jueves, 27 de octubre de 2011

El peletero/Decio (y 3)

3.
La República ha muerto aunque se mantenga la ficción del Príncipe, el primero entre pares. A los herederos los elige normalmente el testador, y en esta ocasión parece haber ocurrido también, el pueblo de Roma ya no sabe, si es que alguna vez lo supo, gobernarse a sí mismo, así que ha delegado sus derechos. En realidad siempre ha dejado que un substituto hablara por él, igual que los hijos confían en el padre las personas establecen alianzas entre ellas de sometimiento a cambio de protección, la dignidad de un hombre se mide por sus servidores y por su capacidad de protegerlos, ¿cómo?, ¿de qué?, de sí mismos, sometiéndolos igual que se doma un caballo salvaje. Siempre por su propio bien el dueño los domeña, los esquilma y despoja, ¿para qué quieren lo que no saben usar?

La función pública no es más que una actividad privada que se ejerce a la vista de todos como los juicios, que no son más que actos administrativos en los que se dilucida la relación de parentesco y por consiguiente de sumisión y jerarquía.

Todo es una familia y en ninguna puede faltar un padre o alguien que ejerza como tal. Pero la vida destruye linajes y ella siempre prueba que no hay nada más inseguro que la paternidad, esa es la venganza de muchas mujeres, no saber, ni ellas siquiera, quién las ha preñado. Sobre esa incerteza se levanta Roma, es el pedestal en el que se erige su majestuosidad y ahuyenta en su vanidad el miedo al futuro.

Algunos quieren creer en los oráculos y seguir la vía de los damiáns o demins, pero yo solamente presto atención a los informes y sólo me fío de lo que sé, y sólo sé lo que de mí depende, no me creo nada de lo que me cuentan y únicamente la mitad de lo que veo. En casa hay un cofre lleno de oro que debió de pertenecer a alguno de los aspirantes fracasados al trono, a un ladrón. Mi hermano Galieno lo robó también, se lo adjudicó por la espada al pensar con razón que sus méritos valían más que los pillajes a los que tenía derecho, y tomó un oro que no le pertenecía. Juliano sospecha algo de eso y creo que su codicia es mayor que la furia y el hambre de su esposa, mi Lidia, mi puta, que cada año que pasa envejece tres a la vez.

Galieno se llevó un tesoro que no era suyo y que quiero pensar habría pagado más guerras, en nuestro sótano se halla intacto, ni él ni yo hemos gastado ni el equivalente a un grano de arena de todo su peso, ¿para qué?, lo hará Cornelia si se convierte en una mujer vulgar, sino vivirá como los ángeles cristianos, que viven de nada, del viento en el que se hallan todas las respuestas.

La anona, el impuesto en especies sustituye a la moneda que se desvaloriza aumentando la inflación, una col, en cambio, es siempre una col y alimenta a un soldado durante dos días. Cualquier prostituta da de comer a muchos hombres, mi Lidia tiene más miedo que yo, tiene tanto que acapara todo el del mundo cobijado en su cuerpo largo y esbelto, lo ahuyenta como si gastara un crédito que sabe que nunca devolverá. Creo que ya ni ella me vale porque no quiero que mi corto futuro lo gaste de la misma manera, sin devolvérmelo.

Cornelia, mi sobrina goda, podría haber sido mi hija, la esposa que nunca tuve o la madre a la que casi no llegué a conocer, pero no fue nada de todo eso, solamente una niña robada, una extraña sobrina que heredará un nombre que no le pertenece exactamente.

A ella, cuando era pequeña, también le enseñaba aritmética y le hablaba en griego soñando que algún día llegara a ser Nausicaa y escribiera la historia de un largo viaje, tarde o temprano deberá emprenderlo si no quiere quedarse mirando la misma estrella.

Algunos godos son cristianos que sólo ven en Jesús a un hombre, pero Cornelia no debería ser ni María ni tampoco Magdalena, ni mucho menos una mujer cualquiera, el tiempo dirá qué va a suceder, yo, la verdad, ya sólo soy capaz de ver a la niña rubia que se adormecía sentada en mis rodillas como si fuera un gorrión confiado, mi mente se desordena y no recuerdo otra cosa que aquél batir de alas invisible que Galieno le enseñaba cuando cabalgaba sin asir las riendas, igual que una amazona goda.

Cornelia acaba de cumplir dieciséis años y dice, como si fuera un juego, que quiere casarse, ella también sueña con ser mujer, y Galieno, mi hermano, se muere, su vejiga está siempre hinchada y casi no puede orinar. El oro que robó se encuentra escondido en los sótanos de nuestra casa. Juliano lo quiere para sí y está tramando algo para conseguirlo, pero yo lo mataré antes que lo intente de veras. Lidia se encuentra también enferma, apenas tiene 38 años escasos y su vientre se ha convertido ya en un pozo negro que tarde o temprano acabará igualmente con su vida, deberé cuidar de ella cuando la convierta en viuda.

¿Sabrá Lidia que se muere con sus hermosos ojos hinchados y ese porte de dama?, ¿o se morirá sola, ignorante de morirse al mirar siempre hacia otro lado? ¿Su cadáver profanará mi casa o deberé depositar sus restos en el camino que cualquiera puede pisotear? Mis dedos dibujarán entonces panes, peces y pájaros entre sus pechos, y sellarán para siempre el rostro que habré de olvidar.

Galieno ha envejecido como un macho castrón sin ovejas, sentado en el huerto de nuestra hacienda se endurece con el invierno y se apergamina con el verano, entre uno y otro se petrifica y alisa igual que las pieles curtidas y los cantos rodados de los ríos que sirven de mampostería barata para las murallas de las ciudades. Galieno no se muere solo, lo hace también conmigo que muero con él. Todas sus batallas han terminado, ya no es amigo de nadie, ni esclavo ni cliente, ni ciudadano ni hombre, ni mucho menos un bendito ni un sabio, pero es mi hermano. Los muertos vendrán a vivir con nosotros y nos acompañarán sin profanar nuestras vidas.

Siempre he creído que el daño del mundo es consecuencia de alguna clase de traición y de promesa no cumplida, en los tratos y en las infidelidades y lealtades rotas nace el rencor y la venganza. Eso lo saben los cristianos como lo sabemos todos, pero igual que nosotros también lo olvidarán pronto.

En el lugar de Juliano vendrá otro Vice Prefecto del Pretorio que ordenará cambiar el nombre de las cosas con la vana pretensión que cambien ellas también, querrá mejorar las listas, ampliar los censos, recaudar más impuestos y ajustar los precios para saber mejor qué debe tomar para sí. Sin embargo, el poeta Vero Pellio siempre afirma que hay cosas que no tienen precio, y que no son otras que aquellas que únicamente debes hacer tú porque nadie puede hacerlas por ti, ni ocupar tu lugar, ni usar tus manos ni hablar en tu nombre como lo hace un abogado en un juicio, el precio de las cosas que no tienen precio eres tú. Ése es el trato.

Yo, Marco Aurelio Decio, tengo casi 54 años y mi nombre sigue protegiéndome de la desventura, de la enfermedad y de la esclavitud.

El otro día cociné una sopa de cebolla con queso de cabra, y mientras me la comía observé a un esclavo plantar un rosal en el patio de casa, me acordé de Macedonia y de un palacio de mármol blanco al lado del mar que de joven visitaba cuando era estudiante, un océano de metal que ya no lleva a ninguna parte.

El mal revolotea a mí alrededor como las moscas en el mes de Augusto, hay algún santo cristiano que me protege y mis padres no han regresado todavía de su viaje de muerte, pronto tendré que ir a buscarlos y acompañar a Galieno en su salida del laberinto.

A las monedas de oro las pulen para rebajarles la ley y las personas enloquecen, su polvo ensucia sus uñas y pinta la carne que venden por nada, soy libre, estoy borracho y mañana moriré en ese palacio blanco y vacío, en mi querido camino de Alejandro, la luz será entonces un triste reflejo y una niña goda nos recordará como una pobre y suave brisa de verano.

miércoles, 26 de octubre de 2011

El peletero/Decio (2 de 3)

2.
Lidia era voraz, ávida y ansiosa, no podía dejar de bailar mientras la música sonará, y la música sonaba casi siempre excepto en sus extraños y largos momentos de silencio. Muda, aletargada, parecía ivernar o purgar alguna clase de mal extraño. En esos instantes de retiro se quedaba quieta como si hiciera ayuno, dormida como si no quisiera levantarse del lecho y ver la luz que entraba por la ventana, aplastada por su propio peso. Después, cuando el sol aparecía de nuevo en su horizonte, regresaba igual que un escrupuloso y avaricioso recaudador de impuestos o una hueste de mercenarios reclamando su paga.

Los ciudadanos y los esclavos del Imperio, sus burócratas también, el ejército y sus soldados, no pueden ni deben permanecer inactivos mucho tiempo, la paz y la indolencia los seca de la misma manera que se agostan las tierras que de trigales se convierten en cañaverales si no tienen esclavos que las cuiden. Sin embargo, muchos campesinos libres, contraviniendo las leyes del Imperio, abandonan sus pequeñas propiedades al no poder pagar los impuestos y se venden como siervos a los grandes terratenientes.

Lidia sólo quería ser la señora y la dueña de su casa y a la vez una mujer feliz, un buen recipiente para todos los que tuvieran algo que depositar en él. Su vasija acogía cualquier ofrenda o donativo, como el Tesoro del Emperador aceptaba todo tipo de cánones y tributos, en monedas o en especies, su cofre era como el intestino de un buey, adoptaba todas las formas y tamaños posibles.

Su matrimonio con Juliano, y la maternidad consiguiente, le dieron un papel más digno de interpretar a los ojos de los demás que las fantasías que llenaban su melancolía. Contaba que había perdido un hijo y que buscaba, entre sus asiduos, un hermano desaparecido en alguna de aquellas interminables guerras, pero yo sabía que siendo eso verdad nada llegaba a ser del todo cierto porque la razón de su vida era sencilla y simple: le gustaba lo que hacía, ser señora y no serlo, ser bella siempre, la depositaria de algo especial que, la verdad, no lo era ni lo ha sido nunca, la tesorera de un bien vulgar y común porque cualquiera lo puede conseguir. La locura no nos hace terribles, es al revés, perdemos la razón y nuestro gobierno porque somos terribles.

Explicaba también que la educó un esclavo cristiano, que se enamoró de otro, y que un soldado galo, enfermo y tullido, la preñó.

En sueños deliraba y decía cosas que no revelaré, se creía una loba valiente y osada y apenas llegaba a ser una piedra roma, una pobre coneja de corral asustada.

Yo le hablaba de mis cuentas, de mis números y de mi familia muerta, de las batallas ganadas por la caballería de mi hermano Galieno, de listas y censos, del futuro que desconocía, de mis años en Grecia, de mi juventud y del pasado que había vivido como hombre, libre, sin nada que perder, ni bienes ni esposa, ni padres ni mujer, sólo un hermano y una sobrina goda.

Lidia no me escuchaba, me miraba y no me veía y sólo veía algo que no advertía yo, quién sabe si era su hijo perdido o su soldado tullido, muerto en otra batalla o en otra cama, lejos, más allá del Rin o del Danubio, defendiendo el patrimonio de otro o a un emperador fracasado, codicioso y loco.

Lidia ordeñaba a sus hombres como si fueran toros y a sus toros como si fueran hombres, yo hacía lo mismo en mis inventarios, pero ella era más eficaz y querida, deseada tanto por los primeros como por los segundos, todos cornudos.

Después, en las fiestas de su casa, era la matrona, la que mandaba con voz potente y segura a los esclavos, la que educaba a sus hijos con el acierto y la rigidez de una vieja romana, la esposa de Juliano, el patrón, su dueño, el Viceprefecto del Pretorio. Sus conejos al horno con cebollas y lenguas de codorniz eran los más apreciados de la Narbonensis, los sacrificaba jóvenes y se derretían en la boca.

Le gustaba ser igual que el oro con el que se acuñan los solidus del Emperador, tan fáciles de limar y lijar que se desgastan con más rapidez que el adobe viejo secado al sol.

El oro es pesado y blando, moldeable y anónimo como esos banquetes en los que los invitados usan máscaras como ciegos a medias. Es un falso anonimato, naturalmente, porque todos, Juliano también, conocíamos perfectamente las aficiones de su esposa así como las del resto de los habitantes de la ciudad, nada consigue ser invisible en un mundo que no sabe más que mirarse a sí mismo. Mis listas dejaban constancia fiel de ello, anotaba de manera minuciosa las entradas y las salidas, las entrañas, lo que se tiene y lo que falta, como el mejor contable inflexible y puntilloso que quiere tener al día el estado de sus cuentas.

Se dice que la clientela de un buen romano es equivalente al tamaño de su cornamenta, tal vez por ello Juliano no hacía nada para evitar la segunda en la esperanza que incrementara la primera. Pero nada es gratis y todo se paga, en moneda o en especies, en espacio o en tiempo. Y si no tienes ni una cosa ni la otra deberás pedir un préstamo, y rogar a los dioses que no permitan que termines perdiendo tu libertad para devolverlo.

Los precios deben mantener el equilibrio con el valor fiscal de los bienes imponibles o viceversa y, al mismo tiempo, con el interés que un prestamista pide para obtenerlos o viceversa. El valor debe parecerse al precio o viceversa y al total de las existencias que obtengamos en un buen inventario actualizado constantemente. Todo debe de quedar escrito y compilado, desde las tierras de las que viven las personas, pasando por las casas en las que se cobijan, las cosechas, el ganado, los productos manufacturados, los ajuares, muebles y libros, para terminar en los mismos ciudadanos que dan vida a las cosas, campesinos o artesanos, libres o esclavos, todos han de estar empadronados en las listas del Imperio.

La mejor ley de precios, sin embargo, es la que no existe porque todo cambia aunque el Imperio adjudique a cada uno su labor a la que está ligado por nacimiento y por ley. Todo pertenece al Estado y al Emperador que lo personifica igual que el sol da forma a Dios, al Uno, dicen los platónicos. Cada ciudad vive dentro de sus murallas que la defenderán de ladrones y de bárbaros venidos de las llanuras de Europa y de Asia. Cada hombre y cada mujer es también una cerca por sí mismo, un monje, tras ella habita Roma y con ella el Imperio de los Augustos y Césares. Júpiter, Helios, Mitra o el Cristo del madero serán nuestros estandartes que elevarán en su Olimpo al propio Emperador que no puede ser tocado con mano humana, ni mirado con los ojos de la cara, ni amado ni temido siquiera como se ama o se teme a un padre cualquiera. Él es el único Domine Pater en la tierra que ha de ser adorado.

O al menos eso es lo que la muchedumbre ha de creer. La plebe no conoce nada fuera de su miedo, de su hambre y de su sed, de su piedad y coraje, de su mezquindad, del vino que llena su cuerpo o de los picores de su entrepierna.

martes, 25 de octubre de 2011

El peletero/Decio (1 de 3)

1.
Morimos igual que fornicamos, como conejos asustados.

Nací hace poco más de cincuenta años, durante el mandato de Decio como Emperador, mis padres me pusieron su nombre para protegernos de la peste que asolaba el Imperio, pensaron que una palabra podría servir de escudo frente a la enfermedad, que sería un conjuro mágico que nos protegería del mal.

No iban desencaminados, la fiebre los mató a todos menos a mí y a mi hermano mayor, Galieno, que se llamaba igual que otro que también llegó a ser Augusto.

En estos tiempos de ahora hay tantos aspirantes a la púrpura que cualquiera que tenga una espada, o suficiente dinero, puede soñar en ser descendiente del gran Julio y vestir su toga.

Está terminando una era y empezando otra de desconocida, es un parto difícil y muy doloroso, el feto viene de nalgas, quizás nazca muerto o sea un monstruo lo que echen al mundo las entrañas de la loba, un demín, un ser deforme, y quizás alado, un heraldo de pico curvo que coma carne muerta y que no traiga otra paz que la de los cementerios. El último medio siglo lo ha sido de guerras permanentes y continuas, de peste, de miseria y desesperanza, de persecuciones, robos y pillajes.

Aunque nuestra familia quedó diezmada, mi hermano, diez años mayor que yo, supo conservar buena parte de nuestro patrimonio familiar de caballeros servidores de Palacio. Galieno comandó unidades de climbanarii en el ejército, su fortaleza, su destreza militar y su perspicacia por estar siempre en el lado vencedor nos salvó la vida, a mí y a algunos esclavos que todavía pudimos mantener, más asustados que nosotros.

Ni él ni yo hemos tomado nunca esposa aunque Galieno adoptó a una niña goda de pocos meses de edad después de matar a sus padres en alguna escaramuza; se apiadó de ella y, en lugar de acabar también con su vida, se la llevó para sí. Todavía recuerdo el día en que la trajo a casa envuelta en su capa de general, parecía un lechón hambriento listo para hornear, de eso hace ya dieciséis años. La llamamos Cornelia en recuerdo de nuestra madre, pero yo, en secreto y sólo para mí, la llamo Bienvenida. Ahora es la heredera, la que llevará el nombre de la familia y la columna que sostendrá el techo de nuestra casa. También es la brisa que limpia las estancias aireándolas cuando corre por ellas, y la que quizá algún día deba convertirse en la borrasca que barre lo poco que quede.

Estos soldados de caballería, los climbanarii, son huestes acorazadas de pies a cabeza, los jinetes y sus monturas, y se han convertido en una curiosa metáfora de la nueva Roma, igual que ellos las ciudades y las haciendas del Imperio viven amuralladas, aterrorizadas y recogidas tras sus protecciones pétreas. La polis y su ágora han desaparecido, ahora son comunidades que deben defenderse por sí mismas y ser autónomas también en su economía aunque el Emperador quiera controlarlo todo al pensar que el mundo es solamente un castillo de arena.

Las rutas comerciales están en buena parte rotas, los caminos son intransitables y peligrosos, el transporte de mercancías es difícil y de costes desorbitados, es más alto el porte que el oro que se traslada. Y los bárbaros llegan como la tormenta y se van como las crecidas de los ríos al final del verano, arrastrándolo todo y dejando en su lugar la ruina y la desolación, de ellos, sin embargo, es el futuro.

Pero la burocracia del Imperio se ha mantenido firme y unida como los dedos lo están a una mano que todavía puede cerrarse y golpear, escribir y dictar leyes. Ella y el ejército han conservado, como si fueran un dique, la casa común, sus esfuerzos siempre tratan que el mar no termine con la playa, pero Neptuno no es el mar. Ningún hombre puede vivir sin una morada, aunque incluso sea una cárcel no hay nada fuera de ella que no sea nada, oscuridad y silencio. En la casa se halla nuestro origen y en él la dignidad de los bien nacidos, de aquellos que tienen un nombre que transmitir a los demás y por el cuál somos reconocidos y aceptados en las asambleas de ciudadanos donde podemos votar, incluso los cristianos saben reconocer eso y por ello el descendiente de Pedro dicen que vive en Roma y no en Jerusalén.

Mientras mi hermano Galieno prosperaba en la milicia yo lo hice en la administración del Imperio.

Estudié en Grecia y de mi padre heredé el cargo al que estoy atado por ley, llegando a ser edil de Aix, nuestra pequeña ciudad de la diócesis de la Galia en la Narbonensis, durante el mandato de Lucio Domicio Aureliano,

He trabajado durante muchos años en las oficinas censales, elaborando inventarios y listas, y en la actualidad, que en Roma impera Diocleciano, el ilirio, estoy a las órdenes de Tito Petronio Juliano, un Vice Prefecto del Pretorio civitatis, un vicario, uno de esos que llaman “caballero perfectísimo”.

Él usó, para su propio beneficio y para su César y los funcionarios del Palacio, mis estudios sobre aritmética y la diferencia contable y moral entre lo que se tiene y lo que no, ambas son cuentas que siempre suman cero en un círculo permanentemente cerrado aunque aumente su perímetro, lo importante no es el radio ni el número pi, ni tampoco el cociente entre ambos, lo fundamental es que su circunferencia es un laberinto que no tiene escapatoria. Como mi amor por su esposa, Lidia, que siendo muy joven inundó mi vida como la lluvia llena los pozos secos y los campos yermos, anegándolos.

La conocí antes de casarse, en un lugar y en una situación muy poco respetables para una muchacha que pertenecía a una familia rica de viejos caballeros romanos.

Hoy en día todavía no se admite, aunque sin duda se acepta, que cualquiera llene su cama con quién desee, casi todos lo hacen y todos saben que casi todos lo hacen, sólo se les pide que lo que ocurra en ella no trascienda, que conserve la discreción y la compostura, que mantenga las apariencias de la moral pública, sus leyes y sus costumbres, el decoro de la estirpe en la que se ha nacido y que no está obligado a mantener con los que no son de su casta. Se le exige que respete las convenciones y la tradición, que no confunda nunca a sus amantes entre sí ni mucho menos con la familia, ni que caiga tampoco en la debilidad del amor con ellos como me ocurrió a mí, que no pude dejar de mirarla desde el día que la vi por primera vez.

Sin embargo, los nuestros también son tiempos ascéticos en los que impera la necesidad del pobre, la hipocresía del débil y del aprendiz, la escasez y la penuria se han convertido en virtudes, la miseria revaloriza lo que nunca antes había tenido valía, por ello los matrimonios cristianos ofrecen un raro ejemplo que desazona a muchos viejos romanos que no son capaces de comprender en qué consiste la nueva dignidad ni los nuevos pesos, esas cuentas diferentes que miden ahora a los hombres y a las mujeres.

jueves, 20 de octubre de 2011

El peletero/Fusco (y 3)

Y 3.
Cuando de joven estudié Historia y Retórica, griego y latín, un viejo profesor que había ejercido de tribuno en los primeros consulados de Mario me insistía que vivimos en una ciudad que siempre se lleva a cuestas y de la que no podemos escapar, que ella también es un raro jardín y una cárcel al mismo tiempo, un pesado fardo, un coto cerrado, amurallado. Aunque los demás, decía, son igual que tú no te ven, nadie se reconoce a pesar de estar hechos todos con la misma sustancia, los bárbaros y los esclavos igualmente y mucho más las mujeres, los seres más parecidos a los hombres aunque estén constituidas al revés que nosotros, el afuera está adentro y el adentro está afuera, para entrar en ellas hay que salir y para salir hay que penetrar en ese recóndito lugar, vacío y lleno. No esperes ser el único, multitudes pueblan ese hades que también es, curiosamente, tu casa, el cielo entero, vivos y muertos lo habitan, reales o imaginados, con ellos deberás compartir tu anhelo de la mejor manera que sepas aunque para tu seguridad no cedas a tu mujer ni una lágrima, ni un lamento ni muchos menos ningún halago, no es ella la que yace contigo, es otra que no conoces ni tampoco conocerás, nadie te mira, nadie te ve excepto tú. No permitas pues que profanen tu templo, ese fantasma que arrastras desde el día en que tu madre te parió, tu deber será liberarlo de extraños y de mercaderes aunque tengas que usar el látigo, de ladrones y de mentirosos, si quieres saber algo habrás de vivir solo aunque vivas acompañado. Piensa, concluía, que el daño del mundo es consecuencia de alguna clase de traición y de promesa no cumplida, en los tratos y en las infidelidades y lealtades rotas nace el rencor y la venganza. Cumple pues, y de buena gana, los compromisos, lava tus muertos y recoge con tus propias manos sus cenizas.

Sexta se pega a mí como una babosa, con las piernas abiertas y encogidas me atrapa en su seno, su sexo es una boca sin dientes, algo debe de tener roto por dentro porque no logra quedar embarazada; es una oquedad que atraviesa una montaña, no hay nada al otro lado, tan profunda y natural como un pozo, igual que la más simple de las mujeres que también quiere un nido aunque no sepa volar, odia y ama, como afirma Gayo Valerio Cátulo en uno de sus poemas, ¿cuántos besos le son bastantes?, se pregunta, tantos como granos tienen las playas de Libia, se responde a sí mismo, tantos como estrellas contemplan las noches los furtivos amores de los hombres...

Siempre muda, siendo igual se transforma, silenciosa, callada, estática, paralizada desde el principio se arrastra lenta como un conejo asustado y me susurra su calma y su miedo como si yo fuera un caballo al que hay que domesticar, un asno de orejas largas y falo desmesurado, pero no es así, no soy eso ni mi pene mide más que la palma de mi mano abierta.

La ceremonia nupcial ha sido sencilla y estrictamente privada, hemos aceptado los bienes que Prócula aporta a través de su hermano como dote. Mi padre ha testado a mi favor y yo al de mis sobrinos. Ese ha sido el trato.

Uno de los hombres que maté, y que habían ocupado la casa de la ya mi esposa, era un facineroso, un bandido, hijo del acreedor principal de Cneo, el hermano de Prócula. Ya veo llegar a los esbirros que enviará para vengarse. Los matones que me cortarán el cuello están esperándome en la próxima esquina y aunque sabré defenderme no tendrán piedad de mí como yo tampoco la tuve de ellos.

Ya soy un hombre muerto, lo soy desde hace tiempo. Estamos a primeros de junio y hace fresco, las noches no son lo claras que deberían, está lloviendo como si volaran gorriones, entre sus alas pétalos, nubes y el agua de los ríos de la luna que sin saberlo regará esos jardines llenos de nada y de cerezos.

miércoles, 19 de octubre de 2011

El peletero/Fusco (2 de 3)

2.
Los acreedores de Cneo se han enterado del trato y del matrimonio inminente, y según parece han querido aumentar de mala manera y con extorsión el importe de la deuda instalándose diez matones de ellos en casa de Prócula y Cneo como si fueran sus dueños o los pretendientes de Penélope. Yo no soy Odiseo pero no me ha costado demasiado matar a cinco, herir a tres y ahuyentar a los otros dos que como conejos se me han escapado. Mi padre me ha mandado que limpiara la casa de extraños chantajistas y así lo he hecho, soy un soldado y sé luchar. En la refriega me he encontrado de nuevo con Prócula a la que hacía años no veía. Se ha puesto un poco nerviosa y sofocada al verme y contemplar la refriega y los muertos esparcidos por el suelo de sus limpias estancias. Me he presentado con la más absoluta naturalidad, como si no sucediera nada extraño, y con la espada ensangrentada en la mano y un muerto a mis pies le he dado el pésame por la muerte de su hija, la que debía de haber sido mi esposa.

Era un niño cuando la conocí, y ya se había casado con un hombre mucho mayor, nos llevamos quince años y, como he dicho, no recordaba casi nada de ella, ni sus formas ni sus ojos, ni su voz siquiera. Tiene un buen aspecto aunque sus aceites y peinados no pueden ocultar sus cincuenta años, no es ningún obstáculo para mí, al menos todavía no y mucho más sabiendo que nuestro casamiento será, como lo son todos, un buen o mal negocio aunque haya mujeres y hombres que se hacen falsas ilusiones. Piensa, me ha dicho ella, que sólo una mujer de mis años puede darte lo que ninguna joven te dará. ¿Y que puedo ofrecerte yo que no consigues de tus esclavos?, le he preguntado a mi vez. Tú sabes matar, ellos no, ya has visto que se asustan y lloran más que unas plañideras, me ha respondido como si le faltara el aliento. Era verdad, como gallinas asustadas se habían escondido al ver llegar a los acreedores de Cneo gritando, vociferando y blandiendo palos y cuchillos.

No sé porqué hemos hablado de manera indirecta de Eros cuando habríamos de haberlo hecho claramente de Plutón, quizá ha sido por una predisposición natural a las convenciones que impelen a los que van a casarse a compartir la cama y a fornicar en ella como si fueran unos desconocidos, esta es la gracia, no haberse visto nunca antes y no verse más después.

Prócula tiene a sus esclavos y yo a mi Sexta que ya se ha convertido en mi Primera. Así me lo ha hecho ver mi futura esposa que, según parece, ya conoce la existencia de mi ramera, dejando claro que no está dispuesta a ser la Segunda en nuestro lecho. Le he respondido que será lo que será y lo que tenga que ser ya se verá. Al oírme me ha abofeteado y yo me he reído, ha insistido, no ha parado de darme golpes en el rostro, en la cabeza y en el pecho, me he protegido como mejor he sabido con mis brazos y manos esquivando sus arremetidas que eran cada vez más violentas, un minuto largo golpeándome hasta que se ha rendido agotada, sus rodillas han cedido y tan larga como es ha caído abatida y derrumbada por su propio esfuerzo y cansancio. En el suelo, tendida, he introducido mi espada por entre las faldas de su túnica cortando en dos su ropa y medio manchándola con la sangre de los cuerpos abatidos, abriéndola en canal para dejar a la vista su desnudez y su vientre estriado de mujer que ha parido, no ha hecho nada para impedirlo, he abierto sus piernas y me he arrodillado entre ellas con el gladius todavía en mi mano derecha. Se ha incorporado por sí misma sentándose en el suelo a horcajadas, despojada de su túnica rota me ha rodeado desnuda con sus brazos y me ha mordido la boca, he gritado de dolor y de un manotazo la he apartado de mí, ha insistido, esta vez con su lengua bebiendo la sangre que manaba de mis labios. De nuevo la he separado con la punta de mi arma entre sus pechos caídos, se ha quedado en el suelo, tirada, abierta, hueca, acariciándose el pubis y la vulva frente a mí, con los ojos abiertos de par en par sin apartar la mirada, buscando mi niña, líquida, brillante, nocturna la suya, metálica y de besugo la mía. A nuestro lado había el cadáver de uno de los acreedores asaltantes que acababa de matar y del que no paraba de brotar una sangre acuosa que inundaba el suelo, he debido de perforarle el bazo. Prócula gemía como un gato, y yo ni la he tocado, sólo la he mirado tocarse. Me ha suplicado que no me fuera, que esperara, y cuando ha terminado se ha quedado como un pollo desplumado, como un cerdo después del sacrificio y antes de sacarle provecho, más amarilla que sonrosada. Entonces me he levantado y me he ido. Sus esclavos estaban por allí, espiando escondidos, excitados y atemorizados como viejas fisgonas solitarias.

Los romanos vivimos de nuestros esclavos mientras nos dedicamos al ocio, a robar a los demás y a matarnos entre nosotros. Aníbal ahora lo tendría más fácil. Marco Porcio Catón siempre afirma que los matrimonios de hoy en día se sustentan en los cuernos de los esposos que como cervatillos se casan y como uros ibéricos se divorcian. Y Tito Lucrecio Caro que ha visto “derramar la sangre de los ciudadanos para aumentar sus riquezas, la avaricia doblando las fortunas, acumulando asesinato sobre asesinato, la crueldad gozándose en los tristes funerales de un hermano, los padres rechazar y huir de la mesa de los allegados” (De rerum Natura)

Los cerezos que Camilo Licinio Lúculo ha traído de lejanos países son la admiración de muchos. Craso quiere conquistar la Mesopotamia y Julio traspasar el Elba. Pompeyo cuenta que ha entrado en el Santa Sanctórum del Templo de Jerusalén y que en aquella pobre habitación no ha visto ningún dios ni a su estatua. Yo vivía de Sexta y de Prócula, las dos eran a su manera la pequeña cámara que Pompeyo Magno visitó y que encontró vacía.

martes, 18 de octubre de 2011

El peletero/Fusco (1 de 3)



1.
Cuando te licencias del ejército debes de incinerar a los últimos muertos en combate, lavarlos con tus propias manos y llevar la tea que ha de quemar su pira; es un servicio que los oficiales prestamos a nuestros soldados en gratitud por su servicio, entrega y obediencia, es un símbolo que quiere escenificar sumisión y una promesa, que moriremos por ellos igual que lo han hecho por nosotros.

Siempre me han gustado los actos fúnebres, la pompa y las plañideras, ya sé que a estas liturgias las reviste el ritual que no necesita ser sincero, pero no debemos buscar en ellas la franqueza porque son otra cosa muy diferente, quizá la repetición y escenificación de algo que olvidamos fácilmente, un acompañamiento que terminará en abandono; la verdad, sin embargo, es esquiva y habita únicamente en los corazones de cada uno, en nuestros hígados y estómagos y en la punta de las espadas que matan o salvan.

Aprecio la demostración pública de afecto a pesar de ser hipócrita, me gusta rendir honores a quien se los merece y también a quien no, porque en realidad nos honoramos a nosotros, los vivos, los muertos son un mero pretexto para compadecernos de nuestro futuro. A los dioses hay que servirlos aunque únicamente pueblen nuestros sueños y duermevelas, en ellos nos vemos igual que en los espejos, al revés, y queremos pensar, necesitamos creer, que en su mano está darnos, o no, un poco más de tiempo.

Así me he comportado, los he lavado y los he incinerado a todos, igual a mis soldados que a mis dioses porque no son unos menos que los otros. Al final de la ceremonia, con los llantos, los sermones y las brasas todavía ardiendo, hemos simulado unos juegos helenos y un banquete etrusco con nuestras esclavas, para acabar llorando borrachos como los griegos cuando se ponen melancólicos, procurando que el vino endulce nuestra tristeza y no convierta la alegría en un sin sentido.

Quizá por ello me he traído de regreso a Sexta, una prostituta que nos ha atendido bien durante toda la campaña asiática. Nos la hemos disputado seis, de ahí su nombre, sus más fieles y asiduos. Los dados que hemos echado sobre su túnica me la han entregado para que regrese conmigo, Marco Emilio Fusco, a casa.

Sexta es la tercera mujer que me ha visto llorar, antes sólo lo habían hecho mi madre y mi nodriza. A veces no puedo mirarla a los ojos, aparto la vista y aunque me muero evito el gemido y el grito, me trago el goce y el encanto. 

Seguro que ha contemplado sollozar a muchos otros antes que a mí.

Fusco, me dice triste y compungida igual que si recitara una salmodia, a penas soy un fantasma que vive entre tus pesadillas y tus temores, en los sueños puedes matarme, hazlo, hunde tu espada en mi corazón, búscalo en mi vagina, ábrete paso a su través, rasga mi vientre para que salgan las heces por él como si fueran los hijos que nunca pariré, no te mancharán, soy un sueño, un deseo, carne macerada de jabalí.

He llegado a casa con ella y a los pocos días mi padre me ha puesto al corriente de las últimas novedades y de lo que ahora espera de mí, su único hijo vivo.

Agripina, la esposa con la que debías casarte, me ha dicho, la niña que elegimos para ti nada más nacer, falleció hace un año atropellada por un carro de bueyes, las ruedas y las patas de los animales le rompieron los huesos y le aplastaron el corazón, los ojos se los cerró su propia madre, Paula Furia Prócula, que ya sabes que es viuda, ¿lo recuerdas?, su esposo murió de fiebres nonagenario hace quince años. Debes ahora casarte con ella, así lo hemos acordado en un nuevo contrato, no tiene a nadie en el mundo aparte de una buena dote que mal le administra su hermano, Cneo, también viudo, sin hijos y muy mal jugador.

En realidad no recordaba casi nada, ni de Agripina ni de Prócula, su madre, ni tampoco que debía casarme con alguien.

Sus cincuenta años no creo que sean para ti ningún inconveniente, al menos aún no, me ha dicho mi padre, como tampoco la fama de sus esclavos que la atienden igual que a una reina etrusca, nos conviene que al final sus bienes terminen en nuestra casa y alimenten a los nuestros, no puede ya tener más hijos y en este caso ello es una ventaja para nosotros y tus sobrinos, los futuros señores del patrimonio Emilio.

Su hermano ha contraído deudas de juego, y sus acreedores forman ya con éxito toda una tropa de mordaces que lo persigue con canciones jocosas y burlas y que hacen su vida imposible. El contrato que hemos firmado consiste en pagarle las deudas, antes de que sea demasiado tarde y lo pierda todo, a cambio de su patrimonio y de su hacienda, nuestros clientes se encargarán, con su diplomacia habitual, de alejarlo de los dados, aunque no tendrá ya nada que jugarse no nos interesa su mal nombre, y si no lo consiguen lo matarán. 

A mí los dados me habían entregado a Sexta, un cinco más uno todavía suman seis a día de hoy, una prostituta barata, cuartelaria, y ahora mi padre me adjudicaba a Prócula, una patricia sin sostén, en un trato de conveniencia que he estado a punto de rechazar para alistarme de nuevo en las legiones de Pompeyo, pero si hubiera tomado tal decisión habría perdido también las tierras públicas que el Senado ha entregado como paga a sus veteranos licenciados, y eso, mis codiciosos sobrinos no me lo habrían permitido. De mi padre dicen que ha hecho bien las cosas no aceptando más invitados en su mesa que comida hubiera, de joven tuvo tres hijos varones que levantó del suelo en señal de aceptación, y expuso a otros dos y a una hija dejándolos morir en el basurero que había detrás de la casa, alguien recogió a la niña, no supimos nunca quién fue. Mis dos hermanos murieron más tarde en la guerra, quedando yo como único heredero testado. Hubiera podido adoptar hijos, pero mi carácter no se siente vinculado con los esfuerzos que requiere mantener una estirpe.

viernes, 14 de octubre de 2011

El peletero/Vero (y 2)

2.
Soñé que regresaba a casa después de muchos años, que entregaba a mi familia una bolsa llena de monedas de oro, que vivía con nosotros aquella hermana que nuestra madre abortó, Julia, y que mi padre comandaba, con su característica autoridad y ternura, nuestra pequeña familia.

En el sueño mi madre se llamaba asimismo Julia, igual que la mujer con la que me casé y la hija que me dio. Allí estábamos todos y también mis hermanos, Severo, el mayor, entero y fuerte, y Cayo, el mediano, pródigo y valiente. Y entre todos ellos yo, Quinto Sempronio Vero, el pequeño, feliz y cansado, triste por lo visto en mi largo viaje, apenado y afligido porque sabía que lo que vivía era un simple sueño.

¿Cayo, dónde estás?, ¿Julia, eres mi rosa? Nadie respondía porque sólo podía elegir a uno de ellos. Así lo hice, elegí.

Cuando desperté la fiebre había desaparecido. Con unas cuantas sopas de coles y caldos de pollo me recuperé. Diez días después vimos venir a Cayo caminando por el sendero en el que están enterrados nuestros padres y Julia, esa hermana no nacida, la vía de los cipreses.

El augurio es el indicio de aquello que ocurrirá, en cambio, el vestigio, siendo la señal de algo que ha sucedido, es también el testimonio, el resto a través del cual obtendremos la verdad.

La verdad está siempre abierta a nuestros ojos, no se encuentra oculta en ningún escondrijo como si fuera un simple misterio.

El buche es la bolsa membranosa que comunica la boca con el esófago de las aves, en él se reblandece el alimento gracias a unas piedras tragadas por el animal para tal fin. Se dice también que es el lugar en el que se finge que se guardan los secretos.

Así pues, al abrir el pecho y el buche de las aves, habremos de separar, enumerar y clasificar con minuciosidad, las piedras que hallemos en él. Su color, su forma, su peso y su tamaño serán los indicios que nos servirán de puentes para traspasar el río y la niebla que oculta su otra orilla.  

Las piedras, y también todas las demás cosas y seres que encontremos en ese saco o bolsa, serán un vestigio y un augurio al mismo tiempo, y lo serán porque la verdad no es sólo aquello que ha ocurrido, es también todo lo que tiene que suceder.

Como augur debía de ser fiel a los gestos, memorizarlos para repetirlos con precisión y exactitud. En esa repetición absurda está el secreto, es el ritmo del tambor que, más que la rueca, marca el tiempo. La gente los conocía mejor que yo y me los demandaba como si fueran unos niños que siempre piden que se les cuente igual la misma historia.

Mis padres han fallecido, pero todavía conservo a mis hermanos aunque a uno le falte medio cuerpo y al otro media alma y a los tres Julia.

Sé lo que debo de saber que no es más que aquello que de mí depende pues siempre he creído que el daño del mundo es consecuencia de alguna clase de traición y de promesa no cumplida, en los tratos y en las fidelidades y lealtades rotas nace el rencor y la venganza. Algún día llegará Julia, y si no llega iré yo a buscarla aunque para ello deba de morirme.

Esta mañana he abierto una paloma, blanca y gris, estaba limpia y no opuso resistencia, el hígado era claro y en el cielo no volaban los halcones, hace calor, se acerca el verano y los niños ya corren desnudos hacia la alberca para bañarse.

jueves, 13 de octubre de 2011

El peletero/Vero (1 de 2)


1.

De niño, con apenas seis años, observé a mi madre matar a un pollo, sacarle las entrañas y desplumarlo, al verlas echadas en el suelo para que se las comieran los perros supe que ella moriría mañana. Mamá, le dije, vas a morir mañana, un árbol te matará. Así fue, al día siguiente una viga podrida de la despensa se le cayó encima y le rompió el cuello.

La incineramos y depositamos en la vía que salía de nuestra hacienda sus cenizas al lado de las de mi padre y de Julia, una hermana que no llegó a nacer. Después, mi abuela Livia me lavó, me untó en aceite y me mantuvo cuatro días con sus cuatro noches sin comer ni beber. Una vez repuesto me entregó al santuario de Júpiter más cercano para mi aprendizaje. Estaba lejos, a varias jornadas de viaje, era un caserón vetusto y ruinoso con un pequeño templo adosado dedicado al dios del Universo, allí me quedé dos años, solo.

Un viejo sacerdote me dijo al llegar: recuerda que la rosa es únicamente la rosa, y que la rosa que conocerás un día te matará en vida sólo si eres digno de morir de tal manera, ¿lo eres?

No supe qué responder, no sabía de qué me estaba hablando.

¡Toma!, el sacerdote me dio una paloma y un cuchillo, ábrela y dime cuándo moriré, me ordenó.

Tenía el hígado muy oscuro y grande y el buche tan lleno que estaba a punto de reventar. Te estás muriendo ya, le respondí, no tardarás y no será por causa de ninguna rosa, añadí desconcertado al ver aquellas vísceras y mis manos ensangrentadas. Al oírme me abofeteó con tanta violencia que me tiró al suelo, me levantó arrepentido, se arrodilló ante mí y me abrazó llorando, desconsolado.

Al cumplir los ocho años me escapé y regresé andando. Al cabo de seis semanas, sucio, cansado y hambriento, llegaba a casa. Durante el viaje unos soldados quisieron tomarme, pero logré esconderme y escapar. Mi abuela me contó que mis dos hermanos se habían alistado en las legiones de Mario y que ahora era yo el padre, el hombre de la casa.

La gente venía y me pedía una adivinación, yo les escuchaba pero no se la daba a cualquiera, por eso tal vez Sila nos perdonó la vida cuando me preguntó por su joven esposa. Sólo responderé por ti, no por ella, le dije, has de saber que todavía no es mi hora ni tampoco la tuya, no puedes tocarme. Y no me tocó.

Pasaron los años y vinieron otros generales, murieron más hombres en las guerras y las mujeres siguieron pariendo hijos que me traían para saber, algunas, quién era el padre.

Mi hermano mayor, Severo, sobrevivió a la guerra, pero regresó loco, con a penas medio cuerpo, tullido y roto.

Mi hermano menor, Cayo, no regresó, no supimos nada de él, aunque todas las palomas que sacrifiqué señalaban que estaba vivo y sano.

Vivimos entre muertos, decía la abuela, y tenía razón, ellos no apartan la mirada, su falta de pestañeo es un dedo que señala, tal vez el origen de todo. Los pichones aunque ven son ciegos como los amantes al final de la cópula, deberás atrapar un águila para encontrar a tu hermano y traerlo a casa, me dijo. Así lo hice, robé el estandarte de una legión, fundí el metal y con él hirviendo en la olla eché a una perdiz viva dentro. Sus entrañas se cocieron y me las comí. A la noche siguiente la fiebre me postergó en cama una semana entera.

jueves, 6 de octubre de 2011

El peletero/Claudio (y 3)

Y 3.
Tiempo después ese niño me salvó a mí ayudándome a huir a Cilicia junto a la parentela de César cuando Sila desató en los partidarios de Mario su sed de venganza. Él es ahora un general veterano de las legiones galas de Julio, y a él he pedido ayuda de nuevo.

Me la ha prestado enviándome a veinte hombres de su legión que han matado a todos los esclavos de Emiliano, lo han apresado y lo han retenido encadenado en los sótanos de mi villa hasta el día del juicio. Solamente así he podido presentar una demanda oficial contra él y que el magistrado la haya aceptado al tener enfrente al acusado.

La sentencia ha sido la que corresponde en estos casos, me ha permitido subastar públicamente la hacienda y todos los bienes de Marco Cornelio Emiliano, cobrarme mi parte, incluido el precio de mis dos esclavos muertos y el cuantioso regalo que he hecho a los soldados de Lucio que me han servido, y devolverle el resto sobrante que no ha llegado ni siquiera a poco.

El juicio ha sido público y muy concurrido, la gente se ha divertido mucho a nuestra costa y se ha burlado de forma muy cruel de nosotros dos aunque siempre se lleva la peor parte el que va a ser condenado. Todos han hecho mención sarcástica de nuestras esclavas insatisfechas y escarnio de nuestros miembros que ya no son el mango de ninguna espada.

Ambos somos unos ancianos, pero yo todavía me mantengo delgado, algo ligero y vaporoso y en mi túnica sencilla no había ninguna mancha de grasa, estaba limpia a los ojos de cualquiera, me presenté afeitado y con los cabellos cortados.

Él, en cambio, aunque hice que mis esclavos lo lavaran, llevaba sus propias ropas no muy elegantes, sucias y raídas, su cuerpo mostraba una obesidad mórbida de años y su semblante no escondía el miedo que la gente ahuyenta de mala manera riéndose del prójimo, del débil y de sus visibles flaquezas.

Al juicio no ha sobrevivido su esposa que ha terminado su larga enfermedad de tantos años, ni tampoco su liberta griega Calipso, el origen de todo el altercado y que murió en la refriega a manos de los mercenarios que liberaron mi casa. 

De todo ello hace sólo cuatro meses.

Areté me sigue lavando, untando en aceite, y continúa perdiendo en ello su porte de aristócrata para convertirse en una simple mujer fascinada en una cama, sin nombre ni pasado. Tengo miedo, sé que Emiliano se vengará y que lo hará en ella.

Para evitarlo quizá lo más conveniente sea terminar bien el trabajo, no dejarlo a medias, matar a Emiliano y robarle lo poco que conserva, así aseguraría mejor mi hacienda y a mi esclava. A mi rival no le quedan clientes ni familia que quiera lavar su ropa ni defenderlo de sus enemigos, pero todavía es capaz de vengarse en una simple mujer, y a mi, la verdad, me gustaría que mi griega continuara bañándome y untando con aceite mi piel y mi intestino, y que en ello ambos lográramos seguir perdiendo el miedo y ahuyentar el futuro.

Pero... también he pensado liberarla y darle una parte de mi hacienda para que se marche lejos, para que huya. Mis primos protestarán la donación y denunciarán ante los tribunales los derechos que creen les corresponde por herencia, pero eso ya no me preocupa, se acercan tiempos difíciles de nuevo, Pompeyo y Cesar no caben juntos en Roma y uno de los dos terminará en una pira funeraria a manos del otro que portará la tea incendiándolo todo de nuevo.

De niño tuve un hermano que falleció de fiebres al beber agua sucia, era un poco mayor y siempre me protegía y me defendía en las peleas y me aconsejaba en mis inseguridades y dudas. No sabía él mucho más que yo, pero su sola presencia y permanente ayuda, su constante fraternidad superaban de largo la mejor y más perfecta sabiduría y la fuerza de todos los ejércitos de Roma.

Siempre he creído que el daño del mundo es consecuencia de alguna clase de traición y de promesa no cumplida, en los tratos y en las fidelidades y lealtades rotas nace el rencor y la venganza. No ha pasado un solo día, desde su muerte, que mi hermano no haya estado a mi lado, fiel y leal, igual que lo estaba en vida.

Ahora, que mi piel se apergamina, el mundo parece traicionarme a mí en aquel pacto de inmortalidad que creí sellar al nacer, ya sólo me queda una esclava que parece una reina y esa presencia fraterna y tranquila que sé que me espera.

El río es ancho, pero el cauce no es hondo, todo él es un vado, atravesarlo será como si caminara por encima de sus aguas, chapoteando igual que niños en los charcos.


miércoles, 5 de octubre de 2011

El peletero/Claudio (2 de 3)

2.
Lo cierto es que, gracias o a pesar de su nombre que rememora a la aristocracia, Areté no sabe hacer gran cosa excepto llevar ese porte distinguido que aparentemente no sirve para nada, esa presencia que la envuelve como una aureola y que pierde, como si tirara al suelo un fastidioso y pesado hoplón, cuando me baña.

Es extraño, de estatua se convierte en una mujer fascinada, no debería hacerlo, nunca se lo he pedido, al menos no he pretendido ni esperado que sus manos se conviertan también en su corazón, una concubina es sólo una concubina y como tal debería comportarse. Pero lo hace o sucede, sus ojos agonizantes refulgen como una luz en la superficie temblorosa de las aguas.

Sospecho que la impele el horror a ser vendida de nuevo, a continuar viviendo como una esclava que pasa de mano en mano, y aunque en mi casa lo es, una simple esclava, debe querer pensar que ha terminado ya su largo viaje. Yo supongo también que en ese final imaginado desata todo su furor y voluptuosidad, que no aparta la mirada de la mía para atrapar conmigo su propio espanto y liberarse así del miedo.

Ella y yo hablamos a veces en griego, o le pido que me lea en esa lengua poesía, teatro, o me recite alguna filípica del tartamudo Demóstenes, no lo hace mal, con su acento siciliano interpreta correctamente los personajes simulando en su voz el carácter de cada uno y el momento preciso de la escena, es una buena actriz y no es ninguna analfabeta. A mí me cuesta leer y me gusta oírla leer, mis ojos están cansados y los lentes que fabricó para mí un óptico más viejo que yo, son, a día de hoy, un cuchillo romo que ya no es capaz de cortar ni la niebla que los nubla.

Un día le pregunté por Siracusa, me respondió que cuando los piratas la raptaron, siendo una adolescente, mataron también a sus dueños, unos campesinos griegos ricos y algo instruidos y a casi toda la familia, a los esclavos los revendieron, y que más tarde tuvo un hijo de aquellos bárbaros que murió al poco de nacer. Dice que al no quedar preñada de nuevo la traspasaron como saldo pues vale más una madre que una simple mujer. Así fue pasando de unos a otros y de dueño en dueño.

El porte aristocrático, sin duda, la ha mantenido en vida como si fuera ese pesado escudo que usan los infantes en la guerra para protegerse. Su aire frío y distante la esconde y la oculta. Ella afirma lacónicamente, como correspondería a una buena espartana, que en realidad nadie la ha llegado a tocar nunca aunque hayan caminado legiones enteras de soldados por encima de su cuerpo.

Pero tiene miedo, lo tiene como lo ha tenido siempre y lo pierde cuando se desnuda, cuando se despoja de túnicas y corazas y aparece, tras ellas, la niña que jugaba en las playas de Siracusa, en mi pobre bañera cree encontrarlas de nuevo. Pero a veces dudo, no sé si es la niña la que realmente aparece o si es la mujer la que simplemente me engaña.

Mi clientela es escasa, casi inexistente, mi soltería me impidió heredar toda la que poseía mi padre que se desvaneció en el aire y en las guerras, y porque en mis tiempos, durante los consulados de Mario, no aproveché la oportunidad de ejercer de tribuno como él me ofreció y me aconsejó, hubiera podido enriquecerme siendo magistrado y defensor de las causas plebeyas. Como hizo el famoso Marco Livio Druso habría vendido bien mi voto y mi palabra en los tribunales y en la Asamblea de Ciudadanos, pero nunca me ha gustado la política excepto para hablar de ella en los banquetes y entre amigos, es un raro escrúpulo que pocos siguen y que tal vez sea la verdadera causa de mi soltería, la política es un trato permanente y yo no quiero compromisos ni componendas.

Sin embargo, mis recelos políticos no me libraron de su funesta influencia. Tuve que ir a la guerra y defender en ella los intereses de mi familia que desde tiempos no tan lejanos había respaldado siempre la causa popular, a los Gracos y a sus reformas agrícolas que los llevaron a la muerte.

No es bueno que alardee de mi valentía militar, pero la centuria que mandé realizó algunas buenas hazañas gracias al orden y a la disciplina que logré imponerles, la plebe es lerda y aunque el ejército es ya casi todo mercenario, su condición es todavía peor que la de los antiguos campesinos que, años atrás, defendían con la espada y con orgullo a Roma y a su República. Los soldados de ahora, esos proletari, sólo defienden a sus jefes y a su paga.

En una ocasión salvé a un joven soldado, Lucio, casi un niño, un velites que disparaba flechas y lanzaba piedras por entre las filas de las legiones en formación. Lo saqué a rastras de la primera línea tirando de sus cabellos, si lo hubiesen atrapado no lo habrían matado enseguida, se hubiera antes convertido en un juguete, en uno de esas andróminas de burdel.

Mi esgrima era buena y mi baja estatura los desconcertaba si lograba pelear a corta distancia, la espada apuntaba a su vientre, era sólo un amago porque golpeaba de abajo arriba rebanándoles el cuello, los soldados temen perder más sus partes que sus cabezas.

martes, 4 de octubre de 2011

El peletero/Claudio (1 de 3)

1.
Todo empezó cuando hace unos meses Marco Cornelio Emiliano asaltó con una de sus cuadrillas mi pequeña propiedad de la Liguria que cuidaban dos de mis esclavos. Los mató, se apropió de la casa, de las tierras colindantes y se la ofreció en usufructo a su liberta Calipso, una griega de sólo 16 años que, según cuentan, lo bañaba y lo untaba con aceite cada día.

Emiliano, pariente lejano mío y del cónsul Cinna, es un anciano avieso, amargado por la enfermedad de su esposa y por la muerte de sus dos únicos hijos en los campos de batalla que enfrentaron a Sila y a Mario. Partidario fanático del primero luchó a sus órdenes en aquellas guerras civiles, y luego, cuando impuso su dictadura el “Afortunado”, desempeñó algunas magistraturas que facilitaron al tirano el cumplimiento de sus leyes patricias, la ejecución indiscriminada de sus crímenes y proscripciones y la instauración soberana del terror.

Hasta la usurpación de mi hacienda, Emiliano, había vivido retirado cerca de Nápoles con su esposa enferma postrada en la cama y con sus jóvenes esclavas que le adornaban la casa. Sólo sabía de él por el hijo de Cinna y algún conocido común que me contaba su deterioro.

Ahora, sorprendentemente, ha querido apropiarse de mi pequeña villa para su liberada Calipso y lo ha hecho sin pagar ningún precio, robándomela con descaro y sin miramientos. En ella la ha instalado para visitarla como si la muchacha fuera su verdadera matrona y no la concubina que es.

Ni la sangre derramada ni el robo le devolverán su juventud, la salud de su esposa, la energía de su miembro ni con ellas a sus hijos muertos.

Yo, sin embargo, Cayo Mario Claudio, sobrino del gran Mario, no perdí ningún hijo en aquellas terribles disputas civiles porque nunca lo tuve, fui siempre soltero y oficialmente célibe a pesar de las presiones constantes que mi gens ejerció para que fundara mi propia domus. Tenían razón, no se posee un verdadero patrimonio si no se es padre. Sufrí, eso sí, el exilio y el despojo de buena parte de los bienes familiares por la mano de esos patricios que creían, y creen todavía, que Roma es solamente suya.

Pero las vidas son a veces extrañamente paralelas, patricio como ellos mi edad es similar a la de Emiliano, soy un anciano y mi existencia solitaria en el campo está tan rodeada como la suya de nada, de paisaje, de recuerdos y de alguna que otra esclava que también me baña y me unta con aceite la piel y el intestino.

A mis años no pido mucho a mis lares, sólo que de vez en cuando permitan a mi falo depositar su leche en la vaina de alguna joven, esa medusa que nos petrifica impidiéndonos pestañear. Les ruego igualmente, y con todo mi fervor, que sigan manteniendo la paz, la claridad de mente y de corazón que creo disfrutar y que el muy estúpido Emiliano acaba de romper.

Yo también tengo, entre mis esclavas, a mi griega preferida, Areté, una mujer nacida cautiva y originaria de Siracusa. La raptaron los piratas que emponzoñaban las costas y que ahora acaba de derrotar Pompeyo enviándolos a todos al fondo del mar.

Antes de llegar a mí, Areté, pasó por varios dueños que sólo la compraban como concubina para revenderla cansados al poco tiempo, terminando, tras muchos intercambios y transacciones, en casa de mi tío Tulio que le dio otra utilidad. Pensó que podía enseñarles el habla de los griegos a mis primos, sus hijos y mis únicos herederos.

Ese hermano de mi madre, Tulio, aunque piadoso, puritano y de moral estricta es un necio y un avaro codicioso que no quiso pagar el precio que vale un verdadero pedagogo, un preceptor formado en alguna Academia helena, cree, el muy simple, que el mero hecho de hablar una lengua te permite enseñarla.

Las lenguas, como las ciudades, poseen sus cloacas y sus acueductos, en ellas hay puentes y muros, cimientos y torres altas como faros, no puedes abandonar nunca la que te vio nacer.

La poca habilidad pedagógica de Areté se añadió también a la escasa inteligencia de mis primos y a su nula predisposición por la cultura, el saber y el buen hablar, esos chicos son unos pobres memos que no piensan más que en gastar sus días en los baños y sus noches en los burdeles.

Pensando que no servía para nada, Tulio me la revendió por poco dinero cuando envió a sus hijos a la milicia, creyó que entre los soldados serían más útiles que en los brazos de las rameras. En eso acertó.

Sea como sea, en casa de mi tío nadie ha necesitado hablar nunca el griego ni el buen latín de nuestros abuelos, y Areté no era tampoco una hembra para mis primos, demasiado altiva, “no queremos reinas en casa, en nuestra familia todos somos republicanos”, señalaban con sarcasmo.