25 Noviembre 2008
Lo soltaban todo, y algunas cosas más que ni ellos mismos sabían qué era.
No sé todavía si me amaste, le dije. Le dije eso o algo parecido a alguien, pero cuando quise decirle eso es cuando el más anciano de todos nosotros empezó a danzar y a tocar el violín.
Era la música de las montañas que picudas se plegaron para dejar de ser estepas y llanuras interminables y planas y que en otra época habían sido incluso viejos lechos de mares desaparecidos y que ahora cimas y valles negros, pozos, vaguadas, desfiladeros, cañadas, montículos y gargantas estranguladas llenas de árboles necios.
La rosa estaba escondida tras aquella montaña presente, bajo un árbol que crecía encima altivo y solemne. De su lado disparaban recostados unos hombres sobre un manto de hiedra, sus ropas empapadas. Uno cayó cerca malherido, los míos lo apresaron todavía vivo, lo acuchillaron y lo tendieron desnudo en lo alto de una roca para que fuera visto como un saco vacío. Era una bandera. Me alegré. Y me gustó verlo muerto y castrado en una escena bella y ensoñadora. La muerte propia o ajena es una manera como otra de imaginar.
…de su lado disparaban recostados unos hombres sobre un manto de hiedra…
…susurré mientras los veía, mientras los veía susurrar.
Trataron de avanzar por la derecha parapetándose en un blindado viejo que más parecía un tractor estropeado que una mole de matar. Querían asustarnos con aquella máquina que disparaba sin demasiado tino. Si eso tienen, pensé, es que les faltan cinturones para sujetarse los pantalones y lazos o cordeles para atarse los zapatos, deben ir descalzos o con alpargatas como ése que acabamos de matar. Todavía tiene los testículos en la boca, diez metros más y lo verán crucificado en la roca. En realidad vienen a por él, quieren rescatarlo de esa piedra de la que cuelga. A nosotros nos faltan tanques pero nos cubre más barro que a ellos y tenemos mejor ojo y más modernos rifles. Con sólo dos disparos matamos a dos que iban delante. El carro siguió avanzando. Otro disparo más y cayó el tercero de aquella docena que venían a rescatar a su compañero, los nueve que quedaban se pararon en seco y se echaron al suelo, la máquina seguía imperturbable y directa hacia dónde nos encontrábamos medio escondidos y hundidos en la tierra. Uno de ellos al echarse rebotó en una piedra, debió de golpearse y asomó el cuerpo con su cabeza. A ése lo maté yo desde unos sesenta metros. El blindado se paró, chirrió y sacó humo por sus juntas, se postró medio metro en un hoyo lleno de lluvia, piedras y algo de carne de un cadáver suyo o nuestro. Le disparamos una granada antitanque que le dio en plena barriga, se abrió la escotilla por la presión desde dentro, pero no salió nadie, solamente una humareda negra y algún quejido. Los ocho que quedaban no se movieron ni nosotros nos acercamos, ni siquiera cuando la lluvia arreció, no se veía nada a dos palmos, pero nadie se movió, ellos estaban en nuestra tierra de nadie y a nosotros nos seguía cayendo encima todo el granizo de la creación.