lunes, 18 de mayo de 2009

El peletero/El blog apócrifo de Lorena, una carta y una canción (4 de 8)



3 Abril 2008

En el Nefertiti conocí a María y a Enrique. Eran un matrimonio diferente. Mejor dicho, eran como la mayoría, pero no disimulaban tanto como los demás.

Parecían ricos, al menos no escondían su dinero, si es que ese dinero que enseñaban era verdaderamente suyo. Pero sí, el suyo parecía ser bueno.

Juan me los presentó una noche, justo después de mi actuación.

Todavía llevaba el traje del show, unas pocas plumas aquí y allá, en el cuerpo, en la espalda, en el cabello largo, lentejuelas bien repartidas, un tanga pequeñito y unos guantes hasta el codo, nada más, ni sujetador ni nada parecido.

Estaban sentados con otra pareja mucho más jóvenes que ellos. La muchacha, Anna, era preciosa, una verdadera belleza. Su marido, Jorge, ni siquiera me miró, lo justo para decirme un hola que casi no se oyó.

Enrique no paraba de mirar mis pechos con una expresión de Buda en su cara.

Y María lo que miraba eran mis ojos, los miraba con esa sonrisa horizontal que me sorprendió.

Tenía una boca y unos labios algo gruesos, no demasiado bien formados, pero que le daban un aire magullado, como si se los hubieran roto y luego mal cosido.

María era directa.

Y mentirosa.

Al día siguiente me preguntó: tu marido dice que te llamas Lorena, ¿es verdad?

No, no lo es, ¿para qué deseas saberlo?, le respondí.

Yo tampoco me llamo María, ¿quieres subir a mi habitación?, me respondió a su vez.

En la habitación estaba Anna. Con nosotras dos éramos tres.

Siempre hay una primera vez, pensé. Yo había tonteado con niñas de mi edad, nada más que tontear, jugar, pero eso que se me ofrecía eran palabras mayores, y al mismo tiempo ninguna de nosotras éramos ya ningunas niñas. En aquella cama había tres mujeres.

Y me quedé.

María me enseñó muchas cosas por primera vez.

Esa es la diferencia entre unas personas y otras. Hay algunas, como mi marido, que nunca te enseñan nada nuevo, no son capaces, todo es viejo y de segunda mano, quizás un par de gestos, llevar una bandeja, tratar sin nervios a una loca, algún que otro truco sexual, o un paso de baile, nada más.

María, en cambio, no dejaba de sorprenderme, tenía la capacidad de envolver bien los regalos, siempre traía un ramo de flores, siempre disfrazaba lo que decía.

Utilizaba las palabras para embellecer la realidad, no para describirla.

No se daba cuenta que mentía.

Nunca dejaba de sonreír, no sé cómo lo hacía, no es fácil sonreír siempre.

En realidad era un truco, en realidad no sonreía, en realidad no sonreía nunca.

El truco consistía en tener ese labio partido y mal cosido, el truco consistía en mirarte siempre a los ojos y conseguir así que tú no le mirases la boca.

Ese labio me volvió loca.