martes, 12 de agosto de 2008

El peletero orientalista



8 Noviembre 2006

La fascinación por lo verosímil es ensoñadora. Su fuerza es tan poderosa, como sutil es el recuerdo que nos proporciona. No es memoria, es algo mucho más preciso, y tan real como el mismísimo pasado. Como ladrones tentados por la curiosidad y la ambición nos sorprendemos frente a esos deseos inesperados y golosos que la fantasía traidoramente nos ofrece. Gracias a mil y una alfombras raídas y desanudadas nos desplazamos a nuestro albedrío por entre el polvo que jamás ha de posarse.

Muchos cuentan que todo lo que pintaron y escribieron los llamados “orientalistas” es y fue imaginado. Nos dicen que lo hicieron desde la atalaya de un Occidente pagado de sí. Que cada trazo marcaba un camino y que cada pincelada era una rúbrica que daba fe. Nos explican también que su técnica era tan perfecta como la mentira más elaborada. Su satisfacción ahogaba cualquier señal discordante, verdadera. Tal vez estén en lo cierto.

Si así es, no era posible pues otra cosa diferente fuera de este libro sagrado de noches interminables, sólo de esa forma podrían vencer la estupefacción que sentían ante aquel misterio que sobresalía de entre las arenas de un desierto más vivo que muerto y a pesar de toda la sangre ya en él derramada. No era posible otra cosa frente a la esfinge que pintarla, mientras Napoleón, atónito, la observaba en silencio. No era posible hacer otra cosa que mentir o levantar acta.

Y mintieron tan bien como testificaron.

Aun seguimos absortos y prisioneros de su aroma, a pesar del desastre que los años han ido acumulando entre sus ruinas, amontonándolas unas encima de las otras, convirtiéndolas ya en escombros, ya en trincheras, donde no paran de morir en ellas los hijos de los hijos de aquellos lejanos padres. El dolor aumenta sin ocupar lugar en parcelas cada vez más pequeñas, mientras los buldózeres allanan un camino que había sido rico en sus mil y una gama de tornasolados, tal como lo es el alfabeto barroco de sus poesías, más dibujadas y cantadas que escritas.

Pero, ¿qué importa ya, si la impostura nos adormece tranquilos y satisfechos? En ella, y entre los seductores cantos de Sirenas lejanas, volamos libres buscando el anochecer.

“Orientalismo” es la visión idealizada y distorsionada, sea ésta escrita o pictórica, que un occidental tiene de Oriente, sea éste próximo o lejano. Muchos han intentado definir en qué consiste una visión no distorsionada, no desviada y no equivocada de los diversos Orientes que hay. Tantos lo han intentado, que a pesar de ello, seguimos sin saber en que consiste. Sus voces resuenan tan alto que ya nadie puede oírlas con claridad. Desde sus cafés y universidades, desde sus calles y desde sus cárceles, el ruido es sepulcral.

La fascinación que Occidente siente por Oriente es antigua y poderosa. Su fuerza perturba nuestro saber y espíritu crítico, como lo hace el sueño del mediodía al acostarnos indolentes al pie de un árbol frondoso. La ciencia que Oriente nos proporciona pertenece al maestro que la imparte y al discípulo que la recibe, a nadie más. Es un camino solitario. En ella, su saber es siempre el resultado de un sacrificio y de una renuncia. La vida misma es el precioso objeto de intercambio, la perfecta vara de medir. Con ella, como moneda de pago, los orientales obtienen el conocimiento indeleble y armonioso de las cosas y de las nadas. Occidente se siente relajado y enamorado al recostarse cansado, sobre este manto de flores y de promesas de sabiduría tranquilizadora. Porque en Oriente la verdad es tranquila, balsámica, completa e inane, no como en Occidente, que lo es perturbadora, angustiosa y siempre insatisfecha y parcial. De ahí el éxito del saber oriental en mentes jóvenes y propensas a confundir la verdad con la felicidad, o la verdad con el deseo.

Occidente se funda en la trasgresión, en el robo del fuego sagrado de Prometeo a los dioses o en el pecado de Adán. Por nuestra culpa vagamos perdidos y siempre anhelantes, trabajando con sudor y pariendo con dolor. Oriente, en lugar del pecado, posee, en cambio, el deber y el honor, ambos son los últimos reductos de dignidad que pueden atesorar los individuos que han de vivir en una sociedad estratificada en compartimentos estancos. La paz y el orden que sus miembros se proporcionan los unos a los otros, es una tarea tan ancestral como ineludible y que debe ser cumplida, tanto por los muertos como por los vivos. Si no lo ordena Dios, lo mandan los antepasados

Aunque parezca lo contrario, en Oriente se disfruta de una desconfianza hacia la vida. Sus artilugios mentales la devalúan como si fuera un penoso tránsito hacia un final de vía, donde empieza un camino imposible de cartografiar. Entre nirvanas y harakiris, kamikazes y bonzos, avanzan rápido hacia ninguna parte. Aunque de otra índole, la fascinación inversa también se da.