lunes, 7 de noviembre de 2011

El peletero/Marco (1 de 5)

1.
Dicen los maestros que sólo se puede dibujar a los muertos o a los vivos nacidos para la muerte, quizá por ello nosotros tenemos dioses y los cristianos santos y ángeles que no son otra cosa que seres que jamás fallecen.

Me llamo Marco y vivo de pintar escenografías arquitectónicas en las paredes de las casas patricias, sin embargo, mi verdadera vocación ha sido siempre el retrato fúnebre.

A simple vista las dos actividades parecen contrapuestas, la primera meramente representativa y la segunda básicamente retrospectiva, pero la verdad es que son lo uno y lo otro al mismo tiempo, toda descripción también representa un retroceso, un examen que nos obliga a prestar atención, girar la cabeza y mirar atrás.

Pintar estancias en las paredes y rostros de fallecidos en pequeñas tablas de madera requiere precisión, destreza y mucha perseverancia, su ejecución ha de ser lenta y tranquila, parsimoniosa, y no puede durar menos de un año, hay que esperar a que el sol efectué todo su recorrido en el cielo subiendo y bajando del horizonte.

El hieratismo de los objetos y de los muertos, su inmovilidad forzosa, podría parecer una ventaja, una facilidad añadida para pintarlos, la mejor ocasión, una comodidad por mi parte y una buena predisposición por la suya ya que las columnas y los cadáveres ni respiran ni pestañean, ni piden agua ni dan pan, ni tampoco nos ofrecen una interesante y amena conversación.

Esa clase de modelos carecen de movimiento aparente al estar tan fuera del tiempo como dentro del espacio. Pero no es así exactamente si queremos mostrar el verdadero significado de algo que no forma parte ya de nuestro mundo aunque todavía permanece en él, el movimiento confunde y enmascara la vida de igual manera que la propia vida se desfigura a sí misma al vivirla, al cubrir y ocultar aquello que hay al fondo, allí, en esa sima oceánica, en ese punto en el que las líneas se pierden mientras el sol, al iluminar los membrillos, juguetea con las cosas, estén quietas o móviles o luzcan marchitas como unas agotadas y quebradizas rosas secas.

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Nací esclavo y aprendí de pequeño las habilidades de mi oficio en los talleres de Publio Cornelio Lucio, un liberto que heredó el nombre de su amo, una importante y antigua familia romana que luchó contra los púnicos hace ya más de trescientos años y que dicen derrotó al terrible Aníbal y a sus elefantes.

Lucio, al ver cercana su muerte, liberó también a buena parte de sus esclavos pintores como gratitud por el dinero que le habíamos hecho ganar y por la fama que obtuvo a nuestra costa, así pues, ahora me llamo casi como él, Publio Cornelio Marco, un nombre que no es cabalmente el mío ni me da derecho tampoco, al no formar parte de ninguna tribu, a votar en los comicios, soy romano, pero no un ciudadano romano.

No conocí a mi madre y sospecho que mi padre fue el mismo Lucio que me enseñó a pintar y que preñaba a sus esclavas. No tengo conciencia de haber tenido una y sí la de haber estado en brazos de muchas y de haberme alimentado de todos sus pechos. En ese extraño ambiente de harén me crié, viendo dibujar cielos, ojos y soles, carnes amarillentas, estancias vacías y ventanas estrechas que daban a jardines inexistentes y solitarios.

Lucio siempre me dio un trato especial y, creo, los mejores consejos para pintar bien.

No pintes aquello que no has visto.

Me enseñó a usar los dedos más que las manos.

No los apoyes, deja que vuelen.

Y los ojos más que los dedos.

No describas aquello que no puedas mirar.

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En casa de Lucio amé a Esther, judía pálida de cabellos y cejas negras, esclava como yo, una de las cocineras de aquél taller que nos sustentaba con sus guisos y sonrisas, una niña casi y toda una mujer después cuando murió de lepra, amputada de todo su color, borrada.

De sus muñones nacieron otros, tan blancos, que parecían la luna llena.

Lucio lloró mucho su muerte y sus lágrimas me hicieron sospechar que Esther pudiera ser mi hermanastra. Pero esa es una historia que no debe ser contada aquí ni en este momento.

Hay noches en las que creo que todavía me acompaña, pienso que no ha pasado tanto desde que falleció en mi propia cama, pero en realidad hace más de media vida como si mi primera media hubiera sido mi vida entera junto con ella.

Después de obtener nuestra libertad, los esclavos manumitidos, quedamos sin protección, no logramos mantener abierto el taller de Lucio, nos peleamos y nuestras discrepancias y envidias nos llevaron a la pugna estéril, a perder la clientela y a sufrir, por primera vez, hambre y frío.

De igual forma que su muerte nos había dado la libertad ahora, la independencia, nos regalaba una soledad no esperada ni deseada. La soledad y la libertad siempre van unidas y si queríamos la segunda teníamos que tomar la primera, no hay la una sin la otra como no hay derecha sin izquierda ni arriba sin abajo. Con este regalo añadido no tuve más remedio que elegir entre dos alternativas verdaderamente contrapuestas, venderme de nuevo como esclavo o establecerme por mi cuenta y buscar mi propia clientela. Elegí la segunda y abrí, no sé cómo todavía, un pequeño taller en el centro de la misma Suburra.

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