sábado, 18 de octubre de 2008

El peletero/Celeste



14 Marzo 2007

EL RELATO:

¿Qué debo darte? le pregunté. Ella ya estaba vestida, y tendida en la cama esperaba a que yo saliera del baño envuelto en una de esas toallas enormes. Lo que vos creáis que debéis darme, me respondió con la mirada baja. Yo había pensado que cien dólares estaría bien, le dije mientras me secaba. Ahora sí que me miró, ¿cien?, ¿sólo cien?, espetó sonriendo. Bien, ¿cuánto entonces?, insistí. Doscientos, quiero doscientos, me respondió sin dejar de sonreírme.

Hice inmediatamente cálculos mentales, trescientos del Night Club y doscientos ahora, son quinientos. Más lo que me costará el plus de la habitación, de individual a doble. Bueno, un día es un día, me lo puedo permitir. La chica se ha portado bien, me dije. Fui al armario y saqué doscientos dólares de la billetera. Se los di. Los cogió. Se levantó de la cama, los guardó en su bolso y se puso la chaqueta roja de punto. Yo la miraba atento. Era una rubia preciosa, espectacular, guapísima y dulce, aunque había que reconocer que no sabía hacer un streaptease correcto, era mala desnudándose. Pero ¿a quien le importaba eso? Ella había sido buena conmigo y eso era más que suficiente.

El Maxim’s ateniense era lo mejor que se podía encontrar. Era un Night Club decente en plena plaza Sintagma de Atenas. Por la mañana, casi después de bajarme del avión, había ido al Pireo en autobús, me había bañado y había almorzado. El agua era tan salada que flotaba sin mover un músculo. Eso era lo que buscaba, no moverme ni para respirar. La playa estaba llena de mujeres con sus niños pequeños, era curioso, no había hombres.

Me había levantado temprano para subirme en aquel avión de hélices que ronroneaba de una manera sospechosa y que se balanceaba de una manera temible. Era la primera etapa de mi regreso a casa. No volaba alto, era hermoso ver el paisaje tan de cerca. Si aquello se caía moriríamos con pleno síndrome stendhaliano, borrachos de belleza. Nada más llegar fui al hotel, dejé la maleta y no perdí ni un minuto en subir al autobús que debía llevarme al Pireo.

Sentado en aquel restaurante con vistas al Egeo, llevaba ya bebidas ocho cervezas y volvía a tener ganas de orinar. Maldita sea, eso es lo malo de la cerveza, no paras de mear. En la mesa de al lado tenía a una mujer sola y algo mayor que fumaba y que no hacía más que pedirme fuego cada vez que sacaba un cigarrillo. Me daba las gracias en alemán aunque el griego que hablaba con los camareros parecía muy bueno. Vestía una falda demasiado corta o tenía las piernas muy largas, no sé.

Al mirar ese mar viejo que tenía enfrente me acordé del año anterior, cuando con mi padre nos hospedamos en el “Grande Bretagne”. Nos dimos, como yo ahora, un día de vacaciones y nos embarcamos para hacer un mini crucero. Fue divertido ver la cara de los demás turistas. Nos miraban con la boca torcida, muy cerrada y escondiendo los labios. Papá y yo parecíamos un viejo millonario homosexual y su jovencito “secretario”. Nadie ve nunca la verdad que tiene delante de los ojos, nadie imaginó que fuéramos padre e hijo disfrutando sólo del sol, del mar y de sus sirenas.

Todas las mesas del Maxim’s estaban ocupadas, me senté en una de las sillas altas de la barra del bar que había en el fondo. El Show todavía no había empezado. Pedí una cerveza y antes que me la sirvieran ya estaba ella sentada a mi lado. Naturalmente la invité a tomar una copa sin esperar a que me lo pidiera. Me preguntó si podía tomar champaña, le dije que sí, pero que fuera griego, era mucho más barato.

Las primeras palabras fueron en inglés. Ella lo hablaba bastante bien, pero tenía un acento característico. Le pregunté que de dónde era y me respondió que argentina. Yo soy español, exclamé en castellano, hablamos el mismo idioma, le dije contento. ¿Ah sí?, ¿cómo es que hablamos el mismo idioma si somos de países diferentes?, me preguntó poniendo su mano en mi pierna. Interesante pregunta, pensé mirando esa mano. En lugar de responderla, le di mi nombre y le pedí el suyo. Celeste, se llamaba Celeste y era cordobesa.

Tenía un cuerpo que valía la pena, por él debía de aguantar la conversación varias horas. Si quería acostarme con ella había que esperar a que cerrasen el local. Entretanto empezó el espectáculo. El número de ella fue malo, no sabía desvestirse, pero al menos pude admirarla desnuda mientras bailaba y se iba quitando la ropa con esa poca destreza. No me importaba, valía la pena esperar. El escenario estaba algo lejos de la barra del bar donde yo me hallaba, pero lo que veía era suficiente para deslumbrarme.

Había entrado a las once y ya eran las tres y media de la madrugada. Había sido un milagro que después de no sé cuantas cervezas no hubiera ido una sola vez al baño a orinar. ¿Cómo lo conseguí?, no lo sé, pero fue exactamente así, podéis creerme. La sala ya se estaba vaciando y al fin pudimos sentarnos en uno de los sofás. Se abalanzó sobre mí y me besó. Yo no me lo esperaba todavía, pero no le dije que no.

Cuando pagué la cuenta vio los dólares en mi billetera. Habría cerca de mil. Lo hice a propósito para que los viera. Me guardé la billetera en el bolsillo y le pedí que viniera conmigo al hotel. Vete tú primero, dentro de media hora estoy yo allí, me dijo, y así lo hice. Le dije dónde, Hotel Amalia y el número de la habitación y me fui. Estaba sólo a cinco minutos andando y sí, efectivamente, al cabo de media hora sonaba el teléfono. Eran los de recepción que me avisaban que había una señorita que quería verme; me advertían también que si yo no bajaba y subía ella, deberían cobrarme el suplemento como habitación doble. Naturalmente fue ella la que subió.

Me dijo que estaba cansada. Yo ya había abierto el grifo del agua caliente mientras la esperaba y nos bañamos. Dentro de la bañera me contó cómo hay que asar correctamente la carne. Todos los argentinos cuentan lo mismo. Lo decía en serio, no se daba cuenta de que era también una metáfora pícara de lo que estábamos haciendo en aquel momento. Yo dejé que me lo contará mientras le acariciaba el cuerpo sin, naturalmente, escuchar nada de lo que me decía. Parecía que no me prestaba atención y a mi me daba igual porque yo a ella tampoco.

Después de hacer el amor se me quedó dormida en la cama. Se pegaba a mi cuerpo como una lapa y con su mano cogía con fuerza mi sexo sin dejar de roncar suavemente. Yo no pegué ojo durante lo poco que quedaba de noche. Apretaba tanto que casi me hacía daño. ¿Por qué lo hacía? Aquello de asir mi pene mientras dormía, debía tener algún significado psicológico, seguro.

No tardó demasiado en amanecer, fue entonces cuando conseguí librarme de sus brazos y sentarme en la butaca que había al lado de la cama. Me quedé allí, mirándola dormir, estaba espléndida, era un acto de pura generosidad de la naturaleza que yo tenía ahora la suerte de contemplar.

Medio se despertó, hizo un gesto raro que no comprendí y me llamó por mi nombre. No lo había hecho en toda la noche. Yo no me moví, seguí mirándola dormir y ronronear. Al cabo de unos minutos se volvió hacia mí. Abrió los ojos y abrió las piernas. Sonrió. Me sonrió.

Por aquel entonces yo tenía erecciones “normales”. Su sonrisa y su sexo expuesto y ofrecido me provocaron una. Pero antes quise probar el sabor que tenía eso que me ofrecía. A ella le gustó y a mí también. Luego le pedí entrar y me dejó entrar.

Se puso la chaqueta roja de punto encima de aquella camiseta negra. Recuerdo que los sujetadores y las bragas eran de un color rosa pálido algo vulgar, parecían goma de mascar. Con sus doscientos dólares en su bolso me guiñó un ojo y sin besarnos nos deseamos suerte mutuamente. Salí al pasillo y envuelto en mi toalla vi como entraba en el ascensor, desde dentro sacó una mano para decirme adiós antes que las puertas se cerrasen.

Me acabé de vestir y bajé a desayunar. Todo el hotel ya sabía qué había sucedido. Todos los camareros me miraban y sonreían.

En recepción parecían enfadados por algo. Pagué la cuenta y aunque todavía era temprano me fui ya al aeropuerto. Le pedí al taxista que condujera despacio. Tenía el mar a la derecha. En el Pireo las mujeres se estarían bañando con sus hijos.

EPÍLOGO:

Dos días antes yo estaba en el Hotel Tsamis de Kastoriá esperando a Vanguelis. El Hotel Tsamis tiene dos caras, la que da a la carretera y la que da al lago. La primera es horrible y la segunda también excepto por el lago. Yo había salido a la carretera a tomar el aire. Vanguelis tardaba y me medio senté en el capó de un Toyota a esperarle y verle venir. Por allí rondaba una perra sin dueño, estaba husmeando por entre la basura del hotel y bebía de una toma de agua que goteaba. Tenía la cara larga y el morro fino, el pelo corto y de color beige. Era una perra alta y delgada, con la cola larga que mantenía pegada al culo. Arqueaba el lomo como hacen las gatas. Las perras no hacen eso, no arquean el lomo como las gatas.

La llamé y vino, lentamente, muy lentamente. Las perras no hacen eso, no van a ninguna parte lentamente.

Me olió y la acaricié. Me lamió la mano y yo me dejé, se volvió, me dio la espalda y levantó la cola. Y lentamente también, se fue, girando la cabeza para mirarme. Las perras no hacen eso, no giran la cabeza para mirar.

Vanguelis llegó, él siempre conduce despacio aunque llega rápido y pronto a todas partes. Ese día no, ese día llegó tarde o la perra pronto. Vanguelis tiene las manos grandes, es griego pero parece un mongol y habla más idiomas que tú y que yo juntos, y en lugar de cejas parece que tenga dos bigotes.

CONCLUSION:

Hay que manifestar antes de concluir el relato, que aquello no había sido ningún acto de amor. Estrictamente hablando fue sólo puro sexo de pago. Nadie, ni ella, ni yo, ni tampoco ninguno de los empleados del hotel se imaginaron o llegaron a pensar otra cosa que no fuera una prostituta y su cliente. Solamente eso.

COROLARIO:

El corolario es el relato.