miércoles, 15 de abril de 2009

El peletero/El Gordo y mi viejo profesor (y 4)



7 Febrero 2008

Mi profesor no fue el primer asesino que conocí, pero sí el primer catedrático de Historia del Arte que lo era.

Siempre llegaba a clase con un pájaro encerrado en su jaula, lo colocaba encima de la mesa y empezaba la disertación. Anclado en aquella silla de ruedas sus palabras atronadoras se entremezclaban con el canto del animal.

En una ocasión le preguntaron por qué traía un pájaro al aula. El respondió que aquello era una clase de Historia del Arte y que ya deberían saberlo. Al ver la cara de ignorancia juvenil que ponían sus alumnos les conminó a que en el plazo de una semana le dieran una respuesta por escrito, advirtiéndoles de entrada que la pregunta estaba mal hecha, que debían empezar por reformularla debidamente, quizás así hallarían la respuesta correcta.

El resultado debió de ser tan desalentador que jamás se dignó hacer ninguna mención ni comentario de las respuestas, ni nadie tampoco nunca se atrevió a pedírsela.

Su desdén y soberbia infundían temor. Por eso, la estupefacción fue enorme cuando lo expulsaron de la Universidad por haber falsificado su titulación académica. No era Doctor en Historia del Arte, lo era en Medicina Forense. Era ridículo, aunque sin duda burocráticamente sí era importante. Su solvencia intelectual y profesional a pesar de ser extravagante, era también indiscutible. Sin embargo nadie le defendió, el rechazo psicológico que producía en los demás su extraña personalidad ahogó cualquier posible voz amiga.

Él también calló. Dos meses más tarde asesinó al rector de la Universidad. Esta vez la sorpresa fue, claro está, mucho mayor. Tanto por el crimen en sí como por las circunstancias.

No le fue fácil a su abogado defensor conseguir que fuera aceptado el criterio de crimen pasional y la atenuante de enajenación mental transitoria. Lo logró gracias a que el muerto había sido un hombre y no una mujer. Una vez cometido el asesinato, él mismo se presentó a la policía. Llegó a la comisaría todo ensangrentado y con una fotografía en la mano. En ella se veía al pobre rector abatido encima de la mesa del comedor de su casa, con el cuello rebanado con el cuchillo de cortar pan.

Al lado del muerto se hallaba él, Miguel Zweifel, sentado en su silla, manchado de sangre y mirando a la cámara. De su enorme mano derecha sobresalía la pequeña cabeza de un jilguero.

Esa era la escenografía, la historia en cambio fue mucho más vulgar. Amante durante años de la esposa del rector, al descubrir éste la relación adúltera de su mujer, decidió expulsarlo haciendo uso de la falsificación del título académico, y que según parece ya conocía y que hasta entonces había estado preservando no sabemos por qué.

Por ese asesinato le condenaron a veinte años de los que únicamente cumplió esos diez.

Todo el mundo recuerda el jilguero de la fotografía y el que mostraba enjaulado en el aula de la Universidad. Pero todos han olvidado aquel cuento de los hermanos Grimm que nos contaba cada lunes. Mejor dicho, olvidado seguro que no, pero nadie hace mención de él, sí del pajarito, no del cuento. El jilguero parece encerrar una extravagancia, el cuento una enseñanza moral.

El afirmaba que era de los hermanos Grimm, pero quizás no. Tal vez lo ampliaba, lo rellenaba, lo cambiaba a su conveniencia y lo alteraba a su gusto. Es posible que fuera de su invención y que se lo atribuyese a otros, por una extraña humildad en él, o para darle una autoridad que creía que él no era capaz de dar.

Es una fábula curiosa donde el diablo aparece como un benefactor de los hombres, es la buena suerte personificada. Todo el mundo halla aquello que desea, dinero, amor, juventud. No en forma de petición o de respuesta a los tres típicos deseos del genio de la lámpara, así no. Tampoco ofreciendo algo a cambio, no se realiza ningún trato con el diablo, nadie vende su alma. Es la suerte diaria, ésa que no buscas y encuentras, y que naturalmente, no rechazas. El dinero caído del cielo, o bien obtenido en una lotería, el dinero sin esfuerzo.

Es también el amor de Cupido, la belleza de Adonis, Apolo y Venus, es su gracia, es su don, su garbo, su elegancia. Son sus hermosas y perfectas proporciones. Es su voz aterciopelada. Es el cuerpo soñado, tan, y tan deseado. Es el poder de ser querido. Es la pregunta adecuada, aquella, que precisamente es la única que sabes responder. Es el regalo que esperas, el que crees que necesitas. Aquello que estás seguro te falta.

Ése y eso es lo que el diablo del cuento te da. A cambio de nada, sin tratos, acuerdos ni pactos. No pide tu alma. A medida que vas obteniendo todos esos dones se la vas entregando sin apenas darte cuenta. Esa felicidad soñada la va mancillando y emponzoñando. Esa belleza que cualquier espejo refleja, te va desdibujando, emborronándote el rostro, eclipsandote, ahuyentándote, desechándote. Cuando te das cuenta, la ira y el llanto, incluso la dolorosa tristeza, se apoderan de tu corazón para siempre.

Puedes librarte de esa pena momentáneamente, apenas unos instantes. ¿Cómo?, para eso necesitas un cachorro, un lobo recién nacido.

El cuento lo repetía cada lunes de cada semana de todos los meses lectivos. Lo recitaba con los ojos cerrados, deprisa, pero sin ir rápido, igual que si rezara. Mirando la ventana que había a su derecha y que daba a un jardín descuidado.

Un jardín solitario.

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Estaba clareando y los árboles ya parecían árboles y no ángeles amnésicos.

Pronto enlazaríamos con la utopista que nos llevaría a la ciudad.

Ya veíamos a otros autos, camiones y motocicletas, que se cruzaban con nosotros o nos adelantaban.

La carretera empezaba a poblarse.

No había llovido pero el suelo estaba mojado.

La noche había sido fresca y el rocío aquí era más peligroso que una virgen atlante. Una virgen imposible. No por virgen, por atlante.

Morena.

De ojos llorones, más para los demás que para ella.

De ojos marrones, más para ella que para los demás.

Pero mi chófer era bueno y sabía patinar si era necesario. Sin pestañear.

Con elegancia.

Cada vez había más luz, cada vez había más.

Había tanta luz que el sol terminó por salir.

Entonces me dormí.

Y soñé.