jueves, 13 de noviembre de 2008

El peletero/Julia (y 3)



28 Abril 2007

Todo el mundo debería conocer a Marco Pagotto, el famoso piloto de hidroavión de la Primera Guerra Mundial, que por culpa de una maldición hubo de sufrir y soportar que su rostro se transformara en el de un cerdo. Así ha pasado a la Historia, con cara de puerco y con el nombre de “Porco Rosso”.

Naturalmente las maldiciones guardan proporción con el pecado cometido y el de Marco Pagotto debió de ser terrible para merecer exhibir en público la faz condenada de un marrano.

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Era igual que Anne Margret, aunque sin su mirada maliciosa. Tenía los ojos llorones y ligeramente hinchados que le daban un aire triste y alegre, y ambas cosas, cómo todo el mundo ha de saber, no son lo contrario lo uno de lo otro.

Se llamaba Julia, era irlandesa, pelirroja y todavía le faltaban dos meses para cumplir los diecisiete años. Trabajaba de camarera en el comedor que se improvisaba en cada ocasión que había subastas de pieles en la Hudson’s Bay Company de Londres. Se aprovechaba uno de los grandes salones del amplio edificio y se contrataba a una empresa de catering, camareros y camareras incluidos. Entre ellos estaba Julia.

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Todavía era temprano y yo ya había cenado. Me iba a dormir. Le estaba pidiendo la llave de mi habitación al conserje del hotel, cuando oí a dos muchachos hablarse en catalán. Estaban tratando de preguntarle a un botones si conocía un buen restaurante hindú. Estábamos en Londres y el botones era jamaicano y no tenía ni idea de restaurantes, y mucho menos hindúes.

Les saludé en su mismo catalán, que también es el mío, y les dije que conocía lo que buscaban. Los dos eran muy simpáticos y me invitaron a cenar con ellos, pero yo ya había cenado. Insistieron y me dejé convencer fácilmente, su propuesta era mucho más sugerente que encerrarme en la habitación del hotel Selfridge.

Mis acompañantes casuales eran aproximadamente diez años más jóvenes que yo, y yo veinte más viejo que Julia. Se encontraban haciendo turismo, no como yo que había ido para trabajar; la Hudson’s subastaba astracanes swakara y debía comprar algunas partidas. A los dos les pareció interesante mi trabajo En aquella época todavía no debía dar explicaciones sobre ello y la gente aun no me miraba como si fuera un delincuente, un peligro público o alguien decididamente inmoral cómo ocurre ahora.

Nada más entrar la vi. Julia estaba sentada en una mesa con tres amigas más, eran también compañeras suyas y camareras. Las cuatro iban vestidas de fiesta, con ese poco gusto que tiene el británico medio para vestirse y para vestirse de fiesta. Las saludé y les dije que en esta ocasión no eran ellas las camareras. Sus tres amigas me rieron el comentario, pero ella no, me miraba, sonreía y parecía no haber escuchado nada. Yo pensé que debía ser mi pésimo inglés. Me fui a sentar con mis dos jóvenes que ya estaban instalados en una mesa un poco alejada de la de ellas.

Con curiosidad me preguntaron que quienes eran aquellas cuatro preciosas muchachas. Se lo conté, aunque preciosa y bonita de verdad solamente lo era mi pelirroja Julia, una celta auténtica. Las otras tres eran jóvenes, sí, y tenían también esa peculiar belleza sajona, que los que no son de las islas afirman sin ambages que es una pura falta de gracia física. No es cierto, aunque hay que reconocer que la forma y el tamaño de los dientes y nariz no eran para ganar ningún concurso de belleza. También es verdad que su extremada piel blanca tenía más granos de los necesarios y que a su pelo rubio le faltaba luminosidad. Pero sus ojos estaban llenos de vida y aunque desgarbadas y poco elegantes eran simpáticas, alegres y nada vergonzosas. Mis amigos pidieron cena completa y yo solamente una cerveza.

No pasó mucho tiempo hasta que Julia se acercó y nos invitó a compartir con ellas la misma mesa. Naturalmente aceptamos de inmediato, aunque al camarero no le hizo mucha gracia reorganizarlo todo para siete personas.

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Hace muchos años, mi padre y yo, nos fuimos hasta uno de los extremos de Londres a ver un museo de aviones antiguos. A él le gustó mucho, pero el pobre ya se estaba haciendo mayor y se cansaba más rápido que antes, pero no dejó de acompañarme. Yo ya sabía que luego debería colocarme tapones en los oídos para no oír sus ronquidos. Roncaba cómo un león enfadado. Es curioso, ahora tiene 89 años, Alzheimer y no ronca. Pero en aquella época era todavía un hombre fuerte que empezaba a cansarse y que aun conservaba toda la curiosidad del mundo. Fue encantador ver su cara mirando aquellos monstruos silenciosos que no hacía mucho habían atravesado las nubes transportando vida y muerte. Ni siquiera Leonardo hubiera podido imaginar jamás tantas aventuras. La vida entera, misteriosa y poderosa en la mano abierta, generosa y creadora de un hombre que se hacía viejo.

Sinceramente creo que Dios está todavía sorprendido de lo que los seres humanos hemos sido capaces de hacer, y no me refiero, naturalmente, a las muertes y a las atrocidades, pues más genocida que Él no ha habido nadie. Cada vez que se lo recuerdo se calla, debe pensar que todavía no puedo entenderlo. Es posible, pero yo le desafío irresponsable y temerario, y le digo, venga, anda, sube a ése avión y verás la belleza que has creado, y él calla. Siempre calla, en lugar de sus palabras me ofrecía los ronquidos de mi padre que desde el fondo de los abismos bramaba y suplicaba amor y paz. Pobre papá, casi ya no tiene memoria y no recuerda los miles de kilómetros que hizo volando solo, y después conmigo. Como San Pedro, él también debe tener escondida alguna llave en algún rincón. Antes de morir, en su último momento de lucidez, sé que me la dará y Dios, con todo su poder, no podrá hacer nada para evitarlo.

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Yo, por supuesto, me senté al lado de Julia, ella ya supo maniobrar para que me colocara a su derecha. Me dijo que estaba estudiando italiano y que quería irse a Italia a trabajar de camarera. Lo decía con el entusiasmo y el orgullo de aquél que dice que va a Florencia para doctorarse en Pintura Renacentista del Quatroccento. Oírle decir eso y oírselo decir así, era para ponerse a llorar de ternura.

“Rosso”, decía contenta, mi pelo en italiano es de color “rosso”, y al decirlo sonreía con sus inmaculados y perfectos dientes blancos y sus cuatro pecas de pelirroja en las mejillas. Efectivamente, tenía el cabello, y todo el resto de su pelo, “rosso”, puedo dar fe que me quemé al tocárselo.

He de reconocer que todavía desconozco la razón de por qué aquella muchacha irlandesa me lo puso tan fácil; no lo sé, de verdad que no lo sé, no es inmodestia, es que yo, en ningún caso, podía merecer su atención, era completamente absurdo.

Seis meses después vino a España y me llamó, nos vimos, me dijo que si yo quería se quedaría aquí en lugar de ir a Italia.

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En una ocasión le hice a una clienta un “qipao” de cuero negro ribeteado con cuero rojo sangre. Un “qipao” es un vestido tradicional chino. Muy ajustado al cuerpo con corte lateral para facilitar los movimientos de las piernas y cuello “mao”. Las mangas pueden ser largas o cortas, en este caso eran muy cortas, muy por encima de los codos. Quiso también una estola hecha con dos zorros del mismo color que el ribete. No los encontramos y tuvimos que mandar a teñir solamente dos, sin importarle tener que pagar el coste. Era italiana y quería que su rojo fuera “un rosso sanguinante”. Tenía casi sesenta años, un cuerpo bien musculado y debidamente operado, y el pelo muy blanco, orgullosamente blanco, corto y sin teñir. Estaba extraordinaria con su qipao de cuero negro.

¿Qué harás con él?, le pregunté. No dejar perder la próxima oportunidad, me respondió.
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No tengo ni idea de lo que fue de la vida de Julia. No sé si se fue a Italia o se quedó en España. Nunca más supe de ella. Nunca más.

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Mi padre ha perdido la facultad de hablar, incluso ya no es capaz de distinguir entre el sí y el no, que evidentemente es algo mucho más trascendente que distinguir el bien del mal. Su vida ya carece de contornos. Si yo fuera budista debería sentirme satisfecho, pero como no lo soy, no me siento pagado. Al menos cuando me mira, quiero creer que todavía me mira a mí y no a Dios. Ese es un asunto privado entre mi padre y yo, y en eso Dios no pinta nada, no es un asunto de su incumbencia.

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Cómo toda esta historia es solamente ficción, al menos debo terminarla con alguna verdad cierta. Eso significa que habré de confesar que hace muy poco, exactamente dos meses, alguien muy especial me hizo una pregunta muy parecida a la que Julia se atrevió hacerme en aquel entonces. Como estoy muy cansado de acarrear esta cara de cerdo “rosso”, he respondido de manera muy diferente. Sinceramente, espero poder mirarme pronto otra vez al espejo.

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Si tú quieres vengo a vivir a España, me ha preguntado.