lunes, 28 de julio de 2008

El peletero/La rendija



30 Septiembre 2006

Lo importante no era sólo lo que se veía, sino también lo que se decía, pero la rendija, aunque era suficiente para mirar a escondidas (para ver y no ser visto), era sin embargo demasiado pequeña para escuchar con claridad la conversación o alguna de las palabras.

Y allí estaba yo pues, con lo ojos y las orejas bien abiertas, espiando desde la otra habitación a través de aquella rendija lo que sucedía en aquel enorme salón de ventanas cerradas del piso de al lado.

Allí estaban ellos dos, sentados en enormes, anchos y cómodos sofás, conversando, a ratos amigablemente y a ratos no tanto, con sosiego y también con ardor y vehemencia. Se les podía ver de medio cuerpo, sus manos y el rostro, lo suficiente para percibir las expresiones de incredulidad, sorpresa, sinceridad, aplomo i todo aquello que da verosimilitud a lo dicho: emocionarse, decir la verdad o simular que la dices. Después de la euforia, la calma, después de la risa, el susurro.

Todo eso era lo que yo veía desde la rendija, complicidad y también desconfianza, sospecha y temor. Era mucho, pero al mismo tiempo no era nada porque nada podía oir excepto un rumor casi estomacal, como un rechinar de vientre o de cañerías atascadas, de ronquidos amortiguados y persistentes, de aludes lejanos y terribles. ¿Qué significaba aquel baile de manos, aquella dulzura en el gesto o aquella amenaza? ¿Y aquel dedo erecto i aquella mano abierta o aquel puño cerrado? Sólo podía especular, estaban demasiado lejos de la rendija como para poder cazar siquiera una triste sílaba.

Eso sí, el disparo se oyó muy fuerte y claro, todo fue tan rápido que el sonido ganó a la luz. No vi como el hombre de la derecha sacaba de su bolsillo la pistola, ni como apuntaba, ni como disparaba. El estruendo fue seco, corto y rotundo y el otro cayó como un muñeco. La sangre y la extraordinaria parsimonia del asesino, su tranquilidad, su lentitud y su absoluta falta de emoción fueron definitivas. El segundo disparo también lo oí, me atravesó el ojo, el cerebro, y salió por detrás de mi cabeza para incrustarse en la pared del fondo, dejándome una rendija en el cráneo por donde brotaron con generosidad la sangre y la memoria.