Teodoro Van Babel
25.
La abstracción.
El tercio superior del lienzo se encuentra en una semipenumbra. Paredes y manchas oscuras, cubiertas y arbotantes igual que pinceladas gruesas, indefinidas y toscas, pura abstracción, fin del límite y de la perspectiva. De cualquier perfil, la ventana, como los ojos de un muerto, se ha cerrado.
¿Es eso lo que hay o lo que Sansón ve?, ¿por qué toda la luz está en el suelo? Toda ella y todos los personajes, todo lo que sucede se encuentra a pie de calle. Multitud abigarrada y absoluta confusión, tanta que casi el mismo Sansón y su lazarillo nos pasan desapercibidos. Así les sucede también a los soldados que deberían custodiarlo, distraídos como están contemplando la imagen de la Virgen de madera que van a pasear por las calles en santa procesión, verdadero icono popular. Pero nosotros lo descubrimos gracias a que primero nuestros ojos se han fijado y posado en la figura que Van Babel ha iluminado de manera más intensa y explícita, y que sobresale del resto, la de una mujer de cabellos negros y vestido blanco que en su mano derecha sostiene un paño en el que hay representado un rostro ensangrentado, ¿la Verónica?
Lo sea o no, es el único personaje que mira al ciego de melena exuberante. Ella nos lo muestra con una expresión de profunda tristeza. Alguien va a morir.
A Teodoro no le gustaban las multitudes, pensaba que no eran dignas de ser pintadas, como el mar o el cielo, para él eran cosas informes y abstractas por definición. En su “Sansón y los Filisteos” resolvió bien el problema centrándose solamente en tres personajes, el mismo Sansón que mira al cielo y no ve nada, la Verónica que lo mira a él como una prefiguración de Cristo y que lleva en sus manos el primer Icono verdadero de la historia, y la Virgen, imagen de madera que es sacada a hombros por los fieles y que nos mira a nosotros, o eso parece.
Mientras nosotros los miramos a todos.
Demasiadas cosas para nuestros ojos.
El Obispo se enfadó al ver su catedral convertida en cueva de paganos y sólo le pagó una parte de lo pactado.
Saverio, su india, Silvia, François de la Malmaison, también Teodoro, Makeda, Isaac y Rebeca, Sansón y Verónica, las prostitutas de Amberes, todos somos ellos, igual que Ruth y la Sagrada Familia debemos alojarnos en casas ajenas y dar por ello las gracias, las que tal vez no dieron ni Eva ni Adán enfrascados en parecer que se miraban el uno al otro cuando en realidad sus ojos apuntaban hacia otro lado.
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Todo el mérito de un cuadro estriba en arrastrar a quien lo contempla a un mundo de prodigios, en el que todos los objetos representados o sugeridos aparecen bajo un aspecto desacostumbrado, pero no obstante plausible e irrefragable, de tal manera que se tiene la impresión de verlos ahí por primera vez en su verdadero aspecto, y como si hasta entonces sólo se hubiesen apercibido en la sombra y ahora se hallan por el mero hecho de esa explicación, potentemente iluminados. Como si de golpe y por mágica virtud, estuvieran dotados de lenguaje y tan turbadores y apasionados como un perro que hablase. Hasta el extremo de un encuentro tan sorprendente permanecerá desde ese momento para siempre en la mente de quien lo habrá tenido una vez. A partir de ese instante, ya no podrá percibir en la realidad unos objetos de la misma naturaleza que los pintados en esa imagen, sin volverse a acordar de haber visto una vez esos objetos que hablaban, y los mirará, por ese hecho, con ojos muy diferentes. Ese es el efecto de embrujo de un cuadro logrado; es a ese título como un cuadro puede resultar tan apasionante tenerlo en su casa, como un perro que habla.
(Un perro que habla. “Escritos Sobre Arte”, Jean Dubuffet. Barral Editores, Libros de bolsillo, 1975)