viernes, 29 de agosto de 2008

El peletero/Una vida interesante



2 Diciembre 2006

Aquella puerta chirriaba, era la que daba al balcón. El chirrido debía ser lo suficientemente fuerte para que la vecina lo oyera. Así, cuando yo salía a tomar el aire o el fresco, no tardaba ella en aparecer en el balcón de al lado. Sonriente, simpática, con ganas de conversar y con una batita muy corta, medio transparente y a medio abrochar, puesta deprisa y corriendo, diciéndome sin decirlo que dentro de casa iba sin ella. Era mucho mayor que yo y estaba engordando.

Al verla, el fresco se transformaba en bochorno y el aire en una sopa espesa, difícil de tragar. Yo procuraba disimular el rubor y la subida de mi temperatura corporal, pero las gotas de sudor me delataban y mi tartamudeo me traicionaba. Lo peor era mi casi silencio, no sabía que decirle, yo era sólo un niño, aunque ella tampoco es que hablase mucho. Eso sí, me miraba y no paraba de sonreír. El encanto se esfumaba cuando aparecía su monito chillón, se le subía encima, agarrándosele a los cabellos y a la bata sin parar de gritar como un animal rabioso, ella reía y dejaba hacer. Todo este espectáculo me dejaba confundido y mareado.

El monito no era el único animal que tenía en casa, aunque parecía que era el rey, aquel simio estaba a punto de ver como se instauraba la república, porque el montón de gatos que convivían con él le disputaban la primacía y a veces incluso la vida. El pobre animal vivía atemorizado ante tanto felino. Los lugares más seguros de la casa eran su jaula y los brazos de su dulce y cariñosa ama.

Era modista, hacía vestidos y arreglaba otros, así se sacaba un dinero extra. Su marido paraba poco en casa, según decían viajaba mucho por medio país, regresaba durante el fin de semana y el lunes ya se volvía a marchar. A veces coincidíamos de buena mañana los dos en la escalera, yo para ir al colegio y él para ir a no sé donde. Era alto, fuerte y siempre hacía cara de tener pocos amigos.

A pesar de haberle sido fiel durante muchos años a su modista, un buen día a mi madre se le ocurrió hacerse un nuevo vestido y pensó en la simpática vecina.

Enseguida supe que aquello no acabaría bien para mí. Las dos se hicieron pronto muy amigas. Cada tarde se preparaban unas meriendas muy abundantes, pastelitos, galletas, chocolate, batidos. Cuando yo llegaba de la escuela me encontraba con todo aquel banquete. La vecina me hacía sentar en sus rodillas, y eso que yo ya tenía once años y medio, pero quieras que no, allí me tenía, apretado contra su pecho. Come, come, insistían las dos. Yo comía lo que podía, se me llenaban los labios de nata y crema y ella me los limpiaba con su pañuelo mientras me daba besos y me apretujaba. A mi me faltaba la respiración y me moría de calor. Tenía un olor raro, allí se mezclaban el perfume, el sudor y algo más que no supe adivinar. Mi madre reía mientras comía pasteles, pero yo, enseguida que podía me desembarazaba de ella y me iba corriendo al lavabo, y allí me quedaba un buen rato.

¿Qué haces tanto tiempo en el lavabo?, me gritaba mi madre, venga sal, que nuestra vecina se va, dile adiós. La muy desvergonzada me daba un beso en todos los morros delante de mi madre que no paraba de reír, pero es que además la vecina también pinchaba, caramba. Cuando se había ido, yo volvía al lavabo. ¿Otra vez?, me decía mi madre. Es que son los pastelillos que no me han sentado bien, le respondía yo.

Un día pasó lo que yo me temía. Vete a casa de la vecina a buscar la falda, me ordenó mi madre, ya la tiene lista. Llamé al timbre atemorizado, el corazón me daba brincos en el pecho. Allí la tenía, con su batita medio transparente y medio abrochada, ¡debajo no llevaba casi nada!, sólo unas braguitas también transparentes, ¡se le veía… todo! Tragué saliva. Pasa, pasa, me dijo. La casa apestaba a orines de gato y a otra cosa.

Tenía la falda de mi madre encima de la mesa del comedor, yo fui a cogerla cuando me dijo, mira, este pantalón es para ti. ¿Qué? Sácate el que llevas que te lo probaré. ¿Qué?, ¿qué hago?, me dije, ¡me quedaré en calzoncillos! Antes de decidirme, ella ya estaba desabrochándome los botones de la bragueta. Sí, me quedé en calzoncillos delante de aquella gorda con bigote y semidesnuda. Me tuve que probar los pantalones, ella iba poniendo agujas aquí y allá. Seguro que me pincha, pensé. Ahora quítatelos, ahora póntelos otra vez. Mientras tanto el mono no paraba de chillar y dar saltos y volteretas dentro de su jaula asquerosa. A la mínima oportunidad me escapé y me fui corriendo a mi casa a meterme en el lavabo.

Un día oímos gritar y llorar a nuestra vecina. Mi madre fue a ver que ocurría, al entrar se encontró con otro banquete, los gatos estaban devorando al monito, ni los escobazos que les daba la vecina podían ahuyentarlos. Sangre por toda la casa y restos del festín esparcidos por aquí y por allá. La pobre mujer recibió también su buena dosis de arañazos y mordiscos. Aquel fin de semana fue terrible, más gritos, más lloros y más golpes. El marido se estaba cargando a los gatos a cuchillazos. Aquello fue una masacre. El lunes se fueron los dos sin despedirse. A los pocos días vinieron los de las mudanzas y después los de la desinfección y limpieza. Yo me quedé sin mis pantalones.

Ha pasado ya un tiempo y me he hecho mayor, ya tengo trece años. Ahora en el piso de al lado vive un matrimonio con una hija un poco más joven que yo. Es muy simpática y muy guapa. Yo he empezado a hacer una colección de insectos y mariposas muertas, clavadas con agujas a un corcho, o dentro de botellitas con formol, a ella le gustan mucho y yo se las enseño mientras su madre nos prepara la merienda. Como es verano todos llevamos poca ropa, su madre también, sus brazos y hombros desnudos muestran, cuando los levanta, unas axilas sin depilar, húmedas y oscuras.