jueves, 31 de mayo de 2012

El Peletero/La luz del fin del mundo

Hemeroteca peletera.

La luz del fin del mundo.

(…) En el caso de que Sarajevo siga existiendo, lo que no parece seguro, porque lo abandonan los judíos, los últimos setecientos que quedan de la gran comunidad.

Los judíos pueden marchar. Deben marchar, para que su comunidad pueda sobrevivir. Lo único y más precioso que todavía les quedaba en la ciudad, el antiguo cementerio con sus magníficos mausoleos y piedras sepulcrales, se ha convertido en el blanco principal de los tiroteos serbios.

Pero ¿qué será de Sarajevo si lo abandonan los judíos? Si los judíos, junto con los musulmanes, los croatas y los serbios formaban la carne y huesos de Sarajevo. Una noche, en Jerusalén, alguien me dijo que Sarajevo y Jerusalén son las únicas ciudades del mundo donde viven en armonía los adeptos de cuatro religiones importantes.

Los judíos ahora intentan sinceramente pagar a los musulmanes lo que estos hicieron por ellos hace quinientos años cuando salvaron las vidas de aquellas muchedumbres expulsadas de España. Los judíos no quieren huir solos, les gustaría que les acompañaran todos sus amigos que están en peligro. Pero los “humanistas” internacionales no les dejan llevarse a nadie. Siempre la misma canción: ¿qué pasaría si todo el mundo marchara?

Estoy seguro que nuestros judíos regresarán algún día, pero su éxodo actual significa que el plan de Karadzic: matar o expulsar a los que pertenecen a otras etnias o creencias. Llegarán a cumplirse las palabras que el monstruosos Cosic dijo en su día al monstruoso Karadzic: “Adelante hasta que lo imposible se haga posible”.

(“Los judios se van de Sarajevo”, Zlatko Dizdarevic, La Vanguardia de Barcelona, martes 19 de septiembre de 1995)


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En una ocasión, una amiga me contó que un antiguo y ya anciano amante suyo ginebrino, un judío sefardí soltero, se había enamorado, hace de ello ya 40 años, de una austríaca de Steiermark de familia manifiestamente antisemita y nazi. La vida tiene cosas sorprendentes como ésa.

Según parece, su viejo amante, llamado Julien, tiene la mala costumbre de escribir novelas plomizas que no publica y que intenta leérselas a sus sacrificados amigos por teléfono que se duermen irremediablemente, aburridos y fastidiados, colgados del auricular.

Siempre cuenta la misma historia en un francés alambicado y demasiado culto que ningún joven de ahora entendería: es el cuento, repetido mil veces, de su viejo amor austríaco que lo abandonó un día lejano, enviándole por transportista dos maletas con las cosas de él que había en su casa de Viena.

De eso ya hace muchos años, sucedió en su madurez, pero las maletas todavía están por abrir en el recibidor de la casa de Julien en Ginebra, así que no sabe si en ellas se encuentran sus pertenencias, calcetines, camisas y calzoncillos, o también hay las joyas de su madre que él le regaló, amorosa y desinteresadamente, a la austríaca. No lo podrá averiguar hasta que no las abra, pero dice que no piensa hacerlo mientras viva, así que los sufridos amigos, que ahora escuchan sus novelas por teléfono, deberán, cuando fallezca, vaciar la casa y entregar sus magras posesiones a instituciones benéficas, y al hacerlo se encontrarán, al tener que abrir las maletas, con un tesoro digno de If, o bien con la amarillenta ropa interior de un hombre, vieja, descolorida y con las gomas y los elásticos de los calzoncillos cedidos.

Sin embargo, también me ha contado mi amiga, que Julien conservó la mejor y la más preciada de esas joyas de su madre, un bello collar de zafiros deslumbrantes de luz, para regalárselo a ella misma, a mi amiga. Lo chocante es que tuvo que hacerlo en presencia de su marido –en una visita que ambos hicieron a Ginebra- que no estaba, naturalmente, al corriente de la relación erótica y extraconyugal de su esposa con aquel hombre refinado y apocado que tenía delante de sus narices y que le hablaba en un francés raro.

Dice mi amiga que Julien llamó aparte a su esposo, un individuo alto, fornido y deportista, para explicarle el propósito de ofrecerle a su mujer tan hermoso recuerdo y presente y que por ello no quería que se sintiera ofendido ni que mal pensara de ambos pues solamente lo hacía por la entrañable amistad que unía a los dos, nada más. El marido, al escucharle, se quedó algo aturdido y sorprendido por la declaración y el regalo tan valioso que le hacían a su esposa, él nunca le había reglado nada tan caro, se sintió celoso y descolocado, pero la sinceridad de Julien lo desarmó llegando a creer solamente lo que de sí mismo y de su mujer le explicaba aquel hombre pequeño, delgado, tímido y poca cosa. Todo era verdad, pero no era ni toda la verdad ni exactamente la verdad aunque nada era mentira.

Mi amiga es una maestra en el arte de la ironía, ella es también una ferviente partidaria, como yo, de no creer nada de lo que le cuentan y solamente la mitad de lo que ve. Es bueno conservar el humor como ella hace porque la vida no nos ofrece demasiados momentos para cultivarlo.

No obstante, es necesario afirmar también que aunque ésta parezca una historia cómica, graciosa, de enredo conyugal o erótico, el típico cornudo engañado por su esposa con el hombre del que menos podía sospechar, no lo es, toda ella es triste y la ironía de mi amiga en realidad esconde, al mismo tiempo que muestra, un miedo, una salvaguarda, un escudo protector frente a la inocencia perdida, el mundo y sus vicisitudes que no albergan piedad alguna ni ofrecen ventajas a sus pobres actores que interpretan papeles que no les gustan, pero que, sin ser muy conscientes de ello, han elegido por si solos.

La austríaca se llamaba Eva, pero ignoro el nombre de la madre de Julien que según me contó mi amiga era una mujer extraordinaria, culta, inteligente, con personalidad, que hablaba más de diez idiomas, como la mayoría de judíos, y entre ellos un hermoso castellano medieval, que siempre le fue fiel a su esposo incluso después de enviudar, y que, desgraciadamente, murió de cáncer en Barcelona cuando Julien era todavía un joven que acaba de terminar sus estudios de Derecho. Mi amiga la admiraba y quizá pensó después, al seducir a su hijo, que ella también poseía sus virtudes.

La historia tiene, sin duda, corolarios que aún ignoro, pero que procuraré averiguar más pronto que tarde porque ya no me queda mucho tiempo, antes de irme he de hacer mis propias maletas y aparte de llenarlas de calcetines agujereados y calzoncillos sin glamour, he de meter en ella toda mi cabeza, mi ciudad con sus habitantes y árboles incluidos, tanto los vivos como los fallecidos porque para mi no hay diferencia ninguna entre los unos y los otros. Tengo la sensación de parecerme a Julien y estar escribiendo siempre la misma historia, la de una aventura que todavía no ha terminado y que me obsesiona porque sin ella no puedo seguir viviendo.


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“El faro del fin del mundo”, una torre que en 1971 se construyó en medio del cabo de Creus para filmar la película “La luz del fin del mundo”, será definitivamente demolido, casi cinco lustros después de que este agreste paisaje fuera elegido como escenario natural para el rodaje del film. La película, inspirada en un relato de Julio Verne, estaba protagonizada por Kirk Douglas, Yul Brinner y Samantha Edgard, y en ella también intervino Fernando Rey.

(...)

Los responsables municipales señalan que la torre, situada en la zona de reserva integral del futuro parque natural del cabo de Creus, causa un gran impacto visual en el medio, a la vez que confunde a los turistas que visitan la zona, muchos de los cuales creen que se trata del antiguo faro. Representantes del Ayuntamiento de Cadaqués se reúnen hoy con miembros del Puerto de Barcelona para solicitar que ese organismo retire también de la zona de cabo de Creus una antigua sirena de señales.”

(Antoni F. Sandoval, La Vanguardia de Barcelona, martes 19 de septiembre de 1995)