miércoles, 31 de diciembre de 2008

El peletero/Historia de la quietud



4 Agosto 2007

En cualquier lugar del Universo, la quietud tiene un número, que es: -273,16 ºC

Más allá del Círculo Polar Ártico, la quietud es una casa de subastas de obras de arte, donde un hombre de edad avanzada, sentado en la segunda fila, reza el rosario en voz alta, mientras el resto del público, en pie, lo observa atónito y calla.

Más aquí del Círculo Polar Ártico, la quietud tiene lugar exactamente a las doce en punto del mediodía, en un pequeño pueblo del Mediterráneo Norte, donde un campesino fustiga sin piedad un asno que arrastra calle arriba un carro lleno de trigo. Desde un balcón de una casa vecina un anciano observa la escena; a su lado hay una niña desnuda que guiña el ojo no sabemos a quién.

En un lugar indeterminado del océano Pacífico Sur, la quietud acontece cerca de una playa, donde dos amantes interrumpen su quehacer amoroso al oír un ruido celestial, levantan sus cabezas y ven un avión precipitarse en picado al mar. Antes de estrellarse atraviesa una nube y no vuelve a aparecer. ¿Dónde está?, se preguntan los amantes sorprendidos. ¿Dónde ha ido?

Lentamente el ruido divino desaparece, devolviendo a los amantes el interés por la tarea interrumpida.

A través del cielo inmaculado, a dos mil metros de altura, un pobre anciano pilota La Perla de Osten, un viejo y destartalado caza de la Segunda Guerra Mundial que aún conserva los símbolos de la Marina de los Estados Unidos de Norteamérica.

Hoy se cumplen exactamente doscientos veintidós años que despegó de su portaviones para combatir y desde entonces no ha pisado el suelo. Miles de kilómetros recorridos y sólo agua a sus pies.

A esa altura el espectáculo es inmenso, claro y sobrecogedor. Pero toda esta soledad y belleza abruman y entristecen profundamente al anciano piloto.

Incomprensiblemente la gasolina no se agota nunca, pero sus fuerzas se están terminando y pronto se rendirá, no podrá resistir más y se precipitará en el mar.

Nosotros estamos terriblemente apenados, nos desconsuela su absoluto abandono y su inevitable y desgraciado final.

En ese terrible momento, todo se detendrá.

En algún lugar secreto de los Alpes y a muchos metros de profundidad, en el enorme y secreto complejo científico llamado El Pozo de Berla, estalla una exclamación de alegría. El ruido de los gritos y los aplausos se esparce desordenadamente a través de la red subterránea de galerías que perforan la montaña. ¡El baile ha comenzado, chicos!, afirma con entusiasmo un importante responsable del experimento que acaba de tener lugar. Por fin, después de muchos años de esfuerzos, La Estación Submarina Standard La Ventana de Velasco, conocida popularmente como La Pecera, “No” se ha movido, repito: no se ha movido. Sólo ha sido durante un nano segundo, es cierto, pero para estos chicos entusiastas, inteligentes y trabajadores parece toda una eternidad. Y casi lo es, su euforia es comprensible.

Después de los primeros abrazos, besos y brindis, el Director jefe tiene el buen gusto y el acierto de pronunciar unas emotivas palabras en recuerdo de Sam Ot, fallecido diez años atrás. Sin él nada de todo esto hubiera sido posible. Este era su proyecto, y este es también su éxito.

Las palabras de este hombre de bata blanca son acertadas y sinceras, todos le escuchan en silencio y emoción, pero recostado en la pared del fondo hay alguien que no le presta ninguna clase de atención, ni tampoco sonríe ni llora como todos los demás. Con la cabeza gacha mira su reloj. Lleva una nariz postiza, una nariz roja de Augusto y si nos fijamos bien veremos sus labios moverse en silencio, está concentrado contando.

La gran sala central de esta moderna caverna es ya una fiesta, todos bailan y cantan y el Augusto, inmóvil, en un rincón apartado, ajeno a todo, sigue mirando su reloj y contando.

En un punto indeterminado del Océano Pacífico Norte y a diez mil metros de profundidad, en la Estación Submarina Standard conocida popularmente como La Pecera, pero bautizada oficialmente como La Ventana de Velasco, la señorita Julia Spooner habla con un desconocido. Por educación hace cara de seguir el hilo de la conversación, pero en realidad está completamente absorta contemplando el maravilloso traje de mosquetero que viste el personaje. ¿Por qué los hombres ya no se visten así?, se pregunta. Sus ojos recorren con atención el magnífico vestido.

El jubón, corto, con faldones y mangas acuchilladas, es de seda roja bordada en oro. La camisa blanca es de hilo. El encaje del cuello y los puños está confeccionado en punto de Bruselas.

El resto es todo de color negro, los calzones también de seda, el grueso cinturón con hebillas de oro, las botas embudo de cuero brillante con vueltas muy anchas. El gran sombrero de fieltro de enormes alas y plumas de avestruz. Y los guantes de ante con troquelados florales en su embocadura.

La capa, también corta y colgada del hombro izquierdo, por supuesto de seda, es negra por fuera y roja por dentro.

La espada tiene un pato Eider volando grabado en su empuñadura de marfil. La hoja, larga y fina es de acero inglés y sólo tiene una “libélula” con sus cuatro alas extendidas cincelada en la punta.

La larga cabellera rubia, casi albina le llega hasta los hombros. Su bigote y su perilla están cuidadosamente recortados. Su piel es pálida y traslúcida y sus ojos son tan negros como los de un africano.

Julia Spooner es una mujer sensible y nosotros sabemos que también es inteligente, sin duda su padre, Sam Ot, estaría orgulloso de ella. Pero ahora, deslumbrada ante tanta belleza, no sabemos si sabrá reconocer a tiempo al asesino que tiene enfrente.

En algún lugar del Océano Atlántico, entre Europa y América, en uno de los numerosos camarotes del Trasatlántico de lujo La Hoja de Fresla, dos hombres parecen conversar.

Sam Ot, el de la derecha, no sólo no entiende nada de lo que le está diciendo el desconocido que tiene enfrente, sino que tampoco sabe qué demonios hace embarcado en el Trasatlántico de lujo La Hoja de Fresla.

La conversación parece que va para largo, con gran esfuerzo, Sam mira de reojo al exterior por una pequeña ventana redonda. Fuera, la calma es absoluta. La Hoja de Fresla no se mueve, completamente quieta parece clavada en un mar también inmóvil. Fuera, no hay ningún sol, sólo una insondable claridad.

Pobre Sam, empieza a sospechar que está atrapado. Inquieto y desconcertado no sabe qué hacer. Mientras tanto, el otro personaje sigue hablando animadamente.

Nosotros sabemos que Sam Ot era el propietario del Trasatlántico de lujo La Hoja de Fresla y también sabemos que navegaba en él el día que este hermoso barco se hundió, pero en cambio ignoramos absolutamente quién es el individuo que conversa con él. Estamos demasiado lejos para oír lo que dice, pero aunque con dificultades, sí que podemos ver su rostro maquillado de blanco, su boca pintada de rojo, su ridículo gorrito cómico y su extravagante vestido resplandeciente de lentejuelas. No sabemos quien es, pero no nos gusta esa cara pintada que siempre sonríe.

En la más enorme de las salas góticas de la gran Biblioteca Central de la Universidad de Kunisburg, hay alguien, hombre o mujer, buscando desesperadamente un mapa, necesita urgentemente llegar a Ostende, No sabe por qué pero su vida depende de ello. Tampoco sabe cómo llegar, ni por supuesto qué camino tomar. Pero lo más importante que no sabe es que el tiempo hace mucho que se le terminó.

Lo cual, no deja de ser una contradicción lógica.

La Real Academia Española de la Lengua define quietud, del latín quietudo, como ausencia de movimiento, sosiego, reposo y descanso.

La quietud no tiene historia, es precisamente la falta de ella.

lunes, 29 de diciembre de 2008

El peletero/El amigo



28 Julio 2007

No tenía cuello, ni poco ni mucho, nada.

Pero su pico era descomunal, enorme, desproporcionado si tenemos en cuenta que solamente comía insectos.

Las plumas, como las mismas alas, eran grandes y fuertes, adaptadas para vuelos de altura, largos y difíciles, hechas para atravesar tormentas y huracanes.

La cola y las piernas eran también potentes y robustas. Las huellas de sus patas, gigantes y sus garras intimidadoras. Daba sobresalto y miedo observarlas.

Pero si le mirabas sus pequeños y tiernos ojos, veías entonces su cara de buena persona. Y efectivamente, lo era, era un buen muchacho que había atravesado medio planeta para venir a verme.

Latido tras latido, de alas y de corazón, comiendo únicamente moscas y mosquitos, soportando diluvios, ventiscas y sequías, aquí lo tenía ahora, parado frente a la puerta de mi casa, mudo de tan cansado, sucio de tanto polvo acumulado, pero de pie, bien despierto y derecho con aquellas sus patas de gigante simpático y confiado.

Deberé de limpiarlo y tratar que los colores de sus maravillosas plumas resplandezcan de nuevo y como es debido. Y a mi vez, yo habré de vestirme con una túnica a tono, que haga juego con él y su indumentaria natural. Una túnica larga hasta los pies, de seda, naturalmente, de colores diversos, extraños y singulares como los suyos. Pañuelos variados y guirnaldas de flores.

Y tendré también que colocarme un sombrero enorme y estrafalario para no desafinar y mantener las proporciones entre él y yo.

Descansados y contentos de estar juntos de nuevo, él con su pico enorme, y yo con mi sombrero extravagante, conversaremos y charlaremos, mientras comemos. Reiremos, y mientras bebemos, seguro que incluso cantaremos alguna que otra canción de esas que nos gustan, que son tristes y al mismo tiempo alegres.

Leeremos en voz alta poesía, y por supuesto a nuestro querido y barbudo Walt Whitman, y recordaremos juntos los amores no correspondidos.

Tal vez incluso lloremos un poco, pero nada nos podrá amargar la alegría de nuestra mutua compañía.

Y así permaneceremos, horas y horas, días y días.

Viendo salir el sol y al crepúsculo llegar.

Con su fuego frío, indiferente y ajeno a la muerte del mar.

miércoles, 24 de diciembre de 2008

El peletero/La muerte



21 Julio 2007

Ludwig Wittgenstein afirmaba que la muerte no es una experiencia que forme parte de la vida.

La fotografía que encabeza estas líneas nos muestra tres cadáveres, el de un hombre y el de dos mujeres, que supuestamente se han quitado la vida.

Es conveniente arriesgarse y repetir aquello que el pintor Roberto Longo afirma: que la fotografía siempre nos habla del pasado, a diferencia de la pintura que lo hace del presente.

La razón de ello tiene que ver con la intensidad o el grado de verosimilitud que cada una de ellas es capaz de aportarnos. Y ello naturalmente depende de la técnica, de la diferente artificiosidad que estos dos artilugios necesitan para relatar la realidad y su devenir.

Lo que nos ofrece una caja oscura es más verosímil que una mano, por muy hábiles que sean sus dedos al utilizar el pincel. Las cosas que nos cuenta una fotografía sucedieron en un pasado, en cambio, lo que nos cuenta una pintura está sucediendo en este mismo instante. No importa la fecha de su ejecución.

El paso del tiempo nos aporta claridad, o dicho al revés, cuanto más cerca estamos de lo verosímil más lejos estamos del presente. Al igual que la luz, mirar más lejos siempre es mirar más atrás. Lo que vemos jamás ocurre, siempre ocurrió. O dicho también al revés, lo que ocurre no puede ser visto. Por eso, lo verosímil, que no la verdad, es inversamente proporcional al tiempo.

La muerte sí que es verdadera, aunque pueda parecer inverosímil. En todo caso lo que forma parte de la vida es el morir, que evidentemente tiene mucho más que ver con el estar vivo que con el estar muerto.

Pero lo que no podemos negar es que eso que llamamos muerte cambia el orden de las cosas vivas. Las cambia de sitio, las descoloca de una manera irreversible y definitiva.

Ése no es ningún cambio de orden moral y sí meramente físico. Y sin duda estético también. Algo que tiene que ver con las proporciones que las cosas mantienen con el espacio y con el tiempo.

Es la elegancia del estar y del ser, del saber mirar y del saber escuchar. Y saber recordar no tanto el cuánto, sino el cómo y el qué. De ello dependerá nuestra salud, la mental y la otra, pues no en balde el suicidio es eso, una muy personal relación con el tiempo. En este caso, con “todo” el tiempo, el pasado, el presente y también, por difícil que pueda parecer, el tiempo futuro.

Después del fin del tiempo, solamente manda el espacio, de ahí las grotescas posturas de los cadáveres. De unos cuerpos que nunca han sido pensados para llegar a esa situación. La muerte es algo que acontece, pero que nadie la tenía prevista, no estaba en el plan original. Es quizás el resultado de un error irreparable. Es un defecto de diseño.

En la fotografía de los tres cadáveres el reloj parece señalar la una y cuarenta y cinco minutos del mediodía. La claridad que atraviesa las ventanas puede ser una confirmación.

Excepto en algunas de las cosas que vemos esparcidas por el suelo, como en la parte derecha inferior de la imagen y en el lado izquierdo del sofá, el resto del despacho parece estar bastante bien ordenado. Por la indumentaria y el mobiliario, seguramente es el de algún funcionario nazi, que junto con dos de sus colegas o secretarias, ha decidido suicidarse.

Esa también parece una muerte burocratizada donde los cuerpos no han terminado de estar desplazados del todo. Han tenido tiempo de pensar en su aspecto postrero y mostrar lo mejor de su morir.

Su mentalidad de siervos ha querido revestir la escena de asepsia familiar. No parece ni un hospital, ni un despacho siquiera, y sí parece, el salón de su propia casa. Casi podemos distinguir el polvo de los muebles y la suciedad en los rincones. Los cristales por limpiar y esa luz demasiado blanca, de sábana para un sudario.

La ropa mal lavada y peor planchada. Las uñas sucias y mal recortadas. Y las suelas de los zapatos todavía por gastar, pues los tres no parecían tener aspecto de andar demasiado.

La muerte de esos funcionarios nazis es tan atroz y tan gris como el mismo color de la fotografía que nos los muestra. No han querido ceder al espectáculo de la sangre, no han querido teñir el paisaje de rojo. El veneno que han ingerido, fuese lo que fuese, sin duda era también de color blanco.

Pero su fracaso es evidente. Las peores muertes son ésas, las asépticas, las desprovistas de épica, ni siquiera de la épica que se necesita para luchar contra la enfermedad. Incluso ellos que querían refundar Europa en los principios de una nueva moral, acabaron, en cambio, malbaratando para siempre un bello emblema universal, la cruz gamada, la “esvástica”, ese sencillo, antiguo símbolo solar de paz, que en sánscrito significa: “está bien” o “bien estar”.

Aquella fuerza que debía ser la formidable “voluntad de poder” y que había de conseguir transformar el mundo, acabó llenándolo de fosas repletas de cadáveres, amontonados, acumulados, sin rostro ni nombre, mera carne. Nada.

Es necesario resaltar, que una fotografía –y una pintura también- es todo lo que hay, nada más. No hay más que aquello que se puede ver, aunque todo eso que se ve trascienda a la misma fotografía.

¿Por qué?

Porque su significado siempre está fuera de ella.

¿Dónde?

En el relato.

Esos tres cadáveres de la fotografía, al mantener todavía una cierta dignidad hacen más evidente todavía su mera inercia, eso que solamente tienen los cuerpos inanimados.

Esa inercia es el truco.

Es el resultado de un mal número de ilusionismo.

La muerte es eso, el truco. La inercia de la vida. La vida inerte.

El truco desvelado.

Cuando ya todo pierde interés.

lunes, 22 de diciembre de 2008

El peletero/L'aigua beneïda




18 Julio 2007


L'Aigua beneïda


Des d’una balconada
D’un segon pis
D’una casa
D’un carrer sant de Barcelona,
Un nen de cinc anys s’orina
Al damunt d’una parella
De policies ociosos.

Mentre l’aigua beneïda
Els espavila i emprenya,
el nen mira al cel
i es menja el núvols.

La seva mare prenyada,
Enfeinada cosint,
No se’n adona del què passa,
però el fetus que duu a dins,
pica de mans
i es fa un fart de riure.

(el peletero)


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EL AGUA BENDITA

Desde un balcón
de un segundo piso
de una casa
de una calle santa de Barcelona,
un niño de cinco años se orina
encima de una pareja
de policías ociosos.

Mientras el agua bendita
los espabila y enoja,
el niño mira al cielo
y se come las nubes.

Su madre preñada,
atareada cosiendo,
no se da cuenta de lo que sucede,
pero el feto que lleva dentro,
aplaude
y no para de reír.

(el peletero)
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Para todos ellos y para todos los demás.

viernes, 19 de diciembre de 2008

El peletero/Con el pulgar y el índice



14 Julio 2007

Con el pulgar y el índice se debe asir la cuchilla para cortar. Mientras tanto, el dedo meñique ha de apoyarse en la piel, inmovilizándola con la suficiente fuerza para que no se desplace ni se mueva. La otra mano la sujeta y la tensa desde el otro extremo, levantándola ligeramente del tablero en el punto donde la cuchilla ya está cortando. Así evitamos aplastar el pelo y cortarlo. Pues ése es el fin, cortar solamente el cuero y ni uno solo de los pelos.

La luz por debajo de los ojos, iluminando únicamente las manos que son las que trabajan.

De pie.

Se permite escuchar música, y antiguamente también se permitía cantar. Incluso improvisar y cambiar la letra original de la canción para que luego fuese respondida con ingenio y picardía por algún otro de los compañeros del taller. De esa manera se establecía una conversación cantada, llena de perspicacia, sutil o no, pero plena de chispa y agudeza.

Las canciones de las zarzuelas eran muy solicitadas, tangos, rancheras, habaneras y los últimos éxitos de la radio.

Mi padre trabajaba en un palacio que hubiera hecho las delicias de Visconti. En aquellas salas enormes, de paredes y techos estucados y pintados con escenas primaverales y mitológicas, había un taller de peletería donde trabajaban más de cuarenta personas.

Los colores de las pinturas estaban llenos de humedad y suciedad. Y toda una parte del edificio estaba deshabitada y desocupada. Inmensos salones vacíos sin luz eléctrica y con las ventanas casi atrancadas y trabadas de no abrirse nunca. Mi hermano y yo jugábamos a ser príncipes con peluca y polvos en el rostro, o piratas con loro caribeño multicolor, sables y parches en el ojo para seducir a damas con miriñaques, polisones y aquellos extraordinarios escotes que les elevaban los pechos hasta casi la misma nuez. Nos reíamos contándonos cómo deberían parecer aquellas señoras desnudas y desprovistas de tanto velamen y arboladura en su cuerpo. Viejas goletas a punto de hundirse a la más mínima ventolera.

En el centro había un patio que también era un jardín.

Que nadie cuidaba.

Y que no tenía nada de secreto.

Era mucho mejor que eso, estaba verdaderamente abandonado.

Escondido en él, oías a las máquinas de coser pieles acompañar con su taladro las “capellas” que cantaban desde el taller.

Había lagartos, ratas, arañas y pájaros.

Y era la fuente de luz natural de todo el palacio.

Y su pozo de ventilación.

Y un día entró desde él, tal vez arrastrado por una ráfaga, y sin casi apenas saber volar, un jilguero muy joven que mi padre atrapó lanzándole una piel, que le cayó encima como una red.

El dueño de aquel jilguero, del taller y de la tienda que había en los bajos, era un judío rumano que huyendo de los nazis, había conseguido refugiarse en España y hacer una fortuna.

Mucho tiempo después se mató de un disparo en la sien. Le gustaba jugar al póquer y apostar fuerte y un día lo perdió todo.

En estos casos el pulgar es importante para asir bien la culata y el índice para apretar el gatillo. Si quieres ser teatral puedes estirar el meñique. Queda ridículo a la hora de tomar el te. Pero yo jamás osaría criticar tal amaneramiento en la soledad que te envuelve cuando vas a dispararte un buen pedazo de plomo en pleno cerebro.

En momentos tan delicados como ésos, tienes derecho a cualquier cosa.

Pero es triste saber que, con los dos mismos dedos con los que apenas sostienes el lápiz, apresas el dinero, admiras el diamante y la perla que deseas, o tomas la píldora que te cura, sean también los dos que te matan, si tú quieres.

En cambio, si ella quiere, podrá enseñarte y tú aprender, qué más cosas delicadas pueden hacer un pulgar y un índice bien sincronizados. También tiene que ver con la muerte, porque todo lo importante tiene que ver con ella.

Aunque en este último caso sea, como dicen los franceses, la pequeña muerte.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

El peletero/¿Por qué sonreía?



12 Julio 2007

Mariano tenía un mulo que arrastraba su viejo carro de madera.

El mulo no tenía nombre y a mí tampoco se me ocurrió ponerle ninguno, tal vez porque me hubiera gustado mucho más tener un burro, pero son demasiado inteligentes, y tienen una belleza propia, humilde y graciosa, equiparable a la de los caballos, y nada de eso era lo que mi tío Mariano necesitaba.

Un día pasó la Guardia Civil escoltando a un preso. Vapuleado, sucio, con la cara llena de moratones, los labios gruesos y partidos y la sangre seca, negra y pegada a una piel morena. Era bastante más joven que mi tío y recuerdo que tenía un flequillo largo que casi le llegaba hasta los ojos, a punto de taparlos.

Flaco, alto, y con los pómulos que se le marcaban claros en el rostro y que nos mostraban su hambre.

Camisa blanca desabrochada, pantalones negros y unas alpargatas medio rotas.

Tenía los ojos oscuros y quizás era gitano, o eso decían algunos, no sé.

¿Por qué sonreía?

Sus dientes eran tan blancos como aquella única nube que flotaba por encima de nuestras cabezas. Pequeña, redonda, algodonosa, solitaria, y con alguna de sus puntas que ya empezaban a estar grisáceas, a neblinear.

Todo el pueblo, alrededor de quinientas personas, había salido para verlos pasar.

Frente a mí, al otro lado de la calle, a cinco metros escasos, apenas asomada y medio escondida detrás de la puerta de su casa, Montserrat, tan rubia y bonita como siempre, me miraba con arrogancia y un ligero desdén.

Yo todavía era un niño a punto de no serlo, y ella hacía muy poco que ya era una mujer que sin saber nada ya lo sabía todo.

¿Por qué me miraba con aquel desdén?

Aquella noche oí a Mariano reñir con mi tía. Tampoco vino el novio de mi prima a buscarla como hacía siempre. Ella debía de estar enfadada por algo y a mí me hicieron acostar pronto.

A la mañana siguiente me levanté muy temprano y acompañé a mi tío con su carro y el mulo a recoger cebollas.

Cebollas redondas, cobrizas, de piel tan frágil y quebradiza que apenas te permite acariciarlas. Olorosas y transparentes por dentro, pero que por mucho que las mires nunca llegas a ver su centro y por mucho que las desnudes tampoco. Envueltas en mil velos o capas, terminas cansado o decepcionado.

O haciendo un buen sofrito con un hermoso pimiento rojo y algo de tomate.

Yo hacía lo que mi tío Mariano me mandaba mientras el mulo descansaba y el sol se iba elevando inmisericorde.

Al mediodía ya estábamos de regreso. Después del almuerzo el pueblo cerraba todas sus puertas, las calles se vaciaban y todo el mundo se ponía el pijama para dormir la siesta.

Refugiados del sol y del calor trataban de dormir y descansar, o eso decían que hacían.

Excepto quizás algún anciano al que ya se le había enfriado la sangre.

lunes, 15 de diciembre de 2008

El peletero/¿Quieres verla?



7 Julio 2007

¿Quieres verla?, me preguntó.

Con la más absoluta naturalidad del mundo, Mercedes me estaba preguntando si quería ver la cicatriz que la cirugía le había dejado al extirparle el pecho derecho.

Sí, le respondí confundido.

Y ella, tranquila y espontánea, se desabrochó la parte derecha de su blusa, se bajó el sujetador y se sacó la prótesis de quita y pon que llevaba.

Y allí estaba.

No existe otra palabra, ni se puede inventar ninguna metáfora, que consiga sustituir a “cicatriz”. La letra zeta que la termina ya de por sí lo es, la última del abecedario, restañando su cuerpo sin compasión desde el esternón hasta la axila.

Lo mejor que podía hacer era mantenerme callado. Y eso hice mientras miraba hipnotizado aquel valle en su carne.

Pero mi silencio no era lo mejor que podía ofrecerle. Sin preguntárselo ni pedirle permiso, le quité el resto de la blusa que le cubría el lado sano y desabroché su sujetador que cayó al suelo.

Ella no se inmutó ni me lo impidió, y con la misma tranquilidad me dejó hacer.

Así era ahora Mercedes, una de mis numerosas primas, hija pequeña de la hermana mayor de mi madre, una mujer de cuarenta y seis años, desnuda de cintura para arriba frente a mí, su primo, bastante más joven que ella.

Ambos en silencio. Yo desconcertado y deslumbrado, y ella valiente y orgullosa.

Al cabo de un breve rato que transcurrió muy lentamente, recogí el sujetador, le di las gracias y me fui.

No estaba muy seguro de qué era lo que acababa de suceder. Es difícil saberlo cuando acabas de contemplar el hachazo que parte a Dios en dos mitades asimétricas.

Porque ésa es la verdad, Dios puede que sea perfecto, pero seguro que es asimétrico.

viernes, 12 de diciembre de 2008

El peletero/Luz de mandarina



4 Julio 2007

En la madrugada del 25 de julio de 1938, atravesaba el río Ebro una barquita a remos que llevaba pintada en ambos lados, a babor y a estribor, el nombre de Bienvenida, mi madre.

Lo había pintado un muchacho de apenas 18 años del Ejército Republicano español llamado Rafael.

Bienvenida le escribía cartas para que no se sintiera tan solo. A ella le gustaba escribirle y a él recibirlas.

Rafael y Bienvenida se habían conocido meses antes al casarse un hermano de él con una hermana de ella.

Aquel 25 de julio y los días siguientes, murieron en el frente muchos de estos jóvenes, entre ellos un hermano de Bienvenida, Juan, que luchaba en el otro bando. Un obús le dejó sin piernas y sin vida.

El campo de Tarragona es áspero y la tierra seca, el Ebro la corta sin dañarla, y te obliga a construir puentes si quieres proseguir tu camino y no quedarte mirándolo pasar. Ver quemarse un leño puede ser ensoñador, pero ver pasar un gran río... El fuego te engaña al hacerte creer que el presente es eterno, pero el devenir de un río te señala cual es el futuro, y eso es algo siempre difícil de comprender.

Rafael y todo su pelotón de soldados lo cruzaron en esa barquita en la que había pintado con amorosa esperanza el nombre de mi madre, y ellas dos, la barquita a remos y Bienvenida, lo devolvieron sano y salvo a casa. Asustado, pero vivo.

Yo todo eso lo supe siempre por boca de ella, pero lo supe también por boca de él, tres meses antes de su muerte.

- ¿Sabes que me voy a morir muy pronto?

- Sé que estas muy enfermo.

- ¿Te gustan los tangos?

- Me gustaría mucho saberlos bailar.

- Yo los cantaba por los bares con una guitarra vieja

Ese preámbulo de conversación lo tuvimos Rafael y yo en los jardines del restaurante donde se celebraba el almuerzo por la Primera Comunión de los dos nietos de su hermano, el que estaba casado con la hermana de mi madre.

Era primavera y aquellos jardines tenían el césped muy bien cuidado. Todavía no hacía mucho calor. Él había salido del comedor para descansar del bullicio, de la música y del humo. Arrastrando una silla se había buscado una buena sombra debajo de algún árbol.

Y la había encontrado frente a unos viñedos. Ante él se extendían unos espléndidos campos que muy pronto habría que vendimiar. Los dueños del restaurante decían que sería un buen año de vinos. Era bonito ver esa naturaleza alterada por el hombre, nada salvaje, hecha a su medida, esa naturaleza pacífica y esas viñas más viejas que el tiempo.

- Así enamoré a mi mujer, cantándole tangos.

- Y a mi madre, ¿cómo la enamoraste?, ¿a ella qué le cantabas?

- Música francesa, Piaff, Charles Trenet y esas cosas que parecen menos canallas. Tu madre nunca ha sido muy arrabalera.

- Tienes razón, nunca lo ha sido, pero estoy seguro que siempre lo ha deseado. Su padre, mi abuelo, sí que lo era.

- Al menos un poco más atrevida, ¿verdad? Tú eres su hijo, la conocerás mejor que yo.

- Pues no estoy muy seguro.

- ¿Has hecho alguna vez una lámpara?

- ¡Claro!, me enseñaste tú, de aceite de oliva dentro de media cáscara vacía de mandarina y con el rabito interior haciendo de mecha, son bonitas y los niños ponen unos ojos como naranjas cuando las ven, y si apagas las luces mucho mejor. Es una luz perfumada de mandarina.

No recuerdo por qué salí del comedor de aquel restaurante para encontrarme con él, pero sí que llevaba un apestoso puro en la boca, mi traje era de un azul muy oscuro y la corbata gris con dibujos amarillos. En aquella época las cosas me iban bien y me sentía seguro, pero saber que Rafael se estaba muriendo me entristecía de una manera muy extraña. Yo creo que fui a encontrarlo, no fue ninguna casualidad.

Siempre he apreciado y he buscado a esos que ya nadie llama padrinos. Y siempre los he hallado. Uno fue Mariano, el hermano de mi padre, otro Eduardo, un hermano de mi madre. Y también Rafael, y aunque el trato era más esporádico, siempre fue alguien que supo influir en mí, o quizás yo dejé que lo hiciera que para el caso es lo mismo.

A ellos les confiabas cosas que a nadie más contabas. Y sus palabras y consejos eran siempre seguidos sin discutir.

O quizás porque su hija era algo especial. Única. Los hijos a veces también enaltecen a los padres, y no solamente al revés. Si algún mérito tuvo Rafael en su vida fue ser el padre de aquella mujer. Ella hacía mejor a su padre, y él la hacía mejor a ella. Sin duda merece un capítulo aparte, pero ahora no es el momento.

Durante el día pintaba paredes y por las noches cantaba tangos por los bares. Era un hombre extraordinariamente guapo y atractivo. Una buena síntesis entre Omar Sharif y Georges Moustaki. Años más tarde creó una pequeña fábrica de lámparas que al cabo de bastantes años provechosos lo acabaron arruinando. A partir de entonces las únicas que fabricaba eran sus mandarinas perfumadas de luz. No tuvo nietos.

Cuando nos notificaron su fallecimiento, mi madre se pasó todo el día llorando desconsoladamente. Mi padre no dijo nada, no se atrevió, pero seguro que se preguntó si a él le lloraría igual.

- ¿Por qué todavía no te has casado?

- Porque tu hija me ha dicho que no.

- Pero hay más mujeres que mi hija.

- Sí, pero todas las que me gustan son como ella, por eso todas a las que pregunto me dicen que no.

- Eso es lo que yo no hice, busqué a una que sabía que me diría que sí.

- ¿Te arrepientes?

- Antes sí, ahora, como te puedes imaginar, ya no.

- Yo tampoco me arrepiento que me digan que no. Duele mucho, pero vale la pena.

- Sí, valió la pena. Esa es la clave.

- ¿Cuál?

- Decir que no.

Me reí y dije:

- Sí. (…) Ésa es.

Y ambos nos reímos.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

El peletero/La Florida



30 Junio 2007

EL PELETERO

La muchacha vestía un qpao chino muy corto,
de seda amarilla con flores rojas bordadas y filigranas de plata.
El cabello lo llevaba recogido atrás en un moño clásico
con una rosa también roja en la oreja derecha.

Las paredes estaban repintadas de verde y rojo.
Satinadas.

Brillantes, relucientes y bruñidas,
las lámparas colgaban de ellas alumbrando el techo vacío,
o encima de las mesitas iluminando medio palmo cuadrado de mantel verde-billar.

La sala era alargada y se hallaba en una calle florida.

Ese era el estilo de aquel salón de baile barcelonés.
El suelo gris y el uniforme de los camareros negro.
Ellos se mantenían siempre callados
porque les gustaba escuchar silenciosos los tangos que interpretaba la orquestra.

Ésa era su gracia.

Y ella era sevillana.

Fumaba despacio.
El cigarrillo asido entre el índice y el anular a la altura de las yemas de los dedos de uñas cortas,
los dedos estirados y no doblados, justo donde empieza el filtro.
Las uñas pintadas y el brazo izquierdo debajo del codo derecho.

El cigarrillo parecía no terminarse nunca y el humo la adornaba y la ocultaba.

Yo vestía un elegante traje oscuro,
camisa blanca y una corbata también de seda al tono de las paredes.
Los zapatos eran sencillos, negros y acordonados.

En aquella época llevaba la barba muy corta y un poco retocada en el cuello,
pero sin teñir,
totalmente blanca.

Y ningún anillo entre mis dedos.
Ella, en cambio, enseñaba tres enlazados que eran como uno,
de tres colores de oro distintos.

En sus orejas lucía dos perlas pequeñitas,
y en el empeine de su pie derecho, el del corte en el vestido, resplandecía una esclava también de oro,
sencilla, con un discreto rubí,
que descubrí más tarde hacía juego con las uñas pintadas de rojo de sus pies.

Era una andalusí alta y esbelta,
de cabellos castaños y piel clara.
No necesitaba casi maquillaje.
De pliegues sombreados,
aunque toda ella estaba soleada, aventada y aireada.
Tenía el soplo caliente.
Sabía dormir y descansar, y también sabía irse.

Era una atlante.

Medio mora y medio íbera,
medio nubia y quizás también medio maya.

Era una cereza roja,
era un ramillete de ellas,
una tras otra,
enlazadas todas,
con una aceituna negra partida
entre las piernas.

Era dulce de boca y de axila limpia.
Tenía la entrada clara, viva y abierta,
y la salida prieta, morena y fragante.

Pelos suficientes, cortos y tersos.

Ojos pintados,
tetas pequeñas,
pezones grandes
y culo ancho.

Manos finas,
y uñas cuidadas.

Parecía una almohada y una alfombra.

O una mora y una reina.

O una india y una guanche.

O una barquita de vela latina.

O una capa roja de gitana fina.

Era casi perfecta.

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EL TANGO

Because of

Las mujeres han sido
excepcionalmente amables
con mi avanzada edad.
Me llevan a un lugar secreto
de sus ocupadas vidas
y se desnudan de diferentes maneras.


Leonard Cohen

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LA FLORIDA

Ella. ¿Tienes un pañuelo?

Él. Tengo dos.

Ella. ¿Dos?, ¿para qué tantos?

Él. Uno para ti y el otro para mí.

Ella. ¿Para qué quieres tú un pañuelo?

Él. Para lo mismo que lo quieres tú, para limpiar las manchas.

Ella. Yo pensaba que los pañuelos servían para secar las lágrimas.

Él. Claro, para eso son, ¿no sabes que las lágrimas manchan?

Ella se rió.

Ella. Me gustas, pareces divertido.

Él. Gracias, tú pareces guapa.

Ella. No seas malo mi cielo. ¿Solamente lo parezco?

Él. Claro, claro, lo eres… y mucho.

Silencio sonriente.

Ella. Ven.

Él. ¿A dónde?

Ella. Aquí tonto, acércate, he de preguntarte algo al oído.

Él. No es necesario, acércate tú y bésame.

Ella. ¡Qué malo eres! Todavía no he terminado mi cigarrillo. ¿Te gustan las lenguas con sabor a tabaco?

Él. No, me gusta el tabaco con sabor a lengua. Ven.

Y fue.

Se acercó tanto y tan deprisa que él tuvo que detenerla con la palma de su mano a un palmo de sus pechos.

Ella se paró en seco.

Ella. ¿Sucede algo?

Él. No, déjame solo mirarte y…

Ella. Hay más debajo, ¿sabes?

Él. olerte…
…sí, lo sé,
pero tú aroma ya está subiendo.

Ella. ¿Te gusta eso que hueles?

Él. Me gusta tu boca.

Ella. ¿Cuál?

Él. La que veo.

Ella. ¿Y ésa que hueles?

Él. ¿Vas depilada?

Ella. De allí no.

Él. Mejor.

Ella. (…)

Él. No me gustan los de niña.

Ella. ¿Te gustan mis ojos?

Él. Sí, me gustan sus niñas.

Ella. (…)

Él. (…)

Ella. ¿Tienes sed?

Él. Mucha.

Acercándose ella, esta vez sí, hasta tocarlo.

Sus pechos se montaron encima de su corbata reluciente y él la asió por la canaladura que empieza al final de su espalda.

Ella. Bebe.

Y bebió.

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EL BANDONEÓN

El instrumento

Variedad de acordeón, de forma hexagonal y escala cromática.
Introducido en Argentina a finales del XIX por marineros alemanes.

Heinrich Band (1821-1860)

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lunes, 8 de diciembre de 2008

El peletero/Pisando huevos



23 Junio 2007

Los cuatro nos habíamos quedado dormidos bajo la sombra de un árbol en la plácida hora de la siesta.

Era verano y todo el suelo estaba lleno de cáscaras de grillo, esa crujiente armadura abandonada por las crisálidas que ya se habían metamorfoseado en ninfas. En aquella hora tan calurosa de la tarde, debían de estar escondiéndose bajo las piedras y las grietas de Creta.

No podías evitar pisarlas a no ser que consiguieras levitar.

Levitar no pudimos, pero sí logramos dormir aquella noche en una azotea, sin techo ni capota que nos protegiese de las estrellas. Tres muchachos y una rubia gordita, a la que irritaba a su piel tierna el botón niquelado de sus jeans.

Nosotros cuatro en un solo colchón apropiado para cuatro, acompañando en aquella misma azotea a los dueños de la pensión, que según vimos también les gustaba dormir a la dulce intemperie de un verano mediterráneo, donde igual podías oír grillos que los ronquidos de un matrimonio feliz.

Tampoco pudimos evitar atropellar a los miles de cangrejos que, en un tramo de muchos kilómetros del recorrido, atravesaban irresponsables la carretera que nos conducía de la Habana a Varadero. Era ya de noche y empezábamos a estar muy preocupados porque la flecha que indicaba el nivel del depósito de gasolina de nuestro flamante LADA, fabricación soviética, se estaba acercando inexorablemente a cero. Empezó a llover tropicalmente y los cangrejos aumentaron. Parecía que pisáramos huevos o las hojas secas de un imposible otoño caribeño.

No había, ni por asomo, ningún surtidor de gasolina, ¿por qué debía de haber alguno? Así pues decidimos desviarnos y entrar en Matanzas, supusimos que nos sería más fácil encontrar combustible allí.

Mientras nos acercábamos, solamente el cielo negro de esta ciudad de nombre tan terrible, fulguraba y centelleaba. Tan era así, que pensamos que celebraban una fiesta con gran alarde pirotécnico, pero no, eran cientos de relámpagos que le caían encima, disparados desde unas oscuras, amenazantes y barrigudas nubes que descargaban también su agua, quizás para iluminar y señalarnos el camino. Ya sabemos que la naturaleza, cuando quiere comunicarnos algo, no tiene por costumbre usar la civilizada manera de los letreros. Los dioses son iracundos, un poco raros, y les gusta impresionar y atemorizar.

Todo salió bien, encontramos la gasolina rusa y conseguimos llegar a Varadero y localizar también el hotel. Nos registramos rápidamente y más deprisa aun nos fuimos a dormir. Aquello eran apartamentos muy cerca del mar y el nuestro tenía dos pisos y no sé cuantas habitaciones.

Al día siguiente, después de desayunar, nos marchamos directamente a la playa. La tormenta había pasado ya, y en aquella preciosa mañana lucía un sol ecuatorial, alto y demasiado blanco. Tan blanco como aquella polvorienta arena que más bien parecía talco para bebés que la sílice troceada de millones de conchas, vacías y estériles.

Extendimos nuestras toallas, nos sentamos encima, sacamos nuestra crema solar, protección total, dispuestos a embadurnarnos la piel para evitar las quemaduras, cuando… dos muchachas muy jóvenes y bonitas nos pidieron con dulzura y educación si les permitíamos que fueran ellas las que extendieran la crema en nuestras espaldas y pechos.

Fue decir “sí” cuando inmediatamente tuvimos al resto de los hermanos y primos sentados con nosotros, fumando nuestros cigarrillos y pagando con nuestro dinero los helados que todos ellos fueron a buscar. Luego, la familia entera se instaló en el apartamento de dos pisos, y fue entonces cuando comprendimos el por qué nos habían dado uno de tan grande.

En otra ocasión lo que no pudimos evitar fue una lluvia de insectos amarillos mientras nos tomábamos tan tranquilos una sopa de tomate en un restaurante que tenía las paredes de madera pintadas de un verde chillón, pero que desgraciadamente tampoco tenía cubierta.

Cenar fue imposible, pero la composición estética valió la pena. Cuando salió el camarero con un paraguas ya era demasiado tarde. La fotografía de la sopa conmemoró el instante y continúa estando en un lugar preeminente de nuestra memoria. Como también lo siguen estando las esculturas eróticas y pornográficas -que algunos llaman sexo explícito- de los templos de Khajuraho que íbamos a visitar a la mañana siguiente.

El fondo rojo del tomate con las salpicaduras amarillas todavía moviéndose para intentar no ahogarse, llenaba de dramatismo una escena más cómica que desalentadora. Si permanecías paciente podías observar cómo los insectos renunciaban al pataleo para abandonarse en aquel mal morir, hundiéndose, uno tras otro, hasta el fondo del plato.

La sopa volvía a su estado inicial, roja y lisa, igual que la piel de un verdadero tomate de huerta. Lista para ser comida de nuevo mientras la cuchara no restregara demasiado el fondo del plato, lleno de los cadáveres de los insectos amarillos, descansando por fin de su vida tan corta, pero seguro que muy intensa.

A la mañana siguiente fuimos a ver las esculturas.

La tribu cubana tuvo la ocurrencia de irse de paseo y dejarnos solos con sus dos niñas unta-cremas y antiguas gimnastas de competición que una inoportuna y persistente lesión las hizo abandonar. Nos dejaron solos con ellas y ellas no desperdiciaron la ocasión para echarse una buena siesta. Verlas dormir de aquella manera tan voraz, nos dio sueño también a nosotros que acabamos dormitando a su lado sentados los cuatro en el sofá del salón, frente a un televisor estropeado.

Cambia mucho, y es muy diferente ver a una pareja de humanos fornicar esculpidos en piedra, decorando las paredes de un templo consagrado a algún gran dios o diosa, que verlos fotografiados a todo color con la misma técnica que los padres fotografían a sus hijos recién nacidos y a sus mascotas, gatos, perros, loros o boas constrictor. Tan diferente como ver a los monos que llenan Jaipur, llamada también “la ciudad rosa”, “montarse” sin prejuicios ni esperas.

Tan diferente como aquel pequeño rosario de musulmanas, madres, hermanas, tías, hijas, que sentadas todas en el suelo de una de las balconadas del castillo rojo de Jaipur, descansaban mientras sus maridos y sus hombres terminaban la visita turística de la fortaleza. Vestidas con los más chillones y hermosos colores, se desvelaron el velo de seda que les cubría el rostro al pasar nosotros dos frente a ellas. Fue un acto de coquetería con un par de infieles, que no podían, ni debían, ni se hubieran atrevido hacer otra cosa que sonreírles y guiñarles un ojo con picardía, mientras ellas nos sonreían también y nos decían algo en su lengua, que me gusta pensar fue algún piropo o alguna obscenidad. Las mujeres son así, se desatan cuando saben que no entiendes lo que dicen.

Mientras tanto, nuestra amiga, gordita, y rubia iba llenando todo su cuerpo de esparadrapos para evitar el contacto con las diferentes partes de metal de su ropa, fueran botones, cinturones o cremalleras, todo le producía pruritos tomateros, excepto el oro de sus colgantes. El oro era lo único que su piel sensible no rechazaba. Por eso no entiendo cómo fue que se quedó dormida en la cubierta del barco que atravesaba el Egeo, sin importarle lo más mínimo ver la salida del sol. Nosotros tres allí estábamos, embutidos en nuestros sacos de dormir bien atentos al horizonte, esperando emocionados y contentos el regreso dorado del sol.

viernes, 5 de diciembre de 2008

El peletero/Sirio



16 Junio 2007

Sirio siempre venía a recibirme. Incluso a veces me traía una rata muerta que depositaba gentil entre mis pies. Yo lo acariciaba, le rascaba la oreja y le decía cosas bonitas. Él movía la cola en señal de aceptación y comprensión, y tan contento se llevaba la rata a su escondite para devorarla después o sólo para dejar que se fuera pudriendo olorosa y perfumada.

Yo le llamaba Sirio, pero no tenía nombre. Deambulaba por los alrededores del Hotel Tsamis en busca de las basuras que varias veces al día depositaban en la parte de atrás, listas para ser recogidas por el servicio municipal.

Los expertos dicen que los nombres de perro deben contener una “o”, es aconsejable, las “os” les resuenan mucho más claras y audibles.

La mayoría de las ratas y algún que otro conejo que cazaba no se los comía, los mantenía enteros fermentándose al sol, aromáticos. Eran una señal, una tentación y un regalo. Una buena manera para atraer a las hembras, para conseguir que acudiesen interesadas. Paciente esperaba, incluso creo que olvidaba que esperaba. Olvidaba el hambre y olvidaba la soledad de perro sin dueño. Aunque yo también me olvidaba de él, nunca he logrado olvidar que esperaba y qué esperaba.

En el hotel Tsamis no había ninguna parada de autocar. La línea que cubría el trayecto desde Thessaloniki no se detenía allí. Eso me obligaba a pedirle al conductor que por favor se detuviera para poder bajar. Siempre lo hacía. Las normas no eran rígidas o no les hacían caso, y así podía apearme delante mismo del hotel.

Al abrirse las puertas ya lo oía ladrar y mi primera palabra era el grito de su nombre.

La recepcionista, una muchacha de culo más ancho que sus propias caderas siempre me sonreía rara al ver mi familiaridad con Sirio, un perro sarnoso come-ratas. Yo le miraba descaradamente el escote que mostraba generosa al llevar la camisa siempre desabrochada en sus estratégicos botones de arriba. Al verme mirar atrevido sus dos bondades, la sonrisa se le cambiaba de rara a nerviosa y a punto de convertirse en antipática. Pero algo la detenía, no sé que era, sólo sé que la señal me la daban sus gafas al quitárselas. Cuando lo hacía sabía que el peligro había pasado, y que me daría una de las habitaciones que daban al lago. Silenciosas, tranquilas y con buena vista. La diferencia entre el lado del lago y el de la carretera era la misma que había entre el cielo y la tierra.

Y yo se lo agradecía con mi mejor mal griego y ella con una sonrisa que no terminaba de colocar bien en su cara asimétrica.

Sirio también tenía su escondite en el lado del lago. Muchas noches le veía desde el balcón de la habitación corretear en busca de algo. El olor es cómo el frío, cae, se mueve a ras de suelo, repta. Por eso podía observarlo sin que él se diera cuenta.

El olor cae y repta, por eso en ocasiones también apesta.

Lo que me temía ocurrió. Un día llegué y no le oí ladrar, le llamé y no acudió.

Pregunté a la recepcionista por Sirio. “Is left”, me respondió con su inglés escolar. ¿Left?, ¿where?, le pregunté yo a su vez, en mi inglés de aeropuerto. Me contó que se lo habían llevado a una granja de visones cercana, el hermano del dueño del hotel tenía una y quería un buen cazador de ratas para atrapar las que acudían en busca de la comida de los visones. Me quedé más tranquilo, pero lo que no me gustó fue la sonrisa de satisfacción de aquella muchacha. ¿Me lo estaba imaginando o de verdad se creía la rival de un perro?

Me dio una habitación del lago sin el ritual de siempre, esta vez no había sido necesaria aquella pantomima tonta.

Al cabo de media hora llamaban a mi puerta, era ella. En cinco segundos hube de tomar una decisión trascendental para el resto de mis viajes. ¿Fachada lago o fachada carretera?

Me alegré por él, por Sirio. Estaba mucho mejor, tenía una caseta, un trabajo de responsabilidad, poca humedad, buena comida y… ¡esposa! Que pronto daría a luz.

Me olió a kilómetros, y a un par de llegar a la granja ya lo tenía ladrando a las ruedas del auto que nos llevaba allí. Paramos, nos abrazamos y lloramos los dos un poco. Luego nos repartimos los regalos. Yo le llevaba unas buenas sobras de pollo, y él a mí un ratoncito de bosque.

Murió de viejo. Su supuesto dueño me llamó para preguntarme si quería que lo enterrase. Le respondí que no, los animales no tienen tumba le dije.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

El peletero agradecido/El dinero de los otros



14 Junio 2007

En algún lugar de por allí debe de haber un montículo, una pequeña montaña, no muy alta, nada importante, alguna loma.

En un día de verano, caluroso, pero no agobiante, a media tarde y ya tarde, andábamos Vanguelis y yo deambulando por los alrededores cuando subimos el cerro, sin hacer ruido y sin esfuerzo. El auto en sus manos nunca se cansaba, nunca sudaba. Hubiera podido coronar el cielo y fatigarse menos que San Pedro al dormir en sus nubes.

Al salir de una curva o de un recodo, o de una esquina, al girar, después de…

Apareció la explanada y, a lo largo de ella, Argos Orestikó, una ciudad vecina, pequeña, cercana, no tan famosa en el gremio de peleteros como Kastoriá. Pero allí estaba.

Iluminada.

La clave fue la luz, siempre lo es. La luz y el ángulo con el planeta a causa de la hora y de lo que la hora y las nubes nos dejen percibir y contemplar. Si hay suerte y te encuentras saliendo de la curva precisa en una loma que ni siquiera tiene nombre, podrás ver la lanza del diablo clavarse en la mismísima tierra y llenarla de belleza.

El ángulo debe ser agudo, bajo, a ras del suelo, el sol cayendo, desmoronándose feliz. Muriendo y anunciando a todos que resucitará. Fiel y leal. El sol, mi sol, él sí que me anuncia su vuelta, cada día, y cada día lo cumple.

Era verano y en verano los rastrojos de las niñas ya están quemados.

Era media tarde y ya era tarde, y Vanguelis y yo íbamos vagando en aquel viejo SEAT que ya había dado mil veces la vuelta al mundo. A esa hora el sol se precipita, cae casi paralelo al suelo, el paisaje luce, brilla, se revela, y tú…, como los demás seres y cosas de este mundo puedes recuperar tu alma perdida en los quehaceres del día, o tomar alguna de prestado, sin intereses que pagar, una de esas almas perezosas, vagabundas, que errantes y anhelantes deambulan solas por el mundo.

Cuando amanece puedes ver mejor el sol y si consigues fijarlo en el fondo, verás también el planeta girar. Pero cuando anochece, la tierra se te rebela en su oscuridad cercana, recalentada y que la luna no puede enfriar. En ella, las cosas devienen verdaderas y contrastadas, refulgentes y abrillantadas, corpóreas. Tan metálicas que ya nos recuerdan un árbol caído. En aquella luz, Argos Orestikó se solidificó y amarilleó con sombras marrones, delgadas, largas y huidizas. Pero nadie ni nada perdía allí su sombra.

En aquella época y en aquel lugar, el regateo de la valiosa mercancía era imprescindible y necesario, todo el mundo lo esperaba aunque el vendedor no lo deseara. Se regateaba, aunque no exactamente a la manera de un bazar oriental. Simplemente se trataba de conseguir una buena rebaja, una mejora importante en el coste.

No nos encontrábamos en ninguna subasta, donde el precio es público y la decisión de compra ha de ser rápida y en el acto. Tampoco era un pugilato ni una esgrima florentina que durase un día entero; por suerte no lo era, pero en algunas ocasiones sí que llegaba a consumir sus buenos y largos minutos, incluso a veces nos llamaba el vendedor a la oficina aceptando el último precio que nosotros le habíamos ofrecido después de habernos marchado de su taller, o éramos nosotros los que le llamábamos aceptando el suyo.

En realidad había un índice imaginario no estandarizado, y ni mucho menos oficializado, que señalaba el precio adecuado según el momento. El vendedor siempre pedía un precio superior a esa línea inmaterial y tú intentabas comprar por debajo de ella. No era solamente la ley de la oferta y la demanda, no, había una pugna y una escenificación. Aquello era una lucha entre actores donde todos trataban de disimular la necesidad y mostrar en cambio una exagerada fortaleza en la resistencia.

Eso era exactamente así, excepto en un par o tres de casos. El más destacable era sin dudad el de Caterina Papadopoulos, la mejor en su especialidad, difícil y delicada, que era la confección de piezas con las patas de astrakán swakara. Fundamentalmente negras, pero manufacturaba también en cualquier otro color; las marrones y grises mostraban siempre un degradado en su tonalidad, que resaltaba la fineza de sus olas, las olas del astrakán.

Las olas del astrakán son un mar en la piel, un vaivén peinado, un tumbo y un eco que sientes en la mirada y que sentirás en el estómago si no tienes complejos y lo tocas.

El cuero del cordero karakul swakara es fuerte, pero si eres hábil y encaras bien su ángulo puedes romperlo con los dedos. No tiene nada que ver con la flexibilidad del visón y su elasticidad de contorsionista. El visón se adapta a lo que tú le pidas, pero el astrakán sólo manda él.

El cuero del astrakán es también suave pero algo tosco y el pelo es lo más parecido al de un monte de Venus boscoso, donde los árboles se inclinan todos en la misma dirección del viento, que siempre sopla desde el mar y el océano cercano.

Caterina sabía qué es lo que había que hacer con todo ello y lo hacía bien. Muy bien. Era la mejor y la más cara. Era demasiado cara. Y los regateos, esos sí, eran interminables, crueles y despiadados.

Mujer mayor, grande y fuerte, su marido le servía los cafés que se tomaba uno detrás de otro, sin dejar nunca que ni una gota de sudor apareciese por su frente de griega doria, color paja seca, rubia oscura de cabellos hirsutos. Luego, cucharilla en mano se comía el poso de la taza sin bajar nunca la mirada. Tenía boca de hombre y sonrisa pegada a la cara.

No había más remedio que comerse también el poso del café al que te invitaba. Tal vez por eso mantenía su dentadura blanca y sana. Tal vez por eso ganaba todas las partidas; pero ella te decía en cambio, señalándose el vientre y riendo, que aquello limpiaba los bajos, los desagües y las alcantarillas. Tú reías también y al abrir la boca los demás reían contigo al verla toda sucia de poso. ¿Cómo demonios conseguía mantener la boca limpia tragándose aquella porquería?

Yo siempre iba a visitarla y siempre intentaba comprarle algo, pero nunca lo conseguía. Una vez estuvimos dos días. Me invitó a comer y a cenar con toda su familia, hermanas, hermanos, abuelas, hijos, hijas. Pero era imposible conseguir que su precio se acercase un poco, sólo un poco, a la línea imaginaria aquélla que yo tenía en la cabeza.

Hablábamos de todo, de la vida y de la muerte y algo de negocios. Del cielo y de la tierra y algo de trabajo. Hablábamos de política y de matrimonios y de pasada regateábamos. Y conversábamos de dinero, por supuesto, pero del dinero de los demás. Y de esa manera pasaban las horas, interminables y tan pesadas y lastradas como el mismísimo oro.

Hasta que un día, por fin, tomé la determinación de comprar, casi por curiosidad, un experimento. Si pierdo no seré mucho más pobre y si gano sabré algo que ahora desconozco.

No me libré de su regateo asiático. Algo íntimo conseguí en él, pero perdí, naturalmente que perdí, irremediablemente. Fue también una tortura, larga, somnolienta, calurosa y pegajosa, interminable. Cuando nos dimos las manos en señal de aceptación mutua ya me estaba dando cuenta de mi error, del mal negocio que había hecho. Alguien me estaba susurrando algo al oído que no pude entender. ¿Qué? ¿Quién?, no sé, pero oía un zumbido que más bien parecía una señal de alarma.

Normalmente cuando compras la mejor mercancía, el beneficio también es el mejor posible. Eso debería ser así. Eso es lo que queremos pensar que es. Eso es lo que nos dicen que es. Eso es también lo que deseamos que sea. Pero a veces, la mercancía es tan buena, tan extraordinaria y su precio tan alto, su coste tan exorbitante, que el beneficio, paradójicamente, disminuye. Percibes una anomalía, una contractura en la luz, quizás una trampa, una estafa sutil de la belleza. La verdad a veces miente.

Al final siempre acabas pensando que eres tú el culpable y que no está hecha la miel para la boca del asno, que es la tuya, sin duda, sucia de poso de café abisinio.

La luz que no nos llega ¿a dónde se va?, ¿se pierde en el universo? ¿O nuestros coetáneos antípodas nos la roban?

El agua quieta no hace ruido, ni el aire inmóvil, ni la tierra, en cambio el fuego no puede estarse quieto y siempre crepita. No le des ninguna oportunidad, ni a él, ni a los otros tres, cualquiera de ellos está esperando a que desistas.

Yo resistí todo lo que fui capaz. Al salir para regresar al hotel, el sol se había puesto ya, y Sirio ocupaba humilde su lugar; no me refiero a la estrella, sino a un triste y avispado perro cazador, inteligente y flaco, cuya cabeza acariciaba con cariño cada vez que me venía a recibir. Que era siempre.

lunes, 1 de diciembre de 2008

El peletero agradecido/El Gordo y ella



11 Junio 2007

Me llaman “El Gordo”, incluso aquí que no me conocen de nada. Incluso aquí, en este balneario de lujo, que también está lleno de sobrepesos, me apodan, sin ningún atisbo de originalidad ni piedad, “El Gordo”.

Quiero creer en cambio, que los que sí me conocen me llaman así para atemperar el miedo que siente al tratarme. Ellos saben que soy su beneficio, pero también su castigo, su daño y su mal, esa es la verdad. Y la verdad siempre la tenemos delante, desnuda y desnudada, desabrida y cruel. Ella no es misericordiosa ni muestra piedad alguna con nadie.

Y yo quiero ser la verdad.

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Un médico ha conseguido aquello que nadie había logrado todavía, obligarme a algo. Mi corazón le ha convencido que debía ordenarme una cura de adelgazamiento. Y aquí estoy, tomando baños, recibiendo duchas y sometido a un régimen estricto y nauseabundo.

No hablo con nadie y nadie me habla a mí. Pero…, ha sucedido algo. La directora del establecimiento me recibió para darme la bienvenida, yo quiero pagar mucho más que los otros huéspedes, y claro, se ha visto forzada a darme un trato especial.

Se asustó al verme, pero se recompuso enseguida. Adoptó un aire profesional y falsamente cálido. Yo no presté atención a su impostura, me dediqué a observarla. Tendría alrededor de los cincuenta años. Castaña, alta y esbelta de cuerpo, de ojos marrones y piel no muy clara. No escuché nada de su discurso, de sus palabras y de sus cumplidos. Seguramente esperaba una respuesta mía cortés. Como no la hubo nos quedamos en silencio, en uno de esos silencios embarazosos que los demás sienten y que yo nunca noto. Continué callado mientras ella empezaba a ponerse nerviosa, ¿Usted cree en la amistad?, le pregunté de pronto. ¿Qué?, ¿cómo dice? Que si cree en la amistad, repetí. Yo sí, yo creo en ella, creo en la amistad, afirmé muy seguro de mí.

Se quedó estupefacta. Ahora era yo el que esperaba una respuesta. Pero ella era una profesional en hablar y en no decir nada, y se repuso con una amplia sonrisa, tan hermosa y franca como falsa. Por supuesto, naturalmente que creo en ella, ¿cómo no iba a creer?, me respondió manteniendo la sonrisa perfectamente dibujada en su cara. Me alegra saberlo, le correspondí. Es una condición indispensable saber que la gente que trabaja para mí tiene amigos, se lo aseguro. Si necesita algo pídamelo, lo que sea, no tenga reparos, se sorprenderá de las cosas que puedo ofrecer, le manifesté con la mejor de mis voces también impostada.

¿Trabajo para él? ¿Si necesito algo?, debió de preguntarse sorprendida la directora.

Era yo el que había conseguido darle la bienvenida a ella y no ella a mí.

Porque a mí nadie me aloja, nadie me invita, nadie me hospeda. Yo nunca vivo en casa ajena.

Esas habían sido nuestras primeras palabras. Ya sé que estaría pensando que debía de estar loco o que simplemente era un tipo muy raro.

Mientras me hablaba y yo no la escuchaba, la miré. Me gustaron sus nudillos oscuros en los dedos, son un indicador de más cosas; de sus pliegues, de cómo su carne se doblega y su cuerpo se abate. Su maquillaje era escaso, buena señal pensé, debe tener un buen despertar. Sin embargo no sabe esconder el miedo, le cambia el olor, los perros lo deben notar enseguida. Ni la mejor colonia esconde la adrenalina. Eso me hizo sospechar que quizás no era una persona adecuada para jugar al póquer. Y esa es siempre una señal inequívoca de no saber perder.

Yo no es que tenga una nariz especial; cuando digo que la olí quiero decir que la observé con atención. De buena mirada sí que puedo presumir. Cuando a uno se le dispara esta clase de hormonas, cambia ligeramente de color. La piel se oscurece levemente y las fosas nasales se abren para atrapar más oxígeno. Es una simple cuestión de riego sanguíneo y de sudoración. La sangre inunda los capilares dérmicos y la humedad de la piel que causa el sudor, la lubrifica; ambas cosas, el sudor y el rubor, la oscurecen. Muchas veces mi vida ha dependido de estos detalles sin importancia, nacimiento, sexo, dolor y muerte, que como ya sabemos, todos ellos son aspectos del mismo suceso.

Alguien puede preguntarse cuál es el motivo para dedicar tanta atención a esa mujer, que por decir algo, no llegará nunca a ser la presidenta del país. Me da igual si me creen o no, pero la única razón era que no tenía nada más que hacer. Aquellas eran para mí una especie de vacaciones forzadas, con ninguna obligación laboral que cumplir y todo el tiempo del mundo. Cuando uno no tiene nada más que hacer puede incluso enamorarse del primero que pasa, a muchos les sucede. Pero ella no era la primera que pasaba, por supuesto que no.

La directora era una mujer de vida normal. Tenía un hijo que empezaba a tener una vida independiente. Estaba divorciada desde hacía diez años y mantenía con su ex marido una relación forzadamente cordial, aunque cada vez más distante a partir del momento en que el hijo de ambos se hizo mayor. Ahora vivía sola.

No lo sé todo, pero procuro saber aquello que me conviene, y me conviene saber qué clase de personas son las que deben cuidar de mí. Aunque ahora solamente se trataba de un divertimento, nada más que eso. Pero así y todo había que hacer las cosas bien. Yo ya había lanzado mi anzuelo, ella podía morderlo o no. Según hiciera una cosa u otra sabría mejor qué clase de mujer era.

El paso siguiente era pues esperar. Ella tal vez haría averiguaciones y yo debería facilitarle el trabajo no escondiendo nada, quería que supiese exactamente quién soy. Yo era el gusano del anzuelo.

Mientras esperaba su reacción me dediqué a flotar en la piscina. Tomaba masajes y daba mis paseos por un bosque de pinos cercano. A mí nunca me ha gustado la naturaleza, me repugnan los animales excepto cuando están cocinados, pero ahora debía caminar. Cumplía con mi gimnasia, mis duchas, mis baños de fango y algas. Y también me sometía sin rechistar al suplicio que la dietista me había impuesto. Solamente la infringía con el whisky que tomaba. Mi naturaleza me impide obedecer…del todo.

Vino a verme en la mejor de las horas del día. La siesta. Todos los demás dormían cuando la oí llegar antes de verla venir. Desde una de las butacas del salón, escuché el taconeo de sus zapatos que la precedía, y que resonaba limpio y claro en aquellos largos pasillos vacíos.

No se anduvo con demasiados preámbulos ni remilgos. Nada más sentarse en la butaca de enfrente me dijo –sin impostar la voz-:

Usted me preguntó si creía en la amistad, le respondí que sí, que creía en ella. Pero no es cierto, le mentí. No creo que exista eso que los demás llaman amistad, y ni mucho menos el amor.

¿Y por qué me cuenta eso?, le pregunté.

Se quedó callada.

Suspiré profundamente, dejé de mirarla, giré indolentemente la cabeza y detuve mis ojos en el jardín que había a mi izquierda. En el centro, rodeado de matas y flores había una sencilla fuente de la que no paraba de manar agua, vaya tontería pensé.

¿Quiere un whisky?, le ofrecí mientras se lo preguntaba. ¿Solo o con agua?

viernes, 28 de noviembre de 2008

El peletero y sus zapatos



7 Junio 2007

Era conveniente y necesario ahorrar el dinero que podía costarme el autobús. Eso significaba que debía ir y volver a pie. El trayecto sería tan largo como lo podían ser dos horas andando cuesta arriba. Un humilde ahorro para mi bolsillo que sin duda mi corazón también agradecería. Caminar es saludable, me recordaba a menudo mi médico de la sanidad pública. Ya que yo era pobre -me reí al pensarlo- al menos que fuera un pobre sano. Ya que estaba hambriento, al menos ágil. Ya que era soltero, al menos alegre. Me volví a reír mientras caminaba calle arriba. Durante un tiempo pensé que aquella excursión urbana valía y valdría la pena.

¡Caramba!, aquella muchacha vivía lejos, allí donde la ciudad se levanta, donde las perspectivas son inusuales y espectaculares. Allí también, donde las calles que bajan te muestran avaras pedacitos de mar oscuro, brillante, casi negro, debajo de un cielo azul, insultante y vanidoso.

Menchu, Merche, Conchi, Pili, no recuerdo exactamente el nombre, era una peluquería pequeña, sencilla y humilde. Estaban ella, que era la dueña, y una empleada con la cara llena de clavos, agujas y tornillos que taladraban su carne todavía tierna. Sus novios debían de ser faquires para poderla besar.

Me cortó el pelo y me cobró poco. Rubia pálida, sin un rayo de sol en la cara, años más tarde tuvo un amante con el que debía vestirse de cuero negro y usar el látigo para mantener el entusiasmo. Eso lo sé porque la gente no sabe mantener la boca callada y guardar los secretos. Si no quieres que algo se sepa, no se lo cuentes nunca a nadie.

Me cobró poco, pero yo había supuesto ingenuamente que acostarme con ella me daba derecho a que me cortara el pelo gratis, pero no, estaba equivocado. A mi también me cobró. Eso demostraba que yo no tenía ni idea de mujeres ni de economía.

Una vez a la semana peinaba y cortaba en una residencia de ancianos. Todos ellos pasaban por sus manos. Empezaba temprano por la mañana y a media tarde ya había terminado.

Tenía la boca no del todo fea y los dientes de coneja o de ratón, no sé. Y pensaba muy satisfecha de si misma que el matrimonio por interés es una aberración. Era una de esas mujeres que están absolutamente convencidas de ser unas románticas. En la peluquería escuchaba mucho y hablaba lo justo para no ser descortés y procuraba reír siempre las gracias de las clientas. Más tarde te decía que todas eran iguales, que daba lo mismo que tuvieran 15 años o 95. Pero eso solamente te lo contaba a partir del tercer gin-tónic, cuando ya se quedaba dormida en el sofá. Yo, con todo el miramiento del mundo la llevaba a la cama, la desnudaba, le colocaba el pijama rosa con angelitos infantiles dibujados, la acostaba, le daba las buenas noches con un beso en los dientes de roedora y me iba. Andando.

El bolsillo y el corazón, tarde o temprano me lo agradecerían.

¡Caramba!, esta muchacha vivía lejos de mi casa aunque muy cerca de su propia peluquería, pequeña, sencilla y humilde. Al regresar, el camino se hacía cuesta abajo, y las casi dos horas de ida se convertían a la vuelta en algo más de una. De noche no podías divisar el mar desde ninguna atalaya. Parecía que el cielo se hubiera ido al otro lado del mundo, que hubiese abandonado el Mediterráneo para iluminar el Caribe. Todo se había oscurecido tanto que ya daba igual qué era lo que veías, si una cosa u otra. Ya daba lo mismo bajar que subir. Ir que volver.

Lo que me ahorraba en autobuses serviría para comprarme un buen par de zapatos. Tanto ir y venir empezaban a desgastar los únicos que me quedaban. Un botón de la camisa caído se puede disimular. Si eres hábil con la aguja y el hilo puedes zurcir apañadamente un siete, un descosido o un desgarrón, pero es muy triste tener que colocar un pedazo de cartón en el zapato para tapar el agujero de la suela. Y ¿si la suela se desclava entera?, ¿qué haces?, ¿andar descalzo? Desgraciadamente este tipo de cosas me habían sucedido. Por eso no podía ver nunca la escena aquella en la que Charles Chaplin se come un zapato como si fuera un pavo al horno y los cordones como si fueran espaguetis.

La mayoría de las personas nunca se fijan en los zapatos que calzas, pero hay algunas que precisamente es lo primero que miran de ti. Ha de ser aquello de que para conocer de verdad a alguien debes ponerte en sus zapatos, solamente así te haces cargo de la verdadera dimensión de su vida. Ponerte en su lugar. He de reconocer que mi peluquera siempre me recriminaba el estado de los míos. Pero lo suyo no era empatía ni simpatía, ni tampoco amor por la estética y el buen gusto. Podía haber sido fetichismo, eso lo hubiera entendido, o simplemente interés por mi aspecto; no era nada de eso, solamente era malestar ante una muestra de pobreza. A pesar de ella, de mi pobreza, yo trataba de cuidarme. A veces mis pantalones podían brillar demasiado por el uso, es cierto, pero siempre estaban limpios. En alguna ocasión me habían llegado a cortar el agua por falta de pago, pero siempre había un buen amigo que me ofrecía su baño y su lavadora para lavarme y lavar mi ropa.

Procuraba sacar partido de la situación fabricándome un cierto aire bohemio que disimulaba mi falta de medios y mi precariedad económica. A mi peluquera fue una de las cosas que le gustaron de mí. Ese desaliño estudiado le agradó. Se pensó que era un poeta. Se entretenía despeinándome más de la cuenta, para así poder peinarme después. Le gustaba la parte superior de mí, mi rostro y mi cráneo, tal vez porque era peluquera, pero a medida que iba bajando se iba desalentando hasta llegar a los zapatos. Con ellos no había nada que hacer, ni siquiera cuando me desnudaba y me los quitaba, conseguía su absoluta atención, esa atención que se necesita tener cuando dos están desnudos y pegados el uno al otro. Pensaba que era un poeta.

Siempre llegaba tarde a mi propia casa. Llegaba o salía, pero tarde, siempre de noche. Si la madrugada estaba ya muy avanzada, al salir del ascensor conseguía que el dulce aroma de la pastelería vecina me cubriera como un bálsamo, era un buen presagio. El vestíbulo de la escalera y el obrador del establecimiento se comunicaban por una estrecha puerta y una rejilla de ventilación. La dura oscuridad del exterior contrastaba con la suavidad de los olores, y la paradoja se acentuaba siempre que deslizaba la mirada por encima de las podridas paredes y estucos que supuraban tristeza y abandono. Incluso una noche, la paradoja se redobló cuando, a medio metro de la puerta principal, una rata de considerables dimensiones se me quedó mirando inmóvil. Ninguno de los dos dio un paso; la sorpresa nos había paralizado a ambos por igual. Di una patada en el suelo y la rata comprendiendo que yo sólo deseaba pasar, dio media vuelta y lentamente se escondió por donde seguramente había salido. Su pelado rabo todavía asomaba por una rendija cuando cerré la puerta de la calle.

Hoy he tomado una decisión respecto a mi peluquera, se lo he dicho con mis mejores palabras, pero no sé si ha comprendido exactamente que no nos volveremos a ver más. Que no subiré otra vez el camino que lleva a su casa, que no iré a su peluquería para cortarme el cabello y que nunca más la acostaré con ternura en su cama después de su tercera copa. No estoy muy seguro, pero yo diría que no ha entendido lo que le estaba diciendo.

Hoy, después de esa conversación con ella, y al llegar tarde también a mi casa, me he encontrado con la ordinaria ironía de hallar la finca otra vez sin luz. La escalera estaba completamente a oscuras y el ascensor, por supuesto, inutilizado. Debía subir los cinco pisos a pie.

Como no fumo no tenía ni un triste mechero que me iluminara y la batería de mi teléfono móvil se había agotado. No me ha quedado más remedio que subir a tientas.

A medio camino me he encontrado con mi vecina de rellano, Angelina, con una cerilla prendida. Es una mujer que ya supera los ochenta años, es viuda, no tiene hijos y vive sola. La he hallado sentada en la escalera, tan asustada como cansada.

¿Qué haces aquí a estas horas?, ¿te encuentras bien?

No me ha respondido, solamente me ha pedido que la ayudara a terminar de subir los dos pisos que le faltaban.

Yo siempre hacía bromas con ella y con su nombre llamándola mi Ángel de la Guarda, y hoy sinceramente, me lo ha parecido más que nunca.

Cuando hemos llegado a nuestro rellano hemos tenido que abrir nuestras respectivas puertas a tientas porque sus cerillas ya se nos habían agotado, y a tientas también entrar cada uno en su casa.

Una vez dentro he cerrado.

A tientas.

Y con llave.

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He dado mi corazón a una mujer barata.
Se me pudría en las manos. ¿Quién la habría querido?
En la basura un viejo zapato
luce igual y parece un tesoro casi perdido.

Todas las muchachas finas que rondan a mi vera
no han tenido la virtud de ofrecerme el consuelo
que da un abrazo, pues el hombre no llora
por los ojos, llora por el sexo, y es amargo llorar solo.


Quiero que lo sepáis bien los parientes y amigos:
Josep Palau no es un ángel ni un niño modelo.
Si tenían de mí una imagen bonita,
ahora les ofrezco una de muy fiel.

No quiero más ficciones alrededor de mi vida.
Aquella mascarada ha durado demasiado.
Como que os angustia que os muestre la herida,
por eso dejo todavía el zapato en el estiércol.

“El zapato” Josep Palau i Fabre

miércoles, 26 de noviembre de 2008

El peletero/Y su hermano



30 Mayo 2007

Eran árboles tan altos y esbeltos que parecían cipreses, pero no lo eran, no sé qué eran, pero eran árboles altos y esbeltos que bordeaban un largo y no muy ancho camino. Cimbreantes y rumorosos cuando soplaba el viento.

De copa en copa los sobrevolaban miles de murciélagos, tan enormes y gigantes, que pensamos que eran vampiros. El cielo estaba cubierto por ellos, de un árbol a otro y de una copa a otra atravesaban las alturas por encima de nuestras cabezas también altas y esbeltas.

Al camino no se le veía el final, pero aunque polvoriento era fresco y sombreado. La brisa que soplaba por entre los árboles que lo flanqueaban, producía un suave silbido que nos acompañaba en nuestro caminar, mitad viaje, mitad paseo. Nosotros éramos dos. Yo y mi hermano. Mi hermano de sangre y de corazón.

Ambos marchábamos decididos disfrutando de la tarde y del atardecer; del declinar lento de la luz y de la noche que se aproximaba irremediable y turbadora. Disfrutábamos y saboreábamos el aroma del aire y el murmullo de aquellas miles de alas batiendo allá en lo alto. Había tantas que formaban un extraño pabellón entreabriéndose y cerrándose continuamente. Si te atrevías a mirar era fácil que se te encogiera el ánimo.

Pero ni él ni yo caminábamos solos. Nos teníamos el uno al otro. Orgullosos, contentos y alegres, los dos marchábamos juntos mientras los murciélagos y los árboles nos proporcionaban una buena sombra y las mujeres se quitaban coquetas el velo al vernos pasar.

Íbamos a buen ritmo sin ir deprisa. Marcando el paso y bailando la más humilde de las coreografías que es la de caminar uno al lado del otro. La sonrisa amplia y sincera, los ojos brillantes, y en nuestro rostro nuestra mejor cara. De vez en cuando nos mirábamos y nos ofrecíamos de nuevo complicidad y compañía.

Aquello no era Europa, ni tampoco era América, ni siquiera África, aquello era el corazón de Asia y por aquel entonces yo solamente era un muchacho joven que caminaba al lado de su hermano a través de un camino bordeado de árboles, de elefantes mansos que transportaban cosas inauditas. De vendedores de secretos todavía no revelados, de mujeres expertas en conocer el futuro y en prometer delicias y placeres, según afirmaban, inimaginables, y nunca sospechados.

Mendigos, tahúres, ladrones, gurús, santones, budas, niñas bonitas, damas intrigantes y muchachos de cabellos ensortijados y cuerpos felinos. Pieles claras, oscuras y negras. Ancianos y niños. Personas y animales. Viento y lluvia, sombra y sol. Frío y polvo. El polvo suficiente para enrojecer el paisaje.

Nadie osó tocarnos al vernos pasar. Nadie osó interrumpir o molestar. Nadie fue ningún obstáculo. Nos miraban curiosos pero siempre con respeto. Se apartaban, dejaban libre el camino.

Cuando uno camina animoso y lleno de esperanza termina por llegar. ¿A dónde? Al principio, naturalmente. Al día aquel en que mi hermano vino a verme por primera vez a la clínica donde nuestra madre había dado a luz. Él era todavía un niño pequeño y la emoción debió de ser tanta que se escondió debajo de la cama.

Ese fue el principio y ese será el final.

Mientras tanto la gente se aparta cuando pasamos. La brisa es suave, los árboles se balancean y el polvo del camino enrojece todavía más el crepúsculo que nunca termina, impidiendo a la noche llegar.

lunes, 24 de noviembre de 2008

El peletero/La Puerta de mi casa



26 Mayo 2007

Las colinas, bajo el avión, ya abrían sus surcos de sombra en el oro de la tarde. Las llanuras se volvían luminosas, pero de una luz inútil: en este país no terminan nunca de entregar todo su oro, así como después del invierno no terminan de renunciar a su nieve.

Vuelo nocturno. Antoine de Saint-Exupéry

El avión rebotaba por entre las nubes, saltaba como un niño de una a otra mientras la pobre azafata trataba infructuosamente de servirnos un café americano. Los dos pilotos se reían de los chistes que se contaban, y casi todos los pasajeros parecían rezar a Dios, a la Virgen María o al Cristo Resucitado. Yo le soy fiel a San Pedro y a San Antonio Abad, y he de reconocer que nunca me han fallado. Poseer las llaves del Cielo y haber sido tentado directamente por el diablo en persona y no haber sucumbido, son garantías suficientes de eficacia santa y predisposición al bien. Pero no sé, me parece que los dos se burlan de mi devoción, creo que no les merezco ninguna confianza como devoto y para ser sincero, quizás tengan razón. Ellos deben pensar que no se puede ser incrédulo y al mismo tiempo rezar a San Pedro y a San Antonio, pero están equivocados, claro. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?

El aterrizaje era dulce pero interminable. Eso son cosas que pasan en la vida. En el más allá, los descensos también son interminables, pero algo me hace sospechar que jamás son dulces.

Siempre me ha gustado notar que debajo de las suelas de mis zapatos no hay nada más que nada, que el suelo no puede temblar ni tampoco abrirse y tragárseme. Por eso deseaba llegar pronto para ir rápido en busca del mar, el agua también te proporciona esa sensación de no tener suelo ni techo.

Una vez que llegaba a Atenas podía ir a Sounion, a bañarme en los barrancos nudistas que daban impúdicamente la cara al mar. A una hora de autobús de Atenas, el templo consagrado a Poseidón te recibía elegante, esbelto y gentil. Pero estaba lleno de turistas y había demasiadas mujeres solas. Casi siempre acababa por irme al Pireo donde allí no iba ningún turista, y las mujeres que se bañaban en sus playas estaban todas acompañadas por sus hijos pequeños. Me gustaba verlas y mirarlas. La maternidad explícita siempre hace que las mujeres “parezcan” mucho más sensuales, aunque inaccesibles. Tal vez en eso se encontraba mi interés y mi tranquilidad. El baño sabía mucho mejor y el deseo de mi cuerpo podía sobrellevarlo con más facilidad y saborearlo como se degusta un helado de chocolate, despacio, con una languidez estudiada y calculada hasta que solamente queda el maldito palo de madera. Ése era siempre el final, injusto y cruel. Entonces me volvía a zambullir, buceaba tontamente en busca de la oscuridad y pensaba que ya era hora de regresar. El crepúsculo es difícil de afrontar cuando en las manos no tienes nada más que un palito de madera. Parece casi una burla.

Atenas es una ciudad fea, en realidad las ciudades modernas griegas, grandes, medianas y pequeñas tienen muy poco encanto estético, todas ellas. Entre el fin de Bizancio y la moderna independencia del país, no hay nada, no podía haber nada excepto revueltas, luchas románticas y esperanzas infundadas de recuperar Constantinopla y las ciudades griegas de Anatolia.

Kemal Ataturk terminó con estas ilusiones de una manera que los griegos todavía recuerdan con temor.

Esa fealdad es un atributo que bien sobrellevado se transforma fácilmente en virtud. Aunque los propios griegos no sé si son conscientes de ello, tan deslumbrados como están por la belleza irrepetible de su pasado, pagano y cristiano.

A mí, sin duda, me gustaban esas calles y esos edificios sin personalidad, baratos o demasiado suntuosos, de nuevo rico, siempre fuera de lugar. El resultado de un error, de una equivocada apreciación de las cosas. De una absoluta falta de criterio, mal hechos y apresurados. Nunca formarán parte de ningún catálogo, ni siquiera tendrán el derecho a convertirse en ruinas. Sin embargo, en ellos encontramos un verdadero afán de resistencia, son la consecuencia de una lucha noble, de un anhelo por sobrevivir, por querer cumplir un deber. Plasmado de la mejor de las maneras posibles, no en los edificios, sino en la pervivencia de la lengua. Ella ha sido la verdadera almadía que les ha permitido sobrevivir. Las palabras.

Subió, corrigiendo los desvíos provocados por el viento gracias a las señales que le ofrecían las estrellas. El imán pálido de la luz de los astros lo atraía. Había penado tanto en busca de una luz, que ahora no habría abandonado la más tenue. Enriqueciéndola con un resplandor de albergue, le habría volado en torno hasta la muerte, alrededor de ese signo del que tenía hambre. Y ahora subía hacia campos de luz.
Se elevaba poco a poco en espiral, en el agujero que se había abierto, y que se cerraba debajo de él. Y a medida que subía, las nubes perdían su lodo de sombra, se deslizaban contra él como olas cada vez más puras y blancas.


Vuelo nocturno. Antoine de Saint-Exupéry

De vuelta de la playa miraba mi piel enrojecida por el sol y la ducha fría me sabía a poco, por suerte, antes de coger el autobús ya me había tomado mi primera cerveza que indudablemente orinaba mientras me duchaba en la habitación del hotel. La tarde empezaba a declinar, abría la mini nevera, sacaba de ella mi segunda cerveza y envuelto todavía en la toalla, me tumbaba en la cama para ver oscurecer.

Mañana debía tomar el avión que me llevaría de regreso a casa.

Los soldados de aviación no tienen posesión alguna, escasos lazos, pocas preocupaciones cotidianas. Por lo que a mí se refiere, el deber sólo me exige ahora que los cinco botones de mi pechera brillen.

El Troquel. T. E. Lawrence

viernes, 21 de noviembre de 2008

El peletero/La Puerta del Infierno



23 Mayo 2007

El lago de Kastoriá son casi dos lagos en uno a causa de la península que en su centro se adentra en él, hasta poco más o menos partirlo por la mitad.

Parece una hernia estrangulándolo o una célula en pleno proceso de partenogénesis.

Muchos inviernos el lago se hiela y sus humildes y suaves olas se quedan cristalizadas en un dulce vaivén que recuerda el hechizo del cielo, donde dicen no manda el tiempo.

La ciudad y el paisaje se cubren de nieve inmaculada que muy pronto se ensucia. Andar por sus calles empinadas y circular por sus carreteras se vuelve peligroso. Es necesario utilizar cadenas y ser muy precavido. Yo tenía el privilegio de disfrutar de la habilidad de Vanguelis que sabía conducir un automóvil con una sola pierna. Es difícil de describir y creer, pero era así, tal cual lo cuento. Con Vanguelis al volante sabías que nada malo podía ocurrirte.

El sentido común indicaba que cuando helaba, todos nos debíamos de haber quedado en casa, refugiados entre las sábanas, escondidos en su calor fugaz, camuflados, como niños mal criados que aparentan estar enfermos para no ir al colegio. Pero no, la actividad de la ciudad no se detenía nunca, seguía febril, indiferente al clima y a la belleza del paisaje visto desde lejos. De cerca, la nieve es molesta, fea y, todavía algo peor, desoladora. En estos días el cielo parecía que se iba a desplomar y que nos iba a atrapar a todos como una maldición bíblica, justos y pecadores, mezclados y sin tamizar.

El Hotel Tsamis tenía una pésima calefacción, pero sí un buen hogar muy bien
provisto de leños para quemar. Por las noches todos los huéspedes nos arremolinábamos en el pequeño salón principal, buscando su calor, viendo partidos de fútbol en la televisión o jugando al ajedrez o al backgammon. Incluso las prostitutas se quedaban en él y no iban a trabajar, enfundadas en enormes jerséis de lana no paraban de fumar; en días tan fríos no tenían clientes a los que atender. Aquello parecía un caldo espeso de gente charlando, alientos húmedos, ruido y humo de tabaco.

Y cuando había suerte sonaba música.

Las habitaciones naturalmente también carecían de la calefacción necesaria, y yo me veía obligado, supongo que como los demás, a dormir completamente vestido para no congelarme; menos los zapatos, me calzaba hasta la chaqueta de piel y los guantes.

Trece maneras de mirar un mirlo

I

Entre veinte montañas nevadas,
lo único en moverse
Era el ojo del mirlo.

II

Era yo de tres opiniones,
Como un árbol
En el que hay tres mirlos.


IV

Un hombre y una mujer
Son uno.
Un hombre y una mujer y un mirlo
Son uno.


XIII

Toda la tarde era crepúsculo,
Nevaba
Y también nevaría.
El mirlo se posó
En las ramas de un cedro.

Wallace Stevens

Apenas había terminado de leer la novela de Harper Lee, “Matar a un ruiseñor”.

Mientras en mi cabeza todavía permanecía bien visible el rostro de Gregory Peck interpretando a Atticus Finch, intentaba, sin mucho éxito, releer por enésima vez el poema más emblemático de Wallace Stevens, “Trece maneras de mirar un mirlo”, aunque hacerlo allí, en aquel estridente, cálido y abigarrado ambiente del salón del Tsamis era ciertamente casi imposible. Sin embargo y quizás por contraste llegaba a ser muy sugerente la imagen de un ojo de mirlo moviéndose en la quietud helada del paisaje, vigilante y atento. Diminuto y sagaz.

Mientras todo permanece inerte, siempre hay un ojo de mirlo que mira el mundo por primera vez.

Casi no había lugar donde sentarse, aquel era uno de los inviernos más fríos que recuerdo y en el salón ya casi no se cabía. Pero tuve suerte al conseguir sitio frente a la mujer con unas de las piernas más bonitas que recuerdo. Nos habíamos visto muchas veces y muchas veces nos habíamos saludado solamente con un simple movimiento de cabeza, cuatro palabras corteses, y una sonrisa algo más que educada. Ella siempre estaba allí y siempre estaba como ahora, leyendo el periódico, con las gafas en la punta de su nariz y a punto de caérsele. La melena negra tapándole media cara o recogida detrás en una bella coleta. Sentada, medio ladeada, en una postura incómoda y en una butaca demasiado pequeña para su cuerpo, grande y esbelto. Parecía clienta del Hotel, pero no estoy muy seguro de ello. Tampoco era su dueña.

Me miró por encima de sus gafas y con una sonrisa encantadora me preguntó qué leía. Se lo dije. Ambos teníamos que levantar la voz, el ambiente era ruidoso y el televisor tenía el volumen demasiado alto.

- Léamelo, por favor.

- (Se lo leí) ¿Le ha gustado?

- Mucho. ¿Cómo es un mirlo?

- Negros creo, son unas aves americanas.

- ¿Ha visto alguno?

- Un mirlo no, pero un estornino negro lo tuve hace cuatro días, el lunes
pasado, entre mis pies picoteando las migajas que caían del bocadillo
que me estaba comiendo. Fue en Atenas, ya sabe, allí también ha
nevado, casi nunca lo hace, pero este año hasta las playas se han
cubierto de nieve. El pobre debía de estar muerto de hambre. No daba
señales de tenerme miedo y si lo tenía se lo aguantaba. No era un
ruiseñor, pero sí era un auténtico “Atticus Finch”, una bella casualidad
poética.

- ¿Es usted ornitólogo? (tono simpáticamente burlón).

- No se burle, tal vez pueda enseñarle algo que todavía no sabe.

- ¿Sí? (fingidamente desconfiada)

- Confíe en mí.

- Como usted quiera, pero… ¿qué se imagina usted que yo no sé?
(sonriendo un poco).

- Es muy fácil, usted no sabe nada de mí.

- ¿Debería saber? (sonriendo un poco más)

- Por supuesto que no, pero tampoco le haría ningún daño si me
permitiera enseñarle.

- ¿Ningún daño?, poco prometedor se muestra (sonriendo mucho).

- ¿Quiere que le duela?

- (Risas) No es necesario llegar tan lejos, hágame reír, nada más.

- Ya se ha reído, lo ve, no es tan difícil.

- (Amplia sonrisa) Dígame entonces cómo cruzar las piernas de otra
manera (removiéndose en la estrecha butaca y con una cara
fingidamente lánguida), ya llevo mucho rato sentada en la misma
posición y esta minifalda, o es muy corta, o yo tengo las piernas
demasiado largas (Suspiro).

- Vayamos a dar un paseo

- Está nevando y hace mucho frío (cara de frío, entornando los ojos y
frotándose las manos).

- Vayamos entonces a mi habitación.

- Mejor a la mía (formal y mirando hacia otro lado).

- ¿Quiere que pida vino?

- Sí por favor, y también algo para poder escuchar música. Si le apetece
podemos bailar (grave, pero mirándole a los ojos).

- Buena idea (sin apartar la mirada).

- ¿Le gustan mis piernas? (pícara, se levanta de la butaca y se ajusta y
alisa la minifalda).

- Son prometedoras (también se pone de pie).

- ¡Es usted más bajo que yo! (sorpresa)

- No se preocupe, enseguida estará usted a mi altura. (parafraseando a
Spencer Tracy)

- (Risas) No me llames de usted, llámame de tú (cara manifiestamente
fingida de niña inocente y encogiendo un poco las piernas).

- Cómo usted prefiera.

- Por cierto, (subiendo las escaleras y medio girando la cabeza) ¿a qué te referías cuando has nombrado un “Atticus Finch”?, ¿qué es eso? (curiosa).

- Abramos primero la botella de vino, (subiendo también las escaleras,
cuatro escalones detrás de ella y mirándole sus piernas asombrosamente
largas) es una historia que tiene que ver con un peletero ornitólogo.
¿Cómo te llamas?

- ¿Un qué? (intrigada)

Gallant Château

¿Está mal el haberse acercado hasta aquí
Y encontrar que la cama está vacía?


Hubiéramos podido hallar cabellos trágicos,
Ojos amargos, manos ateridas y hostiles.


Pudo haber existido una luz sobre un libro
Iluminando un verso cruel o dos.


Pudo haber existido la inmensa soledad
Del viento entre las cortinas.


¿Versos crueles? Unas pocas palabras afinadas,
afinadas, afinadas, afinadas.


Todo está bien. La cama está vacía,
Y quietas las cortinas, tiesas, yertas.

Wallace Stevens

El Hotel Tsamis no era un “Château”, se hallaba en la entrada del lado Este de la ciudad, en la misma orilla del lago. Tenía un pequeño muelle desde donde vi un día embarcar al equipo griego de piragüismo. Excepto ellos, no vi nunca llegar ni salir de allí ninguna barca, ni bote, ni lancha. Las hierbas iban ocultando aquel pequeño embarcadero, despacio, año tras año, sin que nadie se preocupara de cortarlas, de limpiar, de adecentar. El agua allí estaba encharcada, verdosa y corrupta. Nadie lo utilizaba jamás. Nadie venía, nadie se iba. Aunque más de una noche creí oír el ruido de unos remos golpear el agua. Tuve una rara premonición y no me asomé.

El Hotel Tsamis no fue nunca un “Château”, ni tampoco fue “Gallant”, pero sus camas siempre se quedaban vacías y sus cortinas quietas, tiesas y yertas.