viernes, 11 de noviembre de 2011

El peletero/Marco (y 5)

Y 5.
Mi curtidor, al que compro las pieles que pinto, afirma que morimos igual que fornicamos, como conejos asustados, tiene razón, mis clientes me lo demuestran cada día al querer parar el tiempo. Los más ancianos afirman que la vida transcurre demasiado rápida, aciertan también en ello, pero ignoran que los acontecimientos ocurren deprisa porque todo ha sucedido ya y no volverá a repetirse, el azar es fugaz y escurridizo, no es jamás un cuento vuelto a contar.

Solamente podemos pintar el pasado, el presente es invisible y el fututo no se puede recordar. Gala y yo, al hablar, lo hemos convocado y en nuestras palabras se ha encarnado como si hubiéramos construido un ídolo, una casa común, un abrazo.

Gala está enferma, se muere, y quizás por ello me ha pedido, por primera vez, que decore sus habitaciones en las que nunca he estado, que dibuje en ellas alguna escenografía arquitectónica que ensanche su casa ya que no puede ampliar el tiempo que le queda.

Las simulaciones arquitectónicas pintadas decoran un espacio vacío como si fueran el escenario de un teatro griego, como él, ellas también, están elevadas por encima de la línea del suelo y del horizonte gracias a un zócalo que nos hace levantar la mirada. El entablado es una cama y un altar en el que ocurren los acontecimientos y por ello el poder es esencialmente teatro, un drama, trágico o cómico, que representa una recreación en la que no siempre están claras las reglas del juego porque la casualidad, como en la arena del circo, mata a quien le parece y no solamente al que nos disgusta. En el circo y en el anfiteatro la vida transcurre por encima de ese zócalo, más allá de nuestros ojos.

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El juego erótico es igualmente una guerra y un simulacro, una disputa y un divertimento sangriento o banal en el que la pasión no debe de someternos más que el deslumbramiento fugaz o la tristeza momentánea, el tedio que sobreviene después del coito. Las personas hemos de sobrevivir tras las máscaras que nos protegen de la realidad, pero la pasión siempre nos atrapa, nos ciega, es una niebla y como si fuera un parásito que vive a nuestra costa nos encadena, una rémora que se desplaza a nuestro paso y que por sí misma, al igual que el deseo, no distingue ni rostros ni identidades, o somos célibes y ascetas o nos convertimos en promiscuos y en unos adúlteros permanentes aunque sólo sea de pensamiento, pero sin duda hay otra alternativa: la muerte de los amantes en el mismo instante, un final trágico, necesario y, sin duda, feliz al convertirlos en virtuosos a la fuerza y en el que la belleza, de cuerpo y de alma, se reviste, como una caricia erótica, de heroísmo al derrotar a la soledad.

¿Se gobierna como lo hace el capitán con su nave o el caballero con su caballo?, Eros y Venus más parecen el segundo y Marte el primero o viceversa. ¿Se da calor o sombra?, ¿damos o cogemos?, ¿miramos hacia arriba o buscamos el centro? Sin lugar a dudas el sexo de los amantes es un foco, un ónfalos aunque uno de ellos esté arriba y el otro debajo; es un animal salvaje, un potro o, quizás, un escualo, un delfín también, una ola que debemos cabalgar, que va y viene y que viene y va. El deseo, más que el placer, es una rara sabiduría, una extraña verdad que nos cuenta de manera descarnada que representamos al mismo tiempo al asesino y a su víctima, porque todos somos Edipo que no sabía lo que se hacía porque deseaba los deseos de los demás, estaba ciego aunque todavía no se hubiera arrancado los ojos. Dejar sus cuencas vacías al descubrir la verdad fue un símbolo, una manera de liberarse de unos recuerdos que ya no podía permitirse tener, una forma de castrarse.

Gala venia y se iba de mi estudio como una ola, pero se marchaba con una tableta pintada debajo del brazo que yo le pintaba y en la que dos parecían fornicar sin demasiados miramientos, es decir, ciegos, aturdidos, que es cómo se debe de yacer si se quiere copular bien y de la forma correcta, mirando sin ver si la que está contigo es una desconocida o tu madre, un pasavolante o tu hijo.

El retrato es silencio y ausencia, es un umbral y como toda pintura una frontera. Los retratos visten a sus fantasmas igual que los sudarios a los muertos, pero ellos no son, como en la vida que llamamos real, ninguna máscara. Todos, tarde o temprano, deberemos atravesar un valle silencioso acompañados de una mujer predispuesta a cortar “lo que salga”, y saber, como dijo Anaxágoras, que los fenómenos son lo visible de las cosas desconocidas.

Algunos han pintado en mansiones secretas los Misterios, esos derechos de paso, esas guías para no perderse y encontrar las estrellas que nos señalan la otra orilla. Mis arquitecturas no llevan a ninguna parte, ni al otro lado ni a nuestra casa ni son reales ni mentirosas tampoco, en ellas no hay nadie, ni figuras ni animales, ni plantas ni flores, aunque algunas veces pinto, medio escondido al fondo del jardín, algún ciprés.

¿Por qué cerramos los ojos a los cadáveres?, porque la luz proviene de ellos, de los ojos y no del sol ni del fuego, sus rayos son unos puentes entre islas que nos permiten viajar de la misma manera que lo hacen los pájaros y las palabras, las mías y las de Gala que me dice que su esposo la gira de espaldas desnuda y le besa la nuca al levantarle sus cabellos oscuros mientras sus manos le acarician los senos, ella siente su falo clavarse en su espalda, allí donde empiezan las nalgas y buscar ansioso su ano estrecho y angosto, Gala pretende girarse y besarlo, me cuenta que quiere hundir su lengua en su boca, apresar la de él y asirle el miembro con sus manos untadas en aceite, pero su esposo no la deja para que así aumente, y crezca sin fin, su celo de él, ese ardor que quema y no consume. Eso me dice que hace para que yo lo imagine, lo vea y lo pueda pintar para ella.

¿Y qué le hacéis vos a él, le pregunto a mi vez sin pestañear?

Con parsimonia y sin apartar la vista de la mía me lo cuenta también, pero yo, aquí, no lo revelaré pues para ello, quién quisiera saberlo, habría de pagarme lo que le pidiera que es mucho, pero que no es más que lo que me merezco por pintar, con tantos pelos como señales, lo que hay dentro de mi, en la luz de mis ojos y de mi cráneo hueco, y eso, la verdad, no hay rico ni mendigo que lo pueda pagar.

Su encargo de pintura arquitectónica para su casa es una especie de invitación, cuando me presente, con mis bártulos de pintor, encontraré y descubriré lo que ya sé, su soledad irreparable, que es igual que la mía, por eso le regalaré el retrato que le he pintado durante todos estos largos años en una fina y pequeña tabla de madera envuelta en un paño blanco y limpio de algodón, así sabrá que ni ella ni yo hemos estado solos desde el día en que nos vimos por primera vez. Nos observarán celosos, desde el Hades, su esposo y mi Esther, y nos pedirán, una vez más, que no los olvidemos.

No lo haremos, pintaré una barca y traspasaremos las columnas de Hércules, nos acompañarán los delfines y, al igual que hacen los guerreros celtas, perseguiremos al sol en busca de unos ojos negros que siempre nos mirarán.