sábado, 11 de abril de 2009

El peletero/El Gordo y mi viejo profesor (3 de 4)



1 Febrero 2008

Lo vi antes que él a nosotros. Allí, en medio de la carretera, frente al auto, y más allá de la luz de nuestros faros.

En plena oscuridad, había algo todavía más negro.

Se movía.

Se giró para mirarnos. Era ciego, pero nos veía.

Saltó y desapareció por entre los árboles.

Al pasar nosotros las ramas todavía batían.

En algún rincón seguía estando, quieto y palpitante.

Mi chófer no se había dado cuenta de nada.

Seguimos nuestro camino, y nos alejamos.

No es la primera vez que los veo, son inofensivos; ángeles que han perdido la vista y la memoria de tanto amar a los humanos. Son miedosos, enseguida se asustan y huyen.

Yo conozco a uno que todavía resiste y conserva su condición original, aunque cada vez es más cínico. Lleva muy mal vernos morir, se llama Caín y le gusta ser una máquina, le gusta el metal. Yo creo que me miente, lo que realmente le gusta es la carne, pero teme olvidar. ¿El qué?, le pregunto yo. A todos a los que he visto morir, me responde.

Entonces me callo y miro cómo se desvanece,

cómo lentamente va perdiendo el color,

como si lo estuviera olvidando.

Los árboles seguían mostrándome su sombra, parecía que nos guardaran del bosque, del corazón de la tiniebla.

No había nada que temer.

En esa seguridad regresé a mí, para seguir recordando a mi viejo profesor.

“De joven estudié y me doctoré en Medicina Forense, pero toda mi obra escrita y mi actividad docente ha estado dedicada al Arte. También empecé estudios de Arqueología, pero esta es una disciplina que requiere esfuerzos comunes, equipos organizados de personas y subvenciones económicas y a mí no me gusta conversar, colaborar, ni pedir limosna. También estaba el barro y el polvo, el sol y la lluvia, demasiada naturaleza para alguien que admira la arquitectura. Abandoné esos estudios pronto, al fin y al cabo, tarde o temprano, todo acaba bien ordenado y colocado en las vitrinas de los museos.

Algunos perspicaces los han comparado con los cementerios y lo gracioso es que tienen razón. Todos los museos tienen algo de Campo Santo. Eso es un lugar común, la comparación entre un museo y una necrópolis es tan antigua como el arte de embalsamar, pero en fin, es así.”.

“La cárcel no es un museo, es también un cementerio donde te pueden volver a matar. En ella supe que no hay una sola muerte sino varias. Pero yo no tenía miedo, era el más fuerte porque era el único que no quería huir de allí. La cárcel era un refugio, un escondite excelente. Estaba encerrado como en una pintura, petrificado en óleo, embalsamado en aceite. Las momias son mojones, señalan los límites, los umbrales, son una escultura. Una cosa absolutamente inmóvil”

“Entré maduro en la cárcel, casi viejo. Salí ganando al cambiar espacio por tiempo. Cuando viajas deprisa el cerebro se te despega del cráneo. Pero yo no me muevo. En la cárcel, como ahora mismo que viajo a velocidad cero, el tiempo se dilata, ocupa todo el volumen y las cosas que hay en él. Se detiene y acabas convertido en una instantánea, en una pintura”.

“Siempre he detestado las cosas que se mueven demasiado porque son efímeras, se consumen, se gastan y duran poco. Lo bueno tal vez sea breve, pero lo mejor es eterno”.


Eso es casi todo lo que recuerdo de sus palabras.

Un día alguien encontró su cadáver. Según la autopsia, la muerte por hipotermia tuvo lugar mes y medio antes. Lo encontraron muerto de frío en su jardín que no era otra cosa que un triste y destartalado patio trasero. Estábamos en invierno y tal vez quiso morir congelado. Ironías aparte, cuando lo hallaron ya apestaba horriblemente. El hedor había alertado a los vecinos. Era de noche cuando me llamaron y me dieron la noticia.

En aquella época, todavía muy joven, yo trabajaba de algo que se parecía a ser periodista, pero que en realidad no lo era. Tenía que regresar corriendo al periódico y escribir la necrológica. Ser el único miembro de la redacción que había sido alumno suyo me daba un cierto derecho.

Encima de la mesa del despacho me encontré con las fotografías que la policía había tomado del cadáver. Las pocas que le habían hecho en vida no valían gran cosa comparadas con ésas, aquello era ya carne pura quemándose en el infierno.

Naturalmente no las podíamos publicar. Decidimos colocar la que le hizo la policía cuando le arrestó, despeinado y con barba de dos días. El cuello de la camisa aún conservaba unas manchas oscuras de sangre, ¿o era suciedad? Nadie pudo averiguar qué significaba, si es que significaba algo, aquel jilguero vivo, ese pequeño pájaro entre sus enormes manos, musculadas y fuertes de tanto hacer rodar las ruedas de su silla de inválido.

La policía no encontró la manera de conseguir que soltara el jilguero, mientras le hacían las fotos de rigor, amenazaba con aplastarlo.