferente que cada madrugada intenta desdibujarnos
los perfiles de las cosas con su exagerada claridad, luz, en realidad, de otro
mundo, no de éste. Parece extraño, pero es así.