viernes, 9 de diciembre de 2011

El peletero/El traje


Lecciones desordenadas y fugaces de anatomía barroca.

11. El traje.

En el Barroco empieza a aparecer el espacio íntimo que culminará en la abstracción de principios del siglo XX y su mirada ensimismada y abstraída, alienada también y mucho más vacía que la de una habitación solitaria. Los holandeses también fueron los que inventaron el paisaje interior que era tan arquitectónico como psicológico, al contemplar sus pinturas los absortos somos nosotros buscando, quizás, la mirada del artista que siempre está fuera del cuadro.

El cuerpo humano es un baúl lleno de cosas útiles que parecen no servir para nada pues con ninguna de ellas se logra ser inmortal.

En la Holanda de Rembrandt (1606-1669) las autopsias y las lecciones de anatomía eran espectáculos de gran asistencia, la disección era pública como lo era también la ejecución de un reo, se podía ir a pasar la tarde y a tomar la merienda mientras los espectadores veían desollar a un cadáver. La carne se cortaba igual que lo hacía el sastre con sus telas.

La vestimenta, la sepultura y el sexo han sido siempre los tres ejes que dan forma al cuerpo y a la idea que tenemos de nosotros mismos, ellos son el espacio y el tiempo que habitamos, las tres nos visten y nos desnudan al mismo tiempo y son, sin duda, el espacio más íntimo.


“En los siglos XVI y XVII no existían las revistas de moda ni los catálogos de las tiendas de novedades. Los modelos se transmitían generalmente gracias a las muñecas que se vestían según el gusto del momento. La “Gran Pandora” llevaba los trajes de ceremonia, la ropa de cada día se reservaba a la “Pequeña Pandora”. Por desgracia, la mayor parte de estas muñecas se han perdido irremediablemente o están vestidas con reproducciones modernas.

Así pues hay que recurrir a otras fuentes. Fuentes manuscritas primero, contratos de matrimonio, inventarios después de un fallecimiento, cuentas de los comerciantes o de particulares; luego, las fuentes impresas: crónicas, novelas, teatro, panfletos satíricos, etc., pues la moda influye también en la literatura, así como en la pintura y la escultura, las ideas y el lenguaje, incluso en la economía política de la nación. Finalmente, fuentes gráficas, retratos pintados y esculpidos...” (“El vestido moderno y contemporáneo”, Michèle Beaulieu, 1987)

(...)

La indumentaria burguesa y popular en el siglo XVI.

“Los burgueses adoptan las formas llevadas por los nobles y los elegantes, pero sus trajes están hechos de paño o de tela de lana únicamente; la seda, el terciopelo y el oro sólo se emplean para los adornos; se les prohíben los bordados en oro y las formas nuevas son adoptadas con cierto retraso.

El traje de los campesinos varía poco, sobre todo se procura que sea adecuado a sus duras tareas, debe ser resistente y no debe impedir los movimientos.

Por regla general, burguesas y campesinas esconden con mucho cuidado sus cabellos debajo de un gorro de lienzo blanco que cubre toda la cabeza, y que se lleva solo o con una toca y cubierto con un velo.

En los tiempos de Carlos VIII y de Luis XII las calzas y el jubón de los burgueses son semejantes a los de los nobles, pero la camisa que sale del jubón está adornada únicamente con puntilla randa, encaje de hilo muy barato, y la escarcela se sujeta en el vientre con un cinturón de cuero. Se estila el vestido corto (hasta la rodilla) y el abrigo sin mangas, abierto por delante. La cabeza se cubre con un gorro de paño con los bordes levantados o con una boina plana.

Encima del cuerpo y del amplio faldón, las burguesas llevan un vestido de un color diferente que escotado en el pecho y con el bajo levantado, deja aparecer las dos prendas anteriores. En el cuello se lleva una gorguera de lienzo o de linón. La cabeza está cubierta por una toquilla atada con un barboquejo hecho con cintas. Los zapatos son de cuero y sin tacón, como los de los hombres.

Una chaqueta amplia, ceñida al talle con un cinturón, cubre la camisa de lienzo grueso de los campesinos. Sus calzas de lienzo, de fieltro o de cuero se atan en el tobillo y en la rodilla con unas correas de cuero. La cabeza está cubierta con una gorra puntiaguda de fieltro.

La indumentaria de las mujeres consta de un corpiño atado con cordones, de una falda negra que cae hasta el tobillo y de otra saya más corta. Un gorro de paño o de lienzo adornado con un velo corto protege la cabeza y la nuca.

Durante el reinado de Francisco I los burgueses suelen conservar el vestido largo con vueltas, en boga durante el reinado de Luis XII; llevan asimismo el vestido corto con mangas anchas a veces guarnecidas con pieles. La sobrecota de las burguesas no queda abierta por delante para descubrir la enagua y sus cabellos están cubiertos de un gorro sencillo con o sin velo.

Los campesinos se visten con una chaqueta corta, ceñida al talle con un cinturón, al que cuelgan un cuchillo y una escarcela. Esta chaqueta se abotona por delante y tiene el cuello escotado en pico. En invierno se cubren la cabeza con un sombrero de junco, muy ordinario, que se vende en el mercado. Algunos sombreros de mujer tienen una característica local: como el gorro alto de Lorena, que recuerda el capirote femenino del siglo XV, o el griñón enrollado como un turbante formando un cuerno prominente, que las mujeres vascas piden al rey permiso para sacarse”. (“El vestido moderno y contemporáneo”, La indumentaria burguesa y popular en el siglo XVI. Michèle Beaulieu, 1987)

Juan Gustavo Cobo Roda, poeta colombiano, nos pregunta retóricamente en su “Cuerpo erótico”, 2005: ¿Qué es preferible: versos o caricias? ¿Cuál resulta más apetecible: los besos o las razones? Ambas son necesarias para el cuerpo construido y descubierto, como si fueran unas la carne y las otras el vestido que las cubre. Los patrones y las piezas de un vestido son también los miembros de una anatomía que siempre será barroca y explícita aún en su puritanismo, sea del burgués o del revolucionario.

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A través de las imágenes que poseemos (finales del siglo XV) puede observarse una cierta rigidez del corsé, que necesita una armadura. Esta armadura se convertirá en una pieza independiente de la ropa, que encierra el busto como en un embudo, estirando el talle y realzando el pecho. Para resaltar aún más la esbeltez así obtenida, la falda ganará volumen, no sólo por la superposición de numerosas enaguas de interior, sino también por el uso de distintos tipos de armaduras a través de los siglos, mientras que el talle emballenado se mantendrá con pocos cambios durante los mismos cuatro siglos. Su longitud variará, y paulatinamente se parecerá a una coraza radiada de ballenas, a troncos de árboles, a una ballena de marfil, de mimbre o de junco. Es este pues un traje constrictivo, que obliga a la mujer a mantenerse muy recta, con los hombros proyectados hacia atrás. La silueta femenina tomará forma de reloj de arena, estrangulada en su mitad. . (“El traje, imagen del hombre”, Yvonne Deslandres.)

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Sin embargo, el hombre del siglo XVI no renuncia a llevar un traje tan majestuoso como el de su compañera. Es más, podría decirse que nunca volvería a ponerse ropas que exaltaran tanto sus atributos viriles como las de aquel momento. En el siglo XV se había inventado una pieza triangular que se ponía en mitad de las calzas: la bragueta, cerrada con corchetes. En el siglo XVI esta pieza adquirió un carácter ornamental, y se convirtió en un apéndice forrado que sobresalía de la silueta con una evidencia más que provocante. (…) Mostrando pues sus piernas firmemente moldeadas, el hombre exhibe su sexo con todo descaro, bajo un bolsillo, bien relleno, en el cual hasta podía permitirse el meter su bombonera o cualquier otra menudencia. No se trata del capricho de ciertos excéntricos: todos los retratos masculinos del siglo XVI muestran este extraño detalle como afirmación de las prerrogativas del macho. (“El traje, imagen del hombre”, Yvonne Deslandres.)

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Más aún que el de las mujeres, el traje de los hombres será de una amplitud exagerada. Los jubones escotados sobre los hombros, los grandes cuellos cuadrados que acentúan la anchura de espaldas, las mangas amplias de las zamarras, e incluso los zapatos ensanchados como pies de osos –o lenguas de vaca- que sucedieron a las polainas afiladas, participan de este movimiento que puede considerarse una reacción al gótico florido de mediados del siglo XV y, a pesar de la leyenda, no nació porque Carlos VIII tuviera seis dedos en los pies.

“El periodo de la moda italiana duró poco y dio paso a la moda española, que vivió entonces un siglo de oro. (...) La austeridad majestuosa del traje español es un fiel reflejo del espíritu que impregnaba la corte de Felipe II, donde sobre las ropas negras resplandecían las joyas. Las mujeres renuncian (y con ellas todas las europeas) a los grandes escotes. Los hombres también renuncian a los jubones abiertos sobre el cuello. Unos y otros se aprisionan en corsés rectos, mientras que las faldas femeninas ruedan sobre un verdugado, o faldón reforzado de lado a lado por círculos  de junco verde o “verdugo”, que conforma una armadura en forma de campana, sostén del traje. Este artificio, inventado en España en 1470, se extendió por toda Europa bajo formas diferentes”. (“El traje, imagen del hombre”, Yvonne Deslandres.)