viernes, 28 de noviembre de 2008
El peletero y sus zapatos
7 Junio 2007
Era conveniente y necesario ahorrar el dinero que podía costarme el autobús. Eso significaba que debía ir y volver a pie. El trayecto sería tan largo como lo podían ser dos horas andando cuesta arriba. Un humilde ahorro para mi bolsillo que sin duda mi corazón también agradecería. Caminar es saludable, me recordaba a menudo mi médico de la sanidad pública. Ya que yo era pobre -me reí al pensarlo- al menos que fuera un pobre sano. Ya que estaba hambriento, al menos ágil. Ya que era soltero, al menos alegre. Me volví a reír mientras caminaba calle arriba. Durante un tiempo pensé que aquella excursión urbana valía y valdría la pena.
¡Caramba!, aquella muchacha vivía lejos, allí donde la ciudad se levanta, donde las perspectivas son inusuales y espectaculares. Allí también, donde las calles que bajan te muestran avaras pedacitos de mar oscuro, brillante, casi negro, debajo de un cielo azul, insultante y vanidoso.
Menchu, Merche, Conchi, Pili, no recuerdo exactamente el nombre, era una peluquería pequeña, sencilla y humilde. Estaban ella, que era la dueña, y una empleada con la cara llena de clavos, agujas y tornillos que taladraban su carne todavía tierna. Sus novios debían de ser faquires para poderla besar.
Me cortó el pelo y me cobró poco. Rubia pálida, sin un rayo de sol en la cara, años más tarde tuvo un amante con el que debía vestirse de cuero negro y usar el látigo para mantener el entusiasmo. Eso lo sé porque la gente no sabe mantener la boca callada y guardar los secretos. Si no quieres que algo se sepa, no se lo cuentes nunca a nadie.
Me cobró poco, pero yo había supuesto ingenuamente que acostarme con ella me daba derecho a que me cortara el pelo gratis, pero no, estaba equivocado. A mi también me cobró. Eso demostraba que yo no tenía ni idea de mujeres ni de economía.
Una vez a la semana peinaba y cortaba en una residencia de ancianos. Todos ellos pasaban por sus manos. Empezaba temprano por la mañana y a media tarde ya había terminado.
Tenía la boca no del todo fea y los dientes de coneja o de ratón, no sé. Y pensaba muy satisfecha de si misma que el matrimonio por interés es una aberración. Era una de esas mujeres que están absolutamente convencidas de ser unas románticas. En la peluquería escuchaba mucho y hablaba lo justo para no ser descortés y procuraba reír siempre las gracias de las clientas. Más tarde te decía que todas eran iguales, que daba lo mismo que tuvieran 15 años o 95. Pero eso solamente te lo contaba a partir del tercer gin-tónic, cuando ya se quedaba dormida en el sofá. Yo, con todo el miramiento del mundo la llevaba a la cama, la desnudaba, le colocaba el pijama rosa con angelitos infantiles dibujados, la acostaba, le daba las buenas noches con un beso en los dientes de roedora y me iba. Andando.
El bolsillo y el corazón, tarde o temprano me lo agradecerían.
¡Caramba!, esta muchacha vivía lejos de mi casa aunque muy cerca de su propia peluquería, pequeña, sencilla y humilde. Al regresar, el camino se hacía cuesta abajo, y las casi dos horas de ida se convertían a la vuelta en algo más de una. De noche no podías divisar el mar desde ninguna atalaya. Parecía que el cielo se hubiera ido al otro lado del mundo, que hubiese abandonado el Mediterráneo para iluminar el Caribe. Todo se había oscurecido tanto que ya daba igual qué era lo que veías, si una cosa u otra. Ya daba lo mismo bajar que subir. Ir que volver.
Lo que me ahorraba en autobuses serviría para comprarme un buen par de zapatos. Tanto ir y venir empezaban a desgastar los únicos que me quedaban. Un botón de la camisa caído se puede disimular. Si eres hábil con la aguja y el hilo puedes zurcir apañadamente un siete, un descosido o un desgarrón, pero es muy triste tener que colocar un pedazo de cartón en el zapato para tapar el agujero de la suela. Y ¿si la suela se desclava entera?, ¿qué haces?, ¿andar descalzo? Desgraciadamente este tipo de cosas me habían sucedido. Por eso no podía ver nunca la escena aquella en la que Charles Chaplin se come un zapato como si fuera un pavo al horno y los cordones como si fueran espaguetis.
La mayoría de las personas nunca se fijan en los zapatos que calzas, pero hay algunas que precisamente es lo primero que miran de ti. Ha de ser aquello de que para conocer de verdad a alguien debes ponerte en sus zapatos, solamente así te haces cargo de la verdadera dimensión de su vida. Ponerte en su lugar. He de reconocer que mi peluquera siempre me recriminaba el estado de los míos. Pero lo suyo no era empatía ni simpatía, ni tampoco amor por la estética y el buen gusto. Podía haber sido fetichismo, eso lo hubiera entendido, o simplemente interés por mi aspecto; no era nada de eso, solamente era malestar ante una muestra de pobreza. A pesar de ella, de mi pobreza, yo trataba de cuidarme. A veces mis pantalones podían brillar demasiado por el uso, es cierto, pero siempre estaban limpios. En alguna ocasión me habían llegado a cortar el agua por falta de pago, pero siempre había un buen amigo que me ofrecía su baño y su lavadora para lavarme y lavar mi ropa.
Procuraba sacar partido de la situación fabricándome un cierto aire bohemio que disimulaba mi falta de medios y mi precariedad económica. A mi peluquera fue una de las cosas que le gustaron de mí. Ese desaliño estudiado le agradó. Se pensó que era un poeta. Se entretenía despeinándome más de la cuenta, para así poder peinarme después. Le gustaba la parte superior de mí, mi rostro y mi cráneo, tal vez porque era peluquera, pero a medida que iba bajando se iba desalentando hasta llegar a los zapatos. Con ellos no había nada que hacer, ni siquiera cuando me desnudaba y me los quitaba, conseguía su absoluta atención, esa atención que se necesita tener cuando dos están desnudos y pegados el uno al otro. Pensaba que era un poeta.
Siempre llegaba tarde a mi propia casa. Llegaba o salía, pero tarde, siempre de noche. Si la madrugada estaba ya muy avanzada, al salir del ascensor conseguía que el dulce aroma de la pastelería vecina me cubriera como un bálsamo, era un buen presagio. El vestíbulo de la escalera y el obrador del establecimiento se comunicaban por una estrecha puerta y una rejilla de ventilación. La dura oscuridad del exterior contrastaba con la suavidad de los olores, y la paradoja se acentuaba siempre que deslizaba la mirada por encima de las podridas paredes y estucos que supuraban tristeza y abandono. Incluso una noche, la paradoja se redobló cuando, a medio metro de la puerta principal, una rata de considerables dimensiones se me quedó mirando inmóvil. Ninguno de los dos dio un paso; la sorpresa nos había paralizado a ambos por igual. Di una patada en el suelo y la rata comprendiendo que yo sólo deseaba pasar, dio media vuelta y lentamente se escondió por donde seguramente había salido. Su pelado rabo todavía asomaba por una rendija cuando cerré la puerta de la calle.
Hoy he tomado una decisión respecto a mi peluquera, se lo he dicho con mis mejores palabras, pero no sé si ha comprendido exactamente que no nos volveremos a ver más. Que no subiré otra vez el camino que lleva a su casa, que no iré a su peluquería para cortarme el cabello y que nunca más la acostaré con ternura en su cama después de su tercera copa. No estoy muy seguro, pero yo diría que no ha entendido lo que le estaba diciendo.
Hoy, después de esa conversación con ella, y al llegar tarde también a mi casa, me he encontrado con la ordinaria ironía de hallar la finca otra vez sin luz. La escalera estaba completamente a oscuras y el ascensor, por supuesto, inutilizado. Debía subir los cinco pisos a pie.
Como no fumo no tenía ni un triste mechero que me iluminara y la batería de mi teléfono móvil se había agotado. No me ha quedado más remedio que subir a tientas.
A medio camino me he encontrado con mi vecina de rellano, Angelina, con una cerilla prendida. Es una mujer que ya supera los ochenta años, es viuda, no tiene hijos y vive sola. La he hallado sentada en la escalera, tan asustada como cansada.
¿Qué haces aquí a estas horas?, ¿te encuentras bien?
No me ha respondido, solamente me ha pedido que la ayudara a terminar de subir los dos pisos que le faltaban.
Yo siempre hacía bromas con ella y con su nombre llamándola mi Ángel de la Guarda, y hoy sinceramente, me lo ha parecido más que nunca.
Cuando hemos llegado a nuestro rellano hemos tenido que abrir nuestras respectivas puertas a tientas porque sus cerillas ya se nos habían agotado, y a tientas también entrar cada uno en su casa.
Una vez dentro he cerrado.
A tientas.
Y con llave.
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He dado mi corazón a una mujer barata.
Se me pudría en las manos. ¿Quién la habría querido?
En la basura un viejo zapato
luce igual y parece un tesoro casi perdido.
Todas las muchachas finas que rondan a mi vera
no han tenido la virtud de ofrecerme el consuelo
que da un abrazo, pues el hombre no llora
por los ojos, llora por el sexo, y es amargo llorar solo.
Quiero que lo sepáis bien los parientes y amigos:
Josep Palau no es un ángel ni un niño modelo.
Si tenían de mí una imagen bonita,
ahora les ofrezco una de muy fiel.
No quiero más ficciones alrededor de mi vida.
Aquella mascarada ha durado demasiado.
Como que os angustia que os muestre la herida,
por eso dejo todavía el zapato en el estiércol.
“El zapato” Josep Palau i Fabre
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