11 Noviembre 2009
Antes
Antes estabas sentada en tu silla de madera de respaldo alto y recto. Mirabas desde el balcón el cielo, las casas del otro lado de la calle y suspirabas por un horizonte que no podías ver, escondido tras los montes que rodean la ciudad.
En tu regazo apoyabas un libro a medio leer, mantenías las piernas juntas y el índice de tu mano izquierda marcaba el punto en la hoja setenta y seis. Hablaba de una gata que jugaba con un cordel que confundía con una serpiente.
Su dueño afirmaba que la dulce bestia no había visto nunca ninguna, así que debía de habérsela inventado, pero tú sabías que la reconocería nada más verla, que ese tipo de cosas los animales las saben desde antes de nacer.
En el balcón apenas cabían dos sillas, en una estabas tú y en la otra no había nadie. Vestías una sencilla camisa blanca sin mangas y una falda corta gris plata. El otoño despuntaba y ya hacía fresco, y te habías cubierto con una armilla de fina lana azul marino con dibujos amarillos.
Igual que tus cabellos castaños los zapatos eran pardos, marrones, oscuros y terrosos, planos, de estar por casa, casi unas zapatillas, cómodas y ligeras.
Las uñas sin pintar.
Y por entre tus pestañas, unas nubes que pasaban rápidas ensombrecían los tejados de las casas y el recuerdo de unos ojos que te miraron… sin llegarte a ver.
En ellos, en los ojos y los techados, había amplias terrazas planas, italianas, sin cubierta, donde la ropa tendida y recién lavada ondeaba blanca y ruidosa, abierta y atronadora.
Las sábanas y las faldas, las camisas y los pantalones, junto con los pañuelos inmaculados, limpios de colores, golpeaban el aire como si aplaudieran mancos a la nada y al verdadero arte que es el tiempo que no pasa. Su sombra era un nervio de gata saltarina tratando de matar a una serpiente invisible y vaga.
Tras las nubes y el viento que las arrastra vendrá la tormenta, pensabas, y la gata deberá refugiarse debajo de algún mueble, sorprendida y quizás atemorizada por algo que ella ignora, que es nada más que nada revestida de más nada.
Lluvia y truenos, y si hay suerte… relámpagos.
Las macetas la huelen, el barro cocido cambia de color, se oscurece cuando acechan el agua y la borrasca, crees que recuerdan su pasado de tierra mojada, de fango, de sopa espesa, de cosa blanda. ¿Es su cuerpo actual una cárcel?, ¿una jaula? Para las flores es su casa. De pequeña te olvidabas de sus tonos y fragancias y dibujabas adornos y lagartijas en las vasijas y tiestos. Tu madre te decía que estabas loca y tú soñabas con estarlo.
Te hubiera gustado tener un jardín con malas y buenas hierbas, con tilos y moreras, con manzanos y cerezos, pero te conformabas con las flores que peinan la barandilla de hierro colado que protege tu balcón, y que suponías que algún marido celoso había forjado en las entrañas de algún volcán… en erupción.
Jacintos y lilas, rododendros y lirios, mirtos y narcisos, y un poco de menta para dar olor a las manos.
Y un jilguero en su caja.
Antes estabas sentada leyendo, pero ahora descansas mirando al viento. Ya caen las primeras gotas, son gordas y pesadas, son ruidosas, feas como manchas, te salpican las piernas y los brazos desnudos, son goterones sucios y rellenos de polvo.
El viento arrecia y la luz se apaga en una gris claridad, argentina y rala. El jilguero calla y algún pétalo cae y revuela, y si abrieras el libro las hojas huirían de tus dedos como lo hicieron las palabras de tu boca cuando besaste, aquella vez, a tu amante tierno.
Para no regresar jamás.