Amor y hierro. (11)
Cualquier imagen es un tratado filosófico, un artilugio pensante y maquinal que representa al mundo en su lugar.
¿Las  personas son máquinas, o las máquinas son personas?, ¿tienen derechos  igual que los animales?, ¿deben votar en unas elecciones como hacen  perros, gatos y boas constrictor?
La máquina nos interpela continuamente sobre el otro que tenemos fuera o dentro de nosotros. 
¿La  máquina es un feto, una criatura informe que expulsamos sin miramientos  porque no se parece a nada, como si fuera un pez?, ¿o hemos de permitir  que nazca y que pague impuestos? 
¿Es factible la inteligencia artificial?, ¿lo es la natural?, ¿ambas son una quimera?, ¿una simple tesis?, ¿una invención?
¿Las máquinas tienen plumas o escamas?
¿Hemos  de pedir que una máquina sea inteligente para acostarnos con ella o no  es en absoluto necesario como tampoco lo es cuando lo hacemos con un  semejante vivo, humano o animal?
Todas  ésas son preguntas que me perturban y me desasosiegan más de lo debido  cuando cada noche rompo las monodosis de lágrimas artificiales que mis  ojos enfermos necesitan para no resecarse y seguir viéndose a sí mismos  en los ojos de los demás.
¿Soy yo el que me mira desde el espejo o es mi ángel de la guarda? ¿Es un TBO?
Cuando  era joven y sano pensaba que la vida era una consecuencia lógica del  amor, el secreto de una lo era del otro y viceversa, un hallazgo, una  casualidad, una sugerente conversación perspicaz y sutil que debía  desarrollarse entre seres libres e iguales, una danza, un afortunado  cóctel de palabras y de gestos, de caricias, un intercambio, una ofrenda  sagrada en un diálogo común y estimulante, rico y provocador que  lograba encender el sol y llenar mi vida de alegría. Pero...


