martes, 5 de mayo de 2009
El peletero/El blog apócrifo de María (2 de 7)
11 Marzo 2008
Juan, el camarero, y su esposa Lorena, una muchacha de 19 años, bellísima, mejicana y bailarina del ballet que actúa cada noche en la sala de fiestas del Hotel, se han dado perfecta cuenta de que tenemos bastante dinero, son dos buenos rastreadores y lo huelen antes que el sudor de sus propias axilas.
Él es un simple camarero de piscina, nada más, de piscina de hotel caro y de mal gusto. Es un experto en detectar necesidades perentorias, necesidades de toda clase, de las “unas” y de las “otras”.
Ofrece buenas mesas de póker frío, de ese que entras vivo y del que sales muerto, da igual si ganas o pierdes, si te arruinas o te conviertes en millonario, siempre sales muerto.
Entre sus servicios se encuentra también el facilitar, a través de sus contactos, sexo de pago, compañía íntima, yo la uso para Enrique, sin que él lo sepa. Así conserva la ilusión de enamorar a jovencitas atractivas y muy bien predispuestas. Me gusta verlo feliz.
Juan tiene 35 años y le lleva 16 a su esposa mejicana. Los mismos que me lleva a mí, Enrique. Mi esposo tiene unos espléndidos 74 años. Mantiene una buena forma física, una salud excelente, la mente lúcida, atenta y despejada. Cada día practica sus clases de Tai chi, y camina sus buenos kilómetros, y cada cierto tiempo incluso se sube a una bicicleta.
Los dos procuramos mantenernos sanos y dentro de lo que cabe, también bellos, creo que es una obligación para con nosotros mismos y los demás. Nos amamos sinceramente, con una enorme dosis de eso que todo el mundo desea y quiere, y que ya termina por ser un tópico: ternura, compañerismo y complicidad. Pasión poca, eso sí, muy poca, apenas hacemos el amor un par o tres de veces al año. No necesitamos más. Son unas veladas deliciosas y muy románticas, y aunque escasas, las aprovechamos bien.
Enrique y yo llevamos 38 años de matrimonio, nos casamos cuando yo tenía 20 y él 36. Vivimos juntos los 20 primeros y cuando cumplí mis espléndidos 40, lo mandé a paseo y le pedí el divorcio. Teníamos ya nuestro hijo con 12 y la niña con apenas 2. Evidentemente se quedaron conmigo. La sentencia del juicio me otorgó su custodia y la patria potestad de ambos. El pobre Enrique se quedó desconcertado y perdido, no entendía que es lo que estaba sucediendo.
Era normal, yo tampoco tenía muy claras las cosas, la verdad es que no. Ya llevaba unos cuantos años intentando verbalizar con él nuestra vida en común, pero lo más lejos que su capacidad le permitía llegar era para recomendarme un psicólogo. Darme cuenta de eso fue muy triste y decepcionante para mí.
Habían sido años difíciles, con penurias económicas y enfermedades no graves, pero que no hacían otra cosa que dificultar la convivencia o al menos la convertían en un camino, pedregoso y lleno de polvo y fango. Un desastre.
Todos mis intentos, casi secuestros, para “hablar” con Enrique, y desbrozar el camino limpiándolo de las malas hierbas llegaron a ser contraproducentes, nos agotaban y nos alejaban más, y él cada vez entendía menos lo que estaba sucediendo.
Yo tampoco es que supiera muy bien qué demonios me ocurría. Evidentemente el amor se había terminado, pero eso es demasiado vulgar para confesarlo en público. Estaba harta de él, parecía un monigote, ya no olía igual, ya no hablaba igual, ya no miraba igual. Pero lo peor de todo eso es que no era verdad, no era cierto, era justamente todo lo contrario, la que había cambiado era yo, y no él. Pero eso lo supe años después.
Enrique es un hombre, y los hombres aunque hablen bien no saben nunca por qué suceden las cosas. Describen bien los acontecimientos, exactamente como lo hacen al comentar una jugada deportiva, nada más. Hablan de las cosas como hablan del motor de un automóvil. El suyo es el mundo de la estética, es el reino de Apolo.
Las mujeres siempre hemos salvaguardado los mitos del origen. En una humilde nana, en una sencilla canción de cuna se encierra todo un universo, todo un saber que no cabría en mil enciclopedias. Y también un auténtico cóctel de química placentera y placentaria.
El saber de la mujer es primordial, es el material con el que se construyen los cimientos de una persona y de una civilización, por eso es anterior a la moral.
El nuestro no es un conocimiento exactamente amoral, ni por supuesto inmoral, es pre-moral. Todo lo contrario del saber masculino que se construye alrededor de la forma, de la estética. La suya es una ciencia apolínea.
La forma es el sustento de la moral, aunque no lo parezca así es. La moral es un orden, una jerarquía y un protocolo. Eso es lo que los hombres saben ver del mundo, su dibujo y sus colores. Nosotras somos más musicales, el sexo es en buena parte música y danza.
Urano mató a Cronos y Zeus a Urano, todavía no sabemos como lo hizo Apolo para matar a Zeus, su padre, y quién es el que ha terminado por matarlo a él. Seguramente ha sido Plutón en una oscura alianza con Afrodita. Quién sabe, todavía no ha nacido el bardo que cante esa canción.
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