viernes, 27 de marzo de 2009

El peletero/Poesía fría-Epílogo (1 de 2)

2 Enero 2008

EPÍLOGO

Papá nunca me ocultó que había asesinado a mi madre.

Apenas tuve uso de razón lo supe.

Supe eso y sus razones también.

Pero al hacerlo me dejó sin nombre con el que mirarme al espejo.

Hube de salir a buscarlo, fabricarlo o robarlo.

Liberé a mi gata y no me llevé más que un pañuelo ensangrentado.

Un asesinato sobre mi conciencia.

Y el consejo de un buen poeta:

Escribe sobre la vida,
sobre un día normal,
sobre el deseo de orden.

Escribe sobre el amor,
sobre los largos atardeceres,
sobre el amanecer,
los árboles
sobre la infinita paciencia
de la luz.

(Dos versos de “Carta de un lector”, Adam Zagajewski) (*)


Así fue como me adentré por el camino del Rey.

Por él tuve que caminar día tras día, viviendo de lo poco que el paisaje me daba.

El camino del Rey es un camino sumamente inhóspito y peligroso, y es necesario conocer determinado tipo de cosas para saber dónde y a quién preguntar, o pedir… hospitalidad.

Saber por ejemplo quiénes son los dueños de las casas.

Saberlo puede significar la diferencia entre vivir o no.

Hallé una casa. Esa:



Nunca conseguí averiguar quién era su dueño.

¿La chica que medio se ve, o medio se esconde?

¿Ha salido o no se atreve a entrar?

¿El chico de la puerta con algo que parece un sombrero en la mano derecha?

¿O el dueño es el pájaro blanco que ya se encuentra dentro de ella?

Hay algo que tampoco llegué nunca a saber sobre la imagen de la pared. Las piernas que apenas vemos ¿son de dos que bailan o de dos que se pelean?

No quise quedarme, fui precavida y seguí mi camino.

Días y semanas caminando, quizás meses, nunca llevé un registro, ni un calendario. Nunca supe cuánto tiempo anduve y no recuerdo tampoco qué cosas sucedieron antes o a continuación de otras.

Lo que sí sé es que después de muchos esfuerzos conseguí llegar al mismísimo Palacio del Rey. Al fin lo había logrado.

Trataría de conseguir una entrevista con él. ¿Quién sabe?, quizás el Rey podría ayudarme a encontrar mi nombre o quizás tenía poder para dármelo.

El Palacio de ese Rey era esplendido y espectacular.

Lo rodeaba una ciudad enorme y misteriosa. En algunos lugares ascendía por las montañas y en otros se hundía en el mar.

Traté de pedir consejo, intenté preguntar, hablar con sus gentes, pero…

Todo el mundo se encontraba muy ajetreado y nadie respondía a nadie y menos a mis preguntas.

No sabía a quién dirigirme, ni a dónde ir, no sabía quién era el dueño ni quién era el esclavo.

Deambulé por sus calles y esquinas, perdida y abatida durante días y días.

Alquilé una extraña nave para moverme con algo más de facilidad. Estaba cansada de caminar.



Con ella visité esa ciudad enorme que envuelve el palacio. Me alejé y me acerqué.

Me fui y regresé. Me marché y volví. Y lo hice varias veces. Entré y salí.

Salí para volver a entrar y entre duda y duda salir una vez más.

Despacio, lentamente, me familiaricé con el ambiente y aprendí la manera de tratar con aquella gente, cómo me debía acercar, qué música había de salir de mi boca al hablar. Qué significaban los gestos y los silencios.

Yo quería ver al Rey y tuve que aprender a quién se lo debía pedir, y cuánto había de pagar.

Y así lo hice. Y así conseguí conocerlo. Y así llegó el día.

Frente a mí y a otros como yo, se encontraba ese Rey. Delante de nuestros ojos se exponía.

Soy la hija de un asesino acostumbrada al crimen y al injusto sufrimiento ajeno, a pesar de ello, me fue difícil soportar lo que vi.

Aquel hombre se había taladrado la cabeza no sé con qué.

En los agujeros se había colocado unos bastoncitos de madera barnizada y pintada de colores. A pesar de ser diferentes, todos juntos simulaban una corona tan Real como original. Incluso parecían imitar una antena radiofónica, astronómica y sideral.

Su rostro, todavía tumefacto por el dolor de la trepanación, sonreía como un espantapájaros.

Desnudo hasta la cintura se había construido un collar con sus propios dientes, que a golpe de martillo había separado de sus encías con dolorosa paciencia.

De su boca manaba abundante sangre.

De cintura para abajo se cubría con una simple sábana, trapo o tela estampada, simulando una piel de tigre.

Clavados en tierra sus pies por clavos de ferrocarril, se mantenía derecho gracias a un bastón de madera de cedro que le servía de muleta, y naturalmente de cetro real.

Y así, tal cual, de esa guisa, mandaba sobre millones y millones de millones de personas, a pesar que muchos otros millones también lo desobedecían y lo odiaban, tanto que querían escarnecerlo y matarlo.

Pero él, a pesar de sentirse triste, simulaba no estar afectado, y con sincera voluntad se mantenía en pie mientras la sangre le fluía por el cuerpo como un río desbocado y desbordado, hasta inundarlo todo, incluso hasta mucho más allá.

Aquel espectáculo me había trastornado. Me sentía aturdida y desconcertada. Por supuesto no había realizado pregunta alguna. Ni yo, ni tampoco ninguna de aquellas otras personas que habían conseguido una audiencia.

Me fui de allí. Anduve por calles y plazas, hasta que, fatigada y consternada, procuré descansar.

Me senté en el suelo, en un rincón apartado. Medio escondida por una media sombra.

Y presencié sin proponérmelo un número de circo. Allí mismo, delante de mis ojos.

El espectáculo era inocente, sencillo y sin trucos.

El interés estaba en el contraste entre un niño casi adolescente, desnudo y una enorme serpiente enroscada en su cuerpo que podía matarle.



Con sólo quererlo aquella bestia podía romperle los huesos y asfixiarlo y después, tal vez, comérselo medio vivo o medio muerto, que para la serpiente daba igual una cosa o la otra.

Eso es lo que podía verse, cuatro cabriolas mal hechas sin demasiada gracia ni por parte del niño, ni de la serpiente, más dormida que despierta. Ni por el viejo que a su derecha tocaba una flauta tan vieja como él.

Los espectadores, echados en el suelo, estaban somnolientos, descansando, sin lavarse, con las armas aún en la mano y llenos de polvo.

¿Miraban algo?, ¿miraban a la serpiente? o en realidad ¿miraban al niño desnudo?

Tal y como habían llegado se habían quedado, tal cual, tirados en el suelo con la espalda apoyada en la pared. Allí estaban, descansando con las armas y la sangre pegada aún entre los dedos y mirando con desgana cómo el niño jugaba con la serpiente, tratando luego de cobrarse algunas monedas de su público.

Ellos, agotados y sucios, el niño, desnudo y con hambre, y la serpiente grande, fría y brillante, su hambre satisfecha, atornillada entre el cuerpo y los brazos y las manos sin dedos del niño.

Parecía que eso fuera lo único que tenía para darle de comer, su propio cuerpo.

Imaginé y supuse que había empezado por los dedos, y que luego le seguirían las manos y los brazos, y entre éstos y aquéllos alguna que otra rata y a veces incluso algún perro famélico.

Allí estaban, en el suelo, descansando, con las armas todavía calientes, y con una mirada de estúpida pereza mirando cómo aquel niño tullido jugaba con la serpiente para ellos.

Me fui abatida y desanimada, la somnolencia de aquellos hombres era una ofensa, no sé a quién, pero a alguien ofendían. Aunque supongo que su estado de indolencia era lo que aparecía después de un combate a muerte.

Eran soldados del Rey que apenas unas horas antes habían estado matando y muriendo por él. La furia necesaria para la guerra cansa.

A mí me cansaba la frustración. Mi viaje estaba resultando un fracaso, y mi caminar no hallaba la dirección adecuada.

Así estaba, abatida y desolada, cuando la hallé. Una casa vacía, deshabitada y abandonada. Parecía no tener dueño.

Entré.

No se oía nada.

Atravesé pasillos, salones y puertas, y en medio de la casa, justo en su centro, descubrí el jardín. Un jardín con una fuente seca. Y en medio de ese jardín, la piedra. Un gigantesco pedazo de mármol.

El polvo lo ocupaba todo, estaba por doquier, incluso aquella enorme piedra de más de dos mil libras no se había podido librar de él.

El mármol era más viejo que el maldito polvo que lo cubría. Tan inmóvil estaba que parecía que tampoco se diese cuenta, o que no le importase demasiado estar sepultado y cubierto por él.

Aparté el polvo con mi mano y la vi de frente. Era una piedra casi blanca, bella, grande y pulida.

Indiferente a todo, en medio de esa fuente seca, había una enorme piedra, sepultada por esa otra piedra desmenuzada, llamada polvo, triturada, aplastada, microscópica, hecha añicos, convertida en ceniza de cadáver.

Fósil y mineral.

Polvo de estrellas apagadas y negras, intentando humillar al mármol, hermoso, tan grande, tan inmenso y poderoso y tan solo como abandonado. Vano intento esa humillación.

Cimiento y pedestal que soportando la cima y los intestinos al mismo tiempo, no reía por no llorar, no hablaba por no callar.

Solo y solitario, olvidado y desmemoriado, con cara de perro, con cara de animal, casi sin rostro.

Eso fue precisamente lo que me sorprendió al verla, al ver la piedra enseguida la reconocí, esa cara de perro que tenía el mármol, era igual a la de mi padre asesino. Él también tenía cara de perro, de animal, tenía una cara sin rostro. Ambos enormes, la piedra y él, grandiosos, tan poderosos que sólo con su cuerpo podían aplastarte hasta convertirte en polvo.

Allí estaba, formidable, quieto. Quizás atento, quizás no.

Allí habitaba, en medio de la fuente seca,

que hay en medio del patio,

que hay en medio de la casa abandonada,

que quizás se halla en medio de la ciudad,

en algún lugar que seguro es el centro de algo.

No era mía aquella casa, pero nadie me impidió habitarla. Y así lo hice, la ocupé, la limpié y la adorné con pinturas, muebles y cortinas. Y la verdad es que la vida cambia con una casa.

Cuando se tiene una casa todo mejora.

Gracias a ella enamoré a una mujer, sin la casa no se hubiera fijado en mí. Habría podido enamorarme de un hombre, pero me gustó hacerlo de alguien como yo, que oliera igual, que tuviera el mismo sabor, que gimiera como yo.

Demasiada extranjera me sentía ya como para dar mi amor y mi cuerpo a alguien diferente a mí. Ella me calmó, me sosegó, me enseñó de lo que era capaz mi mente y mi cuerpo. Y aunque tampoco pudo darme ningún nombre me dio un refugio entre sus brazos. Me consoló y me curó el ansia de vivir sin nombre.

Al menos me dio su rostro porque amarla era como amarme a mí misma. Una experiencia gratificante, difícil y tan sensual como reveladora.

Ambas éramos muy hermosas. Si ella lo era, también lo era yo.

Pero… llegó lo inevitable y ella se fue, se marchó, y yo hube de abandonar aquella casa y a mi querida piedra de cara de perro, de ternera, de animal.

Ya no podía permanecer allí sola. En ella viví acompañada, pero tuve que irme igual que llegué.



Me dolió su marcha. Las dos necesitábamos hacerlo, creo que fue lo correcto, pero me lastimó casi como una amputación.

“Hay momentos en que uno debe de dejar de mirarse al espejo y franquearlo”, decía ella.

Y continuaba: “necesitábamos traspasarlo, no quedarnos siempre en esa frustrante frontera de cristal. Pasar al otro lado del espejo solamente lo puedes hacer con alguien distinto a ti. No es nada que tenga que ver con el amor ni con la biología”, afirmaba segura, ”tiene que ver con la poesía y quizás también con…”, no terminaba la frase, se callaba, bajaba la mirada y su rostro enmudecía.

No sé si lo consiguió, pero yo, la verdad, creo que todavía no he traspasado nada excepto la línea que separa la vida de la muerte. Todo lo demás me parecen tonterías de poetas.

Acostumbrarme otra vez al camino no fue una tarea fácil, pero tuve suerte. Conocí a otro viajero como yo, Saverio Cuchiaio di Tomasso, un peletero que supo donde debía de llevarme. Y me llevó a casa de Teodoro, el pintor.

(*) El peletero / Poesía Fría / Prólogo