jueves, 31 de julio de 2008

El peletero/Una vida corta



14 Octubre 2006

Ella, como yo, también vivía en el ático. Yo en la puerta A, ella en la B. Lo cual quería decir que tendría su compañía todo el trayecto del ascensor hasta arriba del edificio, hasta el mismo rellano de mi apartamento y del suyo. Uno enfrente del otro. Yo en la A, ella en la B.

Mi nueva vecina era guapa y estaba casada. Tenía dos hijos pequeños y un marido muy alto, según el conserje, a los que yo todavía no había visto. Su elegante vestido hacía juego con el pan recién comprado, aun caliente, crujiente, dorado, que sostenía entre su cuerpo y el brazo izquierdo. Aquel pan le daba un aire familiar, cercano y protector. El olor de ambos era tierno y dulzón.

Se arreglaba el cabello en el espejo del ascensor mientras los dos manteníamos silencio y yo simulaba ojear el periódico. En la mano derecha llevaba las llaves preparadas para abrir la puerta de su casa. Eran unas llaves extrañas, grandes, en forma de espiral con los extremos puntiagudos, punzantes. Parecían un sacacorchos o un muelle, gruesos, robustos y tan peligrosos como una aguja de coser sacos. ¿Esas son tus llaves?, le pregunté. Si, claro, me contesto sin mirarme, son raras ¿verdad? No parecen llaves, le dije. Se giró, me miró y me preguntó sonriendo: ¿y a qué crees que se parecen? Me las puso delante de las narices, tan cerca parecían más raras que peligrosas. A los muelles de una máquina, le respondí. Tienes razón, no son lo bonitas que yo hubiese deseado, pero la puerta no se abre con otra cosa, me contestó haciendo una mueca simpática con los labios. Yo dejé de observar aquellas llaves para mirar como medio se mordía dulce y suavemente la boca con sus dientes amarillo marfil. La tenía muy cerca. Llegamos al ático.

Mira, ven, verás como abro la puerta. Introdujo hasta el fondo uno de aquellos muelles por un agujero redondo; una vez dentro, la puerta se abrió con un ruido metálico. El apartamento estaba a oscuras, no pude entrever nada.

¿Quieres pasar?, me pregunto amable. Y entré.

miércoles, 30 de julio de 2008

El peletero/La nevera



11 Octubre 2006

Las ventanas estaban cerradas y después de las ventanas habían las cortinas, gruesas, opacas y cerradas también. Fuera era de noche, la única farola de la calle tenía la bombilla rota, la luna era nueva y el cielo estaba nublado. Ni la boca de un lobo hubiese sido más oscura, más apestosa sí, pero no más negra.

Dentro de casa sólo había la luz de la nevera cuando la abría. Mientras tanto, únicamente oía su ronroneo y mi respirar tranquilo y paciente.

Había arrastrado el sofá hasta la cocina y lo había dejado frente a la nevera, pensé que era una solución mejor que arrastrar la nevera hasta el salón. Bien sentado, cómodo y reposado, abría y cerraba la puerta de la nevera con los pies. Abría y cerraba, abría y cerraba. Aquello parecía un faro en medio del océano lanzando sus señales de precaución para navegantes. Cuidado con los escollos y los islotes, no os acerquéis tanto, podríais naufragar, iros a pique, perder la carga y lo que es peor, la vida. Abría y cerraba, abría y cerraba. Si sigo así se me estropeará mi tan querida despensa, esta preciosa pierna, aquel magnífico brazo, lo que quedaba del hígado. El cerebro aun lo mantenía todo entero, no lo había ni tocado, esperaba una ocasión especial. Las costillas, sin embargo, me las había comido todas. Será mejor que deje de jugar con la puertecita, no quiero perder mi carga, me dije. Cerré la puerta de la nevera y se hizo la oscuridad. Cerré también lo ojos y abrí las orejas. Al poco tiempo oí el timbre de la puerta, mira, pensé, alguien que ha encallado en mi islita, tendré que hacer sitio en la nevera para alojar debidamente a mi huésped. Bienvenido.

martes, 29 de julio de 2008

La libreta de Miltón



4 Octubre 2006

Milton guardaba todo su mundo en una libreta tan pequeña que le cabía en el bolsillo superior izquierdo de su camisa. Agenda, diario, fichero, libro de contabilidad, bloc de notas y que sé yo qué cosas más. Todo le cabía en aquella minúscula libreta. No tenía ordenador, y ni mucho menos agenda digital, y su despacho estaba siempre limpio de papeles que no fueran el periódico del día, los pañuelos de celulosa que casi nunca usaba y una pequeña provisión de rollos de papel higiénico que guardaba en un armario. Naturalmente yo me sentía intrigado, ¿cómo podía aquel hombre que era rico, no sé si mucho o bastante, mantener aquella minúscula administración? Para averiguarlo nada mejor que preguntárselo directamente, aun sabiendo que podía ser indiscreto. Milton, la lógica que hay en tu libreta debe valer mil veces más que toda tu fortuna, ¿me equivoco?, no quiero conocer el secreto, pero dime si es así. Fue la primera vez que le vi sonreír espontáneamente. Normalmente tenía que coger unas tenazas, asir con ellas la comisura de sus labios y tirar con fuerza hacia arriba. Pero esta vez no, no hizo falta, me sonrió, me miró y me dijo que estaba equivocado. No hay ningún secreto, ni ninguna lógica que valgan millones. ¿Pero cómo lo haces entonces?, le repliqué. ¿No te has fijado?, me contestó, Sólo uso lápiz y goma de borrar. El secreto, si así lo quieres llamar, sólo consiste en saber qué has de borrar y cuándo has de hacerlo, nada más. ¿Sorprendido?, los secretos, en el mejor de los casos, cuando se desvelan siempre son así, decepcionantes, afirmó. Aunque a veces, sólo a veces y al cabo del tiempo, son algo más, nunca se sabe. Quizás algún día la vida te dé la oportunidad de saber para qué sirve una goma de borrar.

Desde entonces han pasado muchos años y al final lo he sabido, aunque para ello haya tenido que ir a parar a los cuidados intensivos de un hospital, condenado a la pena capital por un maldito tumor. Todas las terapias a las que me han sometido han fracasado. Pronto seré ejecutado y eliminado sin compasión con una simple y humilde goma de borrar. ¿Decepcionado?, no lo sé, pero no os tardaré en responder, aunque tal vez ya no me podáis oir.

lunes, 28 de julio de 2008

El peletero/La rendija



30 Septiembre 2006

Lo importante no era sólo lo que se veía, sino también lo que se decía, pero la rendija, aunque era suficiente para mirar a escondidas (para ver y no ser visto), era sin embargo demasiado pequeña para escuchar con claridad la conversación o alguna de las palabras.

Y allí estaba yo pues, con lo ojos y las orejas bien abiertas, espiando desde la otra habitación a través de aquella rendija lo que sucedía en aquel enorme salón de ventanas cerradas del piso de al lado.

Allí estaban ellos dos, sentados en enormes, anchos y cómodos sofás, conversando, a ratos amigablemente y a ratos no tanto, con sosiego y también con ardor y vehemencia. Se les podía ver de medio cuerpo, sus manos y el rostro, lo suficiente para percibir las expresiones de incredulidad, sorpresa, sinceridad, aplomo i todo aquello que da verosimilitud a lo dicho: emocionarse, decir la verdad o simular que la dices. Después de la euforia, la calma, después de la risa, el susurro.

Todo eso era lo que yo veía desde la rendija, complicidad y también desconfianza, sospecha y temor. Era mucho, pero al mismo tiempo no era nada porque nada podía oir excepto un rumor casi estomacal, como un rechinar de vientre o de cañerías atascadas, de ronquidos amortiguados y persistentes, de aludes lejanos y terribles. ¿Qué significaba aquel baile de manos, aquella dulzura en el gesto o aquella amenaza? ¿Y aquel dedo erecto i aquella mano abierta o aquel puño cerrado? Sólo podía especular, estaban demasiado lejos de la rendija como para poder cazar siquiera una triste sílaba.

Eso sí, el disparo se oyó muy fuerte y claro, todo fue tan rápido que el sonido ganó a la luz. No vi como el hombre de la derecha sacaba de su bolsillo la pistola, ni como apuntaba, ni como disparaba. El estruendo fue seco, corto y rotundo y el otro cayó como un muñeco. La sangre y la extraordinaria parsimonia del asesino, su tranquilidad, su lentitud y su absoluta falta de emoción fueron definitivas. El segundo disparo también lo oí, me atravesó el ojo, el cerebro, y salió por detrás de mi cabeza para incrustarse en la pared del fondo, dejándome una rendija en el cráneo por donde brotaron con generosidad la sangre y la memoria.

sábado, 26 de julio de 2008

El peletero galáctico



27 Septiembre 2006

Las órbitas cercanas a la tierra se están llenando de telescópicos satélites que no paran un segundo de escudriñar el cielo, rastrearlo y barrerlo en todas las longitudes de onda posibles para confeccionar los más exhaustivos y detallados mapas celestes.

Según parece, el cielo que se encuentra encima de nuestras cabezas contiene una variedad enorme de objetos diversos, algunos de los cuales aun nos son absolutamente desconocidos. Desde brillantes y sencillas estrellas de la llamada secuencia principal como nuestro querido Sol, hasta los tenebrosos y paradigmáticos agujeros negros. Nuestros ojos perforan el cielo hasta el mismísimo principio de todo, en un curioso y sorprendente viaje en el tiempo. Siempre hacia atrás, directos al pasado que nos alumbró en un espectacular descorche de champaña.

Mientras tanto, las naves terrestres empiezan a surcar los cielos negros. Pocas son las que se han atrevido hasta ahora a aventurarse más allá de Plutón, con mensajes de buena voluntad para posibles encuentros con quién sabe quién. Abandonadas a su suerte, se alejan en este pozo perfecto como las botellas de un naufrago esperanzado o desesperado. Los cabos se han soltado y la noche las ha acogido.

Dentro de poco volveremos a la Luna, llenaremos nuestras órbitas más cercanas de turistas millonarios y pondremos el pie en el frío Marte. Pronto también volveremos a cartografiar el infierno de Venus, mientras de paso echamos una ojeada al misterioso y prometedor Titán, haciendo, eso sí, una pequeña escala en la helada Europa.

Entre nave y nave surcando el más allá, en la tierra vamos construyendo enormes cañones circulares, microscopios gigantes, cada vez más grandes y poderosos. En ellos bombardeamos partículas atómicas contra partículas atómicas, como si fuera una autopista llena de conductores suicidas. Las colisiones desgarran el tiempo y el espacio, y de los pedazos rotos, de su destello y de su eco, intentamos reconstruir su morfología y sus cualidades. Como buenos médicos forenses, abrimos la materia en canal a golpes de hacha y martillo. Después, pesamos y medimos los despojos. En ellos vemos de qué pasta están hechas las cosas y a través de la luz que desprende el polvo que cubre nuestras manos, pretendemos también ver qué cosas maravillosas hubo antes de que hubiera algo.

Esta es una aventura sin par, sin medida y sin fin.

El peletero “galáctico” pertenece al futuro, es un ser que aun no conocemos y que ni siquiera podemos vislumbrar. No sabemos nada de él, si sobrevivirá o no a mañana o a pasado mañana. Sólo la materia de la que están hechos los sueños le permitirá seguir adelante. Mientras continúe siendo fiel a ella, podrá, como hasta ahora, atravesar las nubes, cabalgar las estrellas y encaramarse hasta donde su alma lo lleve.

viernes, 25 de julio de 2008

El peletero familiar



“¡Es peor que un asesinato, es un error!”. Esta frase maravillosamente cínica, la pronunció sin rubor, el político francés Joseph Fouché a cuenta de un asesinato que ordenó ejecutar Napoleón Bonaparte.

Antiguo sacerdote, diputado en la Convención revolucionaria francesa que votó la guillotina para Luís XVI y su esposa Maria Antonieta. Comisionado como depurador de antirrevolucionarios a base de cortarles la cabeza o simplemente cañoneándolos en masa para ir más rápido. Jefe de policía, conspirador, diplomático, republicano, monárquico. Ayudó a dictadores, depuso a emperadores y coronó a reyes. Fue imprescindible para todos aquellos que querían ejercer el poder con seguridad y eficacia. Todos le necesitaron y todos dependieron de él hasta extremos tan peligrosos, que incluso su propia seguridad era amenazada.

Así nos lo cuenta Stephan Zweig, con su prosa tan suave, clara y precisa. Zweig era un narrador delicioso, el texto fluye como una brisa limpia y fresca en una atmósfera transparente y brillante. Exacto, inteligente y sencillo. Así nos narra la vida de un monstruo al que todos temían y necesitaban. A todos ellos sobrevivió y a todos les dio lo que deseaban y de todos ellos consiguió lo que quería.

Joseph Fouché, paradigma de político arribista, sin entrañas ni escrúpulos, cínico y malvado, amaba con una excelsa ternura a su mujer y a sus hijos. Ellos eran la razón de su existencia. Jamás los abandonó, siempre los protegió del horror de la vida. Los quiso con fervor y delicadeza, ellos siempre fueron su retaguardia donde descansaba y reponía fuerzas. En ellos se reconfortaba y en ellos se reconocía. Él, temido y odiado por todos. Él, que almacenaba en su conciencia, miles de muertos. Él, que como jefe de policía, conocía los secretos y miserias de todos, la inmundicia de sus almas y de sus cloacas. Él, al que no le temblaba la mano cuando tenía que matar, hubiera dado su vida por su familia. Así era y así fue hasta el día que murió en su cama.

Para Mohandas Karamchand Gandhi, conocido como Mahatma Gandhi, su familia era la humanidad entera. Fue esa humanidad la que concentró todas sus fuerzas y capacidades, fue ella y no otra el acicate fundamental en su vida. En nombre de su pueblo hablaba al mundo entero. Icono universal de la no violencia, la resistencia pacífica y la paz, toda su vida fue un combate duro y difícil en la defensa de estos ideales. La lucha que mantuvo para conseguir la independencia de la India de la Corona Británica también fue ardua y comprometida. Muchos kilómetros andó y muchas huelgas de hambre realizó, dentro o fuera de las cárceles en las que le encerraron. En 1942, estando en una de ellas, le comunicaron la muerte de su esposa. Prometidos ambos en edad muy temprana, Gandhi llegó a enamorarse tan apasionadamente que abandonó a su padre moribundo y agonizante, para acostarse con ella. Ésta falta no debe manchar toda una vida dedicada a la paz y a los beneficios morales que indudablemente conlleva la no guerra. Mahatma Gandhi llevó a tal extremo este principio, que llegó incluso a aconsejar a los británicos la pasividad y la no beligerancia frente a las tropas nazis que acababan de derrotarles en los campos de Francia y estaban a punto de invadirles. Los ciudadanos de Gran Bretaña no le hicieron caso; en cambio, el pueblo judío, de forma inconsciente, involuntaria y fatal, se enfrentó al horror con la pasividad que Gandhi reclamaba.

Sin esperanzas de poder desarrollar la abogacía en la India, decidió emigrar a Sudáfrica, otra colonia británica. En ella inició sus actividades políticas, reivindicando la dignidad y los derechos que merecían los hindúes que allí vivían. La laboriosidad de la comunidad hindú, sus buenas costumbres, educación y la formación que les otorgaba pertenecer a una civilización exquisita y milenaria, Gandhi los contraponía a la indolencia y pereza del hombre negro sudafricano, sólo preocupado -según su parecer- en tener muchas mujeres que trabajasen para él.

Años después regresó a la India, la recorrió a pie, en tren o en automóvil. Entre huelgas de hambre, proclamas políticas y matanzas de unos y de otros, el país se le rompió en dos. Mientras tanto, sus hijos veían crecer en ellos un rencor por el padre nunca presente, atento a nobles causas, sometido a grandes deberes, destinado a importantes misiones, pero siempre ausente de casa. El padre no lo era sólo de sus propios hijos, sino de todos. Ellos debían comprender lo insignificantes que eran frente al mundo entero. Para Joseph Fouché lo que era insignificante era este mundo que tanto amaba el Mahatma.

Gandhi como Jesús, después de allanarnos el camino con sus humildes zapatillas, murió también asesinado. Sus familias les lloraron, abrumados por la enormidad de sus figuras que ya nadie se atreve a juzgar. A sus madres, a sus hijos, a sus hermanos, sólo les quedó reverenciarlos como luego harían millones de personas.

Hitler sólo amó a su perro, la enorme tarea que tenía por delante tampoco le permitía más.

miércoles, 23 de julio de 2008

El peletero escapado



20 Septiembre 2006

Recuerdo el principio: un Lancia Aurelia sport B24 recorriendo a toda velocidad las calles absolutamente vacías de Roma, un 15 de agosto en alguno de los primeros años sesenta del siglo pasado. Lo conduce Bruno Cortona, un hombre de mediana edad, ansioso por encontrar un estanco abierto y un teléfono público.

Pleno Ferragosto, al deportivo de Bruno le chirrían las ruedas mientras atraviesa veloz una Roma abandonada. Todas las rejas están echadas y todas las puertas cerradas, mientras tanto, el sol ilumina cruel todos los rincones, obligando a las ratas y a los gatos a esconderse debajo de algún adoquín.

Mas tarde, Bruno Cortona se encuentra con Roberto Mariani, joven y tímido estudiante, que solo y aburrido, se halla en su apartamento romano preparando sus exámenes. La fatalidad los une y la fatalidad los lleva a emprender, también como los demás, la huida.

El resto lo recuerdo confuso, deshilachado. Una playa llena de bañistas. El mar, alguna radio emitiendo canciones del verano: “Saint Tropez Twist” de Peppino di Capri. “Guarda come dondolo” de Edoardo Vianello. Una ex esposa y una casi ex hija. Y llenándolo todo, las palabras de Bruno, un manantial inagotable, una lluvia torrencial. Y entre ellas, aprisionado entre cada sílaba, entre cada letra, el pobre Roberto y su indecisión y rubor.

Recuerdo también el final. Una carretera estrecha llena de curvas y el bello Lancia sorteando imprudentemente automóviles y camiones. Tras uno de ellos la muerte. La muerte de Roberto y la mirada ciega de Bruno mirando como se llevan el cadáver y el Lancia.

Sólo el suicidio de Steiner y la muerte de sus hijos por su propia mano, en “La dolce vita” me sorprendieron tanto como esta muerte de Roberto en “Il sorpasso”.

Steiner, amigo de Marcello, intelectual, hombre culto, refinado, al que le place y consuela oír sonidos grabados de la naturaleza, como el viento o la lluvia. Steiner, músico que se deleita interpretando a Bach en una iglesia vacía, sólo para sus oídos delicados. Steiner, hombre sabio, que sólo sabe responder a las preguntas que lo atormentan matando a sus hijos y luego matándose él. Pobre Marcello, se siente algo culpable, piensa que tal vez lo podía haber evitado.

En cambio, Bruno no siente nada todavía, sólo sabe ir rápido en su automóvil y en su vida sólo sabe desear estar en otra parte. ¿Cómo es que ahora, maldita sea, alguien le está pidiendo que se quede y haga algo más?, ¿no saben que tiene prisa?

martes, 22 de julio de 2008

El peletero velazquiano



16 Septiembre 2006

La biblioteca de Rodríguez de Silva Velázquez, “Velázquez” estaba casi sólo compuesta de libros científicos y técnicos. También habían estados de cuentas, relaciones de cosas, inventarios. Nada de o sobre, arte o pintura. Tampoco dejó escrito ningún epistolario o diario donde poder encontrar y saber lo que pensaba sobre las cosas y las personas que poblaron su vida. De él sólo tenemos apuntes biográficos y su obra. Su familia, esposa, hijos y amigos, siempre fueron sombras apagadas en una habitación a oscuras. Nada sabemos de él.

El gesto de su mano, la luz de sus ojos, el color del aire que respiraba, la mancha de óleo, son todos ellos magros restos de alguien que mantuvo silencio. De alguien que siempre consideró que era mejor callar sobre aquello de lo que no se puede hablar. Nosotros, también respetaremos la dignidad de esa página en blanco y nos conformaremos, que es mucho, con lo que sus ojos vieron y sus manos pintaron.

Los niños son personas enteras, acabadas y terminadas. Completas, no les falta ni les sobra nada. No son ningún proyecto. Son todo lo que pueden ser, que es tanto como lo que se puede ser a cualquier edad.

El Infante Felipe Próspero, hijo de Felipe IV y de Mariana de Austria, tenía que ser Rey.
Nació el 28 de noviembre de 1657 y murió el 1 de noviembre de 1661. Apenas cuatro años de vida, enfermo de epilepsia. Velázquez lo retrató en 1659, cuando sólo tenía dos. Fue uno de sus últimos trabajos, por no decir el último. No sobrevivió a su joven modelo, el pintor murió el 6 de agosto de 1660.

Felipe IV tuvo once hijos, uno murió de joven y ocho en la misma infancia. Sólo dos llegaron a adultos. Uno de ellos fue el futuro Rey de España, Carlos II, nacido pocos días más tarde de la muerte de su hermano Felipe Próspero.

Unos meses después del alumbramiento de este hijo que tenía que ser próspero, el 4 de marzo de 1658 y para celebrar tal acontecimiento, se estrena en el Palacio de la Zarzuela, “El laurel de Apolo”, primera parte de “El golfo de las sirenas”, obra teatral y musical -una zarzuela- de Calderón, inspirada en la “Odisea” de Homero. Estas primeras zarzuelas eran puro divertimento, no pretendían ser otra cosa que un alegre pasatiempo. Y con ese espíritu triunfal que otorga el “laurel”, símbolo de la Victoria, se daba la bienvenida a un futuro Rey.

Velázquez no esperó al futuro para retratar al niño. Con su delantal blanco repleto de amuletos para alejar las enfermedades y el mal de ojo. Con su corto pelo rubio, con su mano derecha apoyada en el respaldo de una silla. Con su vestido principesco de tonos rojos y con la sola compañía de un perro de mirada melancólica, Velázquez pinta la ternura y el desamparo que el tiempo nos regala, en la figura de un niño que como él, pronto morirá.

lunes, 21 de julio de 2008

El peletero payaso



13 Septiembre 2006

Andaba cuatro pasos con aquellos enormes zapatones, tropezaba y caía. Su redonda nariz roja chocaba de mala manera contra el suelo. Sus pelos color fuego se despeinaban aun más. Se levantaba y vuelta a empezar. Así, innumerables veces. El público no podía parar de reír. ¿Por qué lo hacían? Nuestro futuro peletero no entendía que pudieran reírse de alguien que tropieza y cae. El payaso lloraba de una manera extraña, sin lágrimas y muchos gemidos o con un torrente de ellas y con silencio. El público seguía riendo. ¿Por qué ríen cuando él llora?

Pasaron los años y nuestro peletero entendió la clave del juego, aunque él nunca se rió de verdad, pero fingió hacerlo para no desentonar. En carnaval siempre se disfrazaba de payaso esperando una extraña oportunidad. ¿Cuál?, ni él lo sabía, pero esperaba paciente. Cuando se presente sabré que es ella, se decía a sí mismo. En los cumpleaños también se disfrazaba de payaso y hacía reír a los niños y a sus padres. Aun le costaba entender aquellas risas y que un personaje tan grotesco como él, con un vestido tan absurdo y un maquillaje tan esperpéntico las pudiera provocar. Pero así era. En los fines de semana y en las horas libres que podía arrancar a su principal obligación de peletero, fue especializándose también en animador de fiestas infantiles.

Hasta que un día, un niño no sólo no rió sino que rompió a llorar entre temblores. Él intentó calmarle, tranquilizarlo, pero todo era en vano. Las caídas fueron más brutales, los tropezones más espectaculares y los gemidos más chillones. Nada dio resultado, el niño seguía llorando y temblando de miedo. Nuestro peletero payaso entendió que aquella era la oportunidad que tanto tiempo llevaba esperando, de golpe se le había revelado cual era el auténtico sentido de un payaso. Nuestro peletero siguió actuando con más énfasis, ahora sí que le ponía pasión a su actuación. Este primer día fue uno, pero al siguiente consiguió que fueran dos, al otro tres, cuatro, cinco, hasta que un día los padres lo echaron, también temblorosos y temerosos como sus hijos. Un payaso que hace llorar, un payaso que da miedo, no puede ser, se decían.

Sí que puede ser, pensó él, ya veréis como sí. El sabía que lo contrario de la risa no es exactamente el miedo, la tristeza sí, pero no el temor a sufrir un daño o a perder la propia vida. Sin embargo, para reír con tranquilidad y con alguien, se requiere la paz y la seguridad que ella conlleva. Incluso para reírse de alguien, para burlarse de él se necesita la superioridad que el poder tiránico otorga. Alguien apenado no reirá, pero a alguien atemorizado se le congelará la risa en la boca.

Su mala fama creció hasta el punto que ya nadie quería contratarle en las fiestas de aniversario de sus hijos. Tuvo que abandonar su modesta vocación dramática. Ni siquiera un tímido intento de actuar para público adulto tuvo éxito. Los espectadores abandonaron el anfiteatro atemorizados y descompuestos. Los pocos críticos que vieron su fracasada representación no supieron explicar la sensación de auténtica amenaza que a partir de aquel momento se cernía sobre ellos.

Tuvo que desistir, como es normal nadie quería sentir auténtico miedo. Incluso hubo quien lo denunció por amenazas, pero el arte es un saco donde todo cabe, incluso…

Pero nunca nada malo ocurrió. Nuestro pobre peletero payaso tuvo que renunciar frustrado al noble arte de atemorizar y apesadumbrar. Guardó su peluca, su nariz roja, sus zapatones, sus pinturas para el maquillaje, sus enormes pantalones. Todo su ajuar quedó encerrado en un baúl y con él las esperanzas que se había forjado de dar alma a este ser del que todo el mundo huía. Este fracaso vital y artístico lo trastornó de tal manera que no sólo le cambió el ánimo, su rostro también se transformó. El rictus, las arrugas, las proporciones, la mirada, todo su perfil mudó, incluso lo hicieron también sus manos y el color de su piel. De un pálido casi blanco en la frente a un azul oscuro en los ojos y a un rojo sangre en los labios. Su descuidado atuendo no ayudó. Nadie deseaba su compañía, todos se apartaban de él. Tuvo que cerrar la peletería y acostumbrarse a vivir con penurias cada vez mayores. De la caridad pública consiguió chaquetas a cuadros cuatro tallas más grandes, zapatos rojos y enormes, y pantalones que tenía que anudar con una simple cuerda. Empezó a beber y después de cada borrachera su nariz era más roja y sus cabellos estaban más despeinados.

Ni siquiera el ataúd fue de su talla cuando lo enterraron después de encontrarlo muerto en una esquina de una calle entre basuras. Alguien sin miedo o de otro mundo le había dado una paliza de la que no pudo sobrevivir. Su aspecto no resultó peor que cuando estaba vivo. En una fosa común descansa, esperemos que los muertos que lo acompañan no huyan despavoridos.

domingo, 20 de julio de 2008

El peletero piel roja



9 de septiembre de 2006

Uno de los tormentos clásicos que inflingían los apaches chiricahua a sus enemigos, blancos o rojos, era atarlos panza arriba mirando el sol con los párpados cortados.

Los Lacota, conocidos popularmente como Sioux, se lanzaban al ataque profiriendo amenazas sodomitas.

En “Meridiano de Sangre” de Cormac McCarthy, el grupo Glanton que se dedica, a cambio de unos dólares por cabeza, a matar “salvajes” por encargo de las autoridades, sigue después con mejicanos cuando ya no encuentra más indios a quien arrancarles la caballera. Una vez muertos todos nos parecemos.

George Catlin y Karl Bodmer, entre muchos otros, pintaron con una magnífica precisión y delicadeza al nativo norteamericano. A éste le gustaba verse retratado de tan buena manera por estos medio-artistas, medio-antropólogos y medio-exploradores. Sus pinturas son de un encanto naif genuino y el detalle que en ellas se muestra delatan el buen ojo del naturalista para transcribir a los demás la realidad. A nuestro peletero piel roja le hubiese gustado ser uno de ellos, recorrer con sus telas y pinceles la frontera, en busca de diamantes en bruto para retratarlos con curiosidad y respeto.

El mundo que ellos vieron ya no existe.

La cultura de las praderas de Norteamérica nace con la llegada de los caballos que traen los españoles. Estos seres de otro mundo, vestidos de metal, enloquecidos por el oro y con cruces colgando del cuello, cabalgan una enorme bestia que viaja como el viento. En esta ocasión el indio americano ve en este animal algo más que carne para comer y no lo extermina como miles de años antes había hecho con el caballo aborigen. Tal vez, al ver a los intrusos que creen ser dueños de todo, a lomos de este perro gigante, los imitan y aprenden también a montarlo. La libertad de movimientos y el largo recorrido que la monta de este animal les permite, cambiará la historia de estas praderas interminables. Aunque continuarán poco habitadas, dejarán de ser casi un desierto de hierbas mecidas por la brisa o zarandeadas por la tormenta. El indio también irá a buscar su oro en forma de un ser fantástico llamado bisonte. Los cazarán a flechazos, uno a uno, no regalando nada a los buitres y también los matarán a cientos, despeñándolos por barrancos o haciéndoles caer en trampas, unos encima de otros, aplastando y asfixiando a los de abajo, dejando la pradera teñida de sangre y sembrada de cadáveres para, esta vez sí, festín de los carroñeros. Que nadie suponga, como lo hacen los ecologistas de pacotilla, que sólo mataban lo que necesitaban. Ellos, como todos, procuraban que el trabajo fuese fácil y despeñar bisontes lo es mucho más que cazarlos uno a uno.

Los comanches, de habla uto azteca, fueron los primeros en recorrer estos espacios enormes. Ellos dieron ejemplo a los que llegaron después, y junto con las tribus seminómadas y agricultoras del Missouri, como los Mandan, Hidatsa y Arikara, impusieron un modelo económico y estético que fue imitado y adaptado por todos los demás pueblos que como ríos desembocaron en estas planicies. Para ellos la pradera fue también un “El Dorado” y una hermosa epopeya. En ella se establecieron alianzas y se entablaron guerras. Unos llegaron primero y otros después, queriendo los recién llegados tener también su lugar en el Sol. Y luego aun llegaron más todavía, empujando a los anteriores. Había algo en el lejano Este que se movía con la fuerza del huracán. Nadie se le podía resistir. Nada podía evitar su avance hacia poniente. Tribus enteras tuvieron que desplazarse, desplazando a su vez a otras. En este envite dieron lo mejor de sí. Cuando la distancia del tiempo lo permita, alguien deberá contar y cantar su leyenda y a sus héroes. Sólo el día que su historia se convierta en mito les habremos hecho justicia.

La cultura de las praderas fue efímera, ni siquiera llegó a doscientos años. No pudo sobrevivir más tiempo al empuje de la enorme ola migratoria que había desembarcando en las orillas del Atlántico. Su vida fue corta, pero su esplendor llega hasta nuestros días. La estampa de un indio americano de las praderas montando a pelo un caballo semisalvaje, con su tocado de plumas, sus pinturas de guerra y sus armas, en medio de una pradera inmensa, es insuperable. Ningún rey, ni reina, ni ave del paraíso han sido jamás rivales para disputarle la primacía.

Dueños y señores de todos los caminos, fueron a donde quisieron. Bajo el cielo y su terrible manto desafiaron a los hombres, al viento y a las bestias y sólo el tiempo los derrotó.

De Tashunka Witko (Caballo Loco), jefe de guerra de los Oglala, no existe ninguna fotografía fidedigna, sólo relatos más o menos fieles de retazos de su vida arriesgada y de su muerte violenta, triste y valiente. Nadie lo fotografió, nadie lo pintó, pero alguien nos narró lo que debía ser contado.

sábado, 19 de julio de 2008

El peletero agradecido/Liberatore



6 de septiembre de 2006

Gaetano Liberatore, llamado Tanino Liberatore, es hijo de esta Europa rara, vieja y perezosa, incómoda consigo misma. Una Europa nihilista y enferma tanto del complejo de Estocolmo como del complejo de Peter Pan. De esta Europa que llama a los automóviles, motocicletas de cuatro ruedas y a las motocicletas, automóviles de dos ruedas.

Tanino Liberatore es un okupa. Okupa las viñetas de sus cómics con el ánimo atormentado del que lleva un arma encima, dispuesto a usarla si es necesario, sin perder jamás su cínica sonrisa de ciberfreak. Sus protagonistas son niños, seres deformes y robots o artistas conceptuales que consideran la cima del Arte el hecho de estrellarse con su automóvil con ellos dentro. Ballard ya nos lo describió con magnífico detalle en su espeluznante “Crash”.

Es la estética del Spray, “del caballo”, de la fornicación metálica, de la pantalla de rayos catódicos y de la chatarra en medio de la carretera mientras oímos desde el suelo y tapados con una manta, la sirena de las ambulancias. Tanino Liberatore nos enseña sus tatuajes y sus escarificaciones, las prótesis y sus miembros amputados. Es la ética de la fotocopia y la de la máquina estropeada. Una metáfora “heavy” de la parte oscura de nuestra época.

Lubna es una niña púber, capaz de arrancarle la cabeza de un mordisco a quien haga falta. Ella es la dueña de Ran Xerox, un robot musculado de perfecta apariencia humana, de labios azules y gafas de nadador. Su extrema violencia y la devoción incondicional por su dueña son los ejes fundamentales de su bien programado software. Ran depende de Lubna y la sirve como toda buena máquina sirve a su dueño, mejor que un perro y mucho mejor que un amigo. Siempre que puede, le lleva a su dueña -gran consumidora de toda clase de productos químicos- un buen surtido de las mejores drogas. Y obediente como es, fornica con ella cada vez que se lo pide como si fuera una batidora licuando metralla.

La técnica de Liberatore es excelente, precisa, el dibujo poderoso y los colores son de neón, instrumentos al servicio de sus venenosas historias con gángsteres adolescentes que coleccionan muertos y arte banal. Todo ello en una Roma donde las autopistas sobrevuelan sus siete colinas.

Ran puede perder la tapa de sus sesos y colocarse en su lugar el culo de una olla a presión y quedarse tan ancho, sin duda es una ventaja que nosotros no tenemos. ¿Verdad o mentira?

viernes, 18 de julio de 2008

El peletero cazador



4 de septiembre de 2006

La colonización de nuevas tierras siempre tuvo un interés mercantil para los países colonizadores, como no podía ser de otra manera, El comercio de bienes y productos nativos a cambio de algo o de casi nada, espoleó a el interés, la necesidad, la ambición de muchos y la codicia de otros. No podía ser de otra manera. En muchas ocasiones incluso, ha habido gentes de todas las civilizaciones, que han considerado el robo como una honesta manera de comercio a coste cero. Donde hay comercio por desgracia siempre hay piratería en sus múltiples variantes, sea marítima o terrestre, sea de Estado o de particulares. Sin embargo, si algo es el comercio es intercambio, conocimiento y descubrimiento y no un eufemismo de expolio y robo.

La historia del Canadá es también la historia de una empresa comercial, donde un Estado, en este caso la Corona británica cede su soberanía a una empresa privada, que domina un territorio, llegando incluso a tener ejército propio.

Company” se fundó en 1670 bajo el reinado de Carlos II que le otorgó la posesión de dicha bahía y de todos los territorios que se hallasen al Este de ella. Su historia llega hasta nuestros días convertida y reciclada en una importante empresa de distribución, incolora, inodora e insípida y con numerosas tiendas por todo el Canadá, país al que sólo le falta haber inventado el reloj de cuco para ser perfecto.
El primer objetivo de la Compañía era el de regular y desarrollar el comercio de pieles. Para ello llegó a establecer más de cien “fuertes” a lo largo del país que servían de oficinas y de almacenes de aprovisionamiento y de recogida de las pieles que los numerosos tramperos y cazadores a sueldo les traían. En estas postas también se realizaba una preselección antes de poner las partidas de pieles en pública subasta. La primera de ellas tuvo lugar en Londres en el año 1671. La compañía de la bahía de Hudson hubo de competir con otras compañías rivales, con aquellas que crearon los franceses y también con los numerosos comerciantes independientes que traficaban directamente con los mismos nativos, comprándoles las pieles a cambio de…, un peine, por ejemplo.

El rey de este mercado fue el castor, “genus castor”. Inteligente y laborioso roedor que aparte de ser interesante para el peletero, también lo era para fabricar fieltro para sombreros. Su glándula sexual “castoreum”, contiene ácido acetilsalicílico. En la antigüedad era usado contra la epilepsia, la fiebre y la histeria y mucho más tarde en la homeopatía. También fue muy buscado para satisfacer la demanda de la industria perfumera. Si hace doscientos años se encontraba en toda Europa y ahora sólo en algún país nórdico, en Norteamérica también se vio obligado a retroceder inexorablemente hacia el Norte. Su caza fue exhaustiva y extensiva, sin contemplaciones y sin reparos de ninguna clase. La demanda era insaciable y la oferta estaba satisfecha de poderla servir.

Hoy en día el comercio del castor y de algunos otros animales se sigue realizando bajo el amparo de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Flora y Fauna Silvestres (CITES). Los actuales nativos siguen siendo los protagonistas principales de esta actividad que ya ahora es sostenible y que en ningún caso desean que se acabe.

El castor, sin embargo, ha dejado de ser el rey. La lana de su piel, de una sedosidad extraordinaria, ha cedido el lugar preeminente al visón, magnífico mustélido que tolera perfectamente ser criado en cautividad. La industria perfumera y de cosméticos, así como la de alimentos para mascotas, como, por supuesto, también la peletera, no han desaprovechado esta oportunidad. El consumidor tampoco, ni los perros y gatos de nuestras casas que tan bien alimentados están.

Esta es la historia.

jueves, 17 de julio de 2008

El peletero stendhaliano



26 de agosto de 2006

En las primeras páginas de “La Cartuja de Parma” se narra la entrada de Napoleón y de sus tropas en Milán con el antiguo espíritu de los héroes clásicos. Las pocas líneas que describen el acontecimiento rebosan entusiasmo juvenil, belleza épica y esperanza en el futuro. Años más tarde, y con este mismo ánimo, Fabrizio del Dongo, un joven aristócrata milanés, recién destetado por su madre, decide abandonar su casa en el lago de Como, atravesar toda Francia, e intentar unirse a las tropas de Napoleón que están a punto de entablar y perder la que será su última apuesta. Fabrizio llegará tarde a la llanura belga de Waterloo, la batalla ya habrá empezado, y el pobre muchacho sólo podrá deambular por sus alrededores intentando hacerse una idea de lo que está sucediendo. Estas páginas son una de las cumbres de la literatura universal y tienen tanta fuerza que son casi independientes del resto de la novela.

La frustración del protagonista por no llegar a tiempo y su cómico y ridículo ir i venir por las afueras de la batalla, oyendo sólo los cañonazos y disparos y entreviendo más mal que bien a los soldados, la humareda y el fragor del combate, son una paradoja y un preludio de la modernidad. Tan cerca y tan lejos. Como en el mito de la Caverna de Platón sólo vemos las sombras de lo que suponemos es la realidad.

Por más que lo intentamos nunca lo conseguimos. Como en el mito de Sísifo, al llegar a la cima de la montaña, la enorme piedra redonda que con enorme esfuerzo hemos transportado hasta lo más alto, se nos cae por la ladera opuesta, llega rodando a su falda y vuelta a empezar. No cesamos nunca de empujar la piedra montaña arriba para que al final, una vez conseguido nuestro propósito, resbale la enorme masa y caiga hasta la base de la montaña. Así toda la eternidad.

Julian Sorel, el protagonista de “El Rojo y el Negro”, también es un arquetipo moderno. Pobre sin remisión, condenado incluso antes de nacer a una existencia miserable en una ciudad de provincias francesa, consigue gracias a sus capacidades y también con hipocresías y artificios abrirse camino y labrarse un futuro a través de las incipientes oportunidades que los nuevos tiempos le ofrecen.

Ambos, Julian y Fabrizio, aunque diferentes en sus orígenes, personalidad y necesidades, son también actores, culpables y víctimas en un drama que se convierte en un fin en sí mismo y se democratiza a una gran velocidad. Todo el mundo quiere entrar en él y jugar a ganar y perder. Los nuevos tiempos lo permiten y nadie quiere quedarse fuera. A este drama lo llamaron Amor los antiguos, y los modernos no lo cambiaron ni lo cambiarán. Julian y Fabrizio enamoran y se enamoran, sufren y hacen sufrir. Por amor prosperan y por amor los encarcelan.

El amor de Julian y Fabrizio está al alcance de cualquiera. Es una facultad del ánimo a la que todos tienen derecho a bien o mal usar. Está en el aire, todos pueden llegar a él sin condiciones ni requisitos previos. Tampoco se necesitan antecedentes. Todo el mundo puede amar y ser amado.

A nuestro peletero le gusta releer las primeras páginas de “La Cartuja de Parma”, con ellas se le enciende el ánimo, se le despierta el buen humor y la vida le parece más interesante. Le place el entusiasmo loco y el amor apasionado. Pero también le gusta releer “El Rojo y el Negro” y comprobar las similitudes que tienen sus primeras páginas con “A sangre fría” y su pormenorizada y gélida descripción de la ciudad de provincias. Le gusta esta relación detallada, documental, nada épica, histórica, geográfica, urbanística, social y económica. Se encuentra a gusto en esta primera frialdad descriptiva sin amor. Éste, vendrá más tarde con toda su fuerza. Nadie puede permanecer impasible ante su poder.

Mientras corta sus pieles, nuestro peletero recuerda a Julian Sorel, encarcelado y condenado a muerte, reconocer finalmente que aquella a quien amó de verdad fue aquella a quien abandonó.

miércoles, 16 de julio de 2008

El peletero desmemoriado



22 de agosto de 2006

El peletero desmemoriado tiene ochenta y ocho años, Alzheimer y la sonrisa más hermosa del mundo.

Hace unos cuantos años su modesto y floreciente negocio de peletería se desmoronó, se vino abajo y se arruinó. Salvó lo que pudo hasta que no se acordó de salvar más.

Cuando era joven los pelos de sus pieles se le incrustaban entre el dedo y la uña y su hijo mayor se los quitaba con lupa y pinzas.

Unos años antes, cuando aun se parecía a Clark Gable, y después de treinta i tres meses de servicio militar obligatorio, en la España de la posguerra, se casó con una jovencita que se parecía a Vivien Leigh y que ahora, con ochenta y seis años aun se sigue pareciendo a la bella actriz norteamericana.

Cuando era todavía más joven y hacía poco que había dejado atrás la pubertad, se vio obligado a hacerse soldado de la República Española y salir a campo abierto a defenderla del fascismo con su propia vida, que por suerte pudo conservar intacta.

Más joven aun, acabada la niñez, tuvo que dejar la casa familiar de campesinos pobres, irse a la gran ciudad, ponerse a trabajar y aprender a vivir solo.

Todavía niño, tuvo que sufrir y soportar las bofetadas de su primo, maestro de escuela, que le enseñaba a leer y a escribir. El dolor de los golpes sólo desaparecía con las caricias de Carmen, su madre.

Antes de nacer, incluso antes de ser concebido por sus padres, debieron ocurrirle otras cosas importantes, tal vez buenas o tal vez no. Ahora, con sus ochenta y ocho años, se las guarda para sí, te mira con sus ojos grises, permanece en silencio como ha hecho en los últimos años y sonríe con la sonrisa más hermosa del mundo. Cuando él crea que es el momento adecuado, ya nos las contará. A nosotros sólo nos cabe guardar silencio como él.

martes, 15 de julio de 2008

El peletero educado



3 de agosto de 2006

El peletero educado opina que la buena educación es necesaria para ir por la vida, te abre puertas, te allana el camino y, si la acompañas con una sonrisa, mejora tu vida social y a veces incluso la sexual, aunque sólo a veces. En otras ocasiones incomoda, impone barreras y marca distancias, aleja a las personas y a los cuerpos y te acabas convirtiendo en un solitario involuntario.

El peletero educado piensa que la buena educación es también una hermosa expresión de la buena voluntad y la buena predisposición hacía los demás y hacia uno mismo. Del respeto y la estima que los otros y tú mismo os merecéis.

El peletero educado estaba convencido de todo ello, de las enormes ventajas y virtudes que la buena educación representaba, así como también de esos peligros que todo lo bueno contiene.

El peletero educado estaba convencido y lo llevaba a la práctica, arriesgándose en lo necesario y totalmente seguro de la bondad de su actitud.

No tardó en obtener beneficios y ventajas y alguna que otra mirada suspicaz también. Pero el saldo era extraordinariamente positivo. No sólo llegó a ser querido si no también necesario. En su reducido entorno se convirtió en un nexo, un camino, un puente entre dos orillas. En un facilitador, las cosas eran más fáciles si él estaba allí, ayudaba con su sonrisa y su “por favor” a la solución de problemas reales y también imaginarios.

Los imaginarios eran los más difíciles, sin duda, y también los más abundantes. A un problema imaginario había que proponer una solución no sólo imaginativa sino también imaginaria y en estos casos no siempre bastaba una sonrisa educada. Hacía falta violentar algo, el lenguaje o incluso la misma realidad. Naturalmente esto último es imposible y lo primero muchas veces insuficiente.

Aquí empezó a cosechar sus primeros fracasos y a recibir sus primeras bofetadas en forma de desprecios y desplantes. Nadie aceptaba sus derrotas, una percepción que para ellos les hacía suponer que eran promesas incumplidas, infidelidades y traiciones.

Sus éxitos disminuían y sus fracasos aumentaban tanto como la envidia que producía su bienestar y su alegría ordenada, serena y educada.

En un determinado momento pasó un ecuador invisible y a su alrededor se fue produciendo un vacío abisal. Infranqueable. Al puente se le hundió uno de los pilares y el resto se vino abajo. La fuerza de las aguas se lo llevó todo por delante y él se fue con ellas.

Y así, medio ahogado, llegó al mar. Y allí sigue, entre peces que no le dirigen la palabra, no tienen párpados, ni sonríen nunca.

lunes, 14 de julio de 2008

El peletero simulador



24 de julio de 2006

Los niños cuando juegan simulan y aprenden. El original de los billetes de banco no es un billete como tal y tampoco es exactamente un original, su valor de cambio es nulo. Sin embargo, todos sus millones de copias valen lo que el billete dice que vale y con ellas se puede ir por el mundo.

Hay autores que consideran que “si hay un bonito problema artístico, filosófico y absolutamente actual, ése es el del Original”. Consideran al Original una víctima de un perverso ser llamado Simulacro que lo sustituye y suplanta, naturalmente sin derecho a hacerlo. No sabemos, ni nadie nos lo cuenta, quién tiene el derecho a negarle el derecho a suplantarlo, o dicho al revés, quien le otorga el derecho al Original a no ser suplantado. Tal vez lo dice la ley.

El problema del bonito problema artístico y filosófico es que no es un problema, sólo es un seudo-problema, un falso problema, aquello que gustaba tanto a los bizantinos como gusta tanto ahora a los cursis. Tal vez sólo sea un problema legal.

El sarcasmo por mi parte también es un simulacro de otros sarcasmos parecidos. Y se desarrolla de la siguiente manera: como peletero formo parte del mundo de la moda y mi propensión mimética, simuladora y plagiadora es irrefrenable. Y como nieto de croupier mi propensión al engaño a favor de la banca es consecuencia de una naturaleza hipócrita y cínica. Estamos completamente vendidos al poder y besamos los pies de quien nos paga. Vendemos sucedáneos a precio de originales. Simulamos serlo (originales) y engañamos a la mayoría que plácidamente se deja engañar.

En “Los siete pilares de la Sabiduría” de T.E. Lawrence, en una de las interminables y múltiples comidas a las que es invitado por parte de la aristocracia beduina en sus amplias y hermosas tiendas, a cada uno de los comensales se le pide que explique una historia ocurrente, graciosa, un “chiste” incluso. Al pobre Lawrence no se le ocurre nada que contar, al final y como consecuencia de una buena capacidad de improvisación obsequia a todos sus compañeros con una imitación de cada uno de ellos, de su manera de hablar, de sus acentos peculiares, de su gestualidad, de su expresividad. La sorpresa de todos es mayúscula, en la cultura bedú no era nada habitual la caricatura. Después del primer desconcierto y silencio, estallan las carcajadas y Lawrence es querido un poco más por sus amigos.

T.E. Lawrence perdió en una estación de tren el original y único ejemplar de sus “siete pilares”. Alguien debió encontrarlos y quizás aun los conserva. O tal vez no, y los lanzó directamente al fuego. Sea como fuere ese no debió de representar para él ningún problema importante. Seguro que no, simplemente volvió a escribirlos, desde el primer “pilar” hasta el séptimo. Y se quedó tan tranquilo. Y para ello sólo usó la memoria.

Tan tranquilo como debería ser de tranquila su vida en Afganistán, simulando ser un soldado raso cuando en realidad era coronel. El que sí estaba nervioso era un teniente, la única persona que conocía la verdad, al tener que mandar fregar las letrinas a toda una gloria nacional. A Lawrence nunca le importaron estas minucias, él que había atravesado todo el desierto disfrazado de beduino.

viernes, 11 de julio de 2008

El peletero geógrafo



21 de julio de 2006

Desde el mar Caspio hasta el Turquestán chino, al pie de las montañas del Pamir, se halla la región llamada de Astrakán, donde se crían los carneros karakul, también llamados, naturalmente, carneros astrakán. Esta cría y sus rebaños llegan hasta el mismo Afganistán y el Turquestán ruso. Como afirma José Tapbioles en su Tratado de Peletería del año 1944: “el más apreciado de todos ellos es el persianer, que es de tamaño pequeño, bucle mediano y uniforme, apretado, sedoso y brillante y de cuero fino”.

A principios del siglo XX el gobierno alemán inició la cría de carneros karakul en sus colonias del Sudoeste africano, la Namibia actual, allí nació el Swakara, acrónimo de South West African Karakul. El éxito fue y es enorme. Su rizo es más plano, más largo, más estrecho y más elegante.

El pelo rizado en el carnero karakul apunta hacia la cabeza y no hacia la cola como en los demás animales. Eso significa que hay que confeccionar las pieles con la cabeza hacia abajo. Su extraordinario muaré obliga también a tener muy en cuenta el “acostillado” de sus rizos a la hora de hacer los cortes para las uniones entre piel y piel. Estos cortes tendrán que imitar las ondulaciones y hacerlos donde el rizo sea igual y no sólo parecido. La confección de una pieza de astrakán es el resultado de una larga sabiduría y buen gusto artesano.

No todo el mundo sabe hacer un abrigo de astrakán y no todo el mundo debe vestir una pieza de astrakán. Su sensibilidad tal vez no le permita soportar el hecho de que a las crías se las sacrifica a las pocas semanas de nacer. O su cuerpo quizás no sepa ni sabrá jamás moverse adecuadamente con un vestido de astrakán. Su peletero tendría que saber confesárselo con diplomacia, determinación y exactitud a su clienta.

El astrakán es raro, sus muarés, acostillados y ondulados siguen una trayectoria horizontal y la pieza normalmente tiene una arquitectura vertical. Su pelo no se deja prender, sólo acariciar. Su olor es sui géneris y su aspecto inconfundible. Por eso es fácil hacer imitaciones artificiales. En su virtud está su defecto.

El astrakán permite muchos, por no decir todos, los colores, incluso los más inverosímiles, pero el más clásico sin duda es el negro, que combinado con otras pieles puede dar resultados espectaculares, extravagantes o delicados

África del Sur, incluida en ella Namibia, es la esperanza de África, el modelo a seguir y a imitar. En cambio, toda la enorme región del Asia central, es un polvorín a punto de estallar, almacena en su interior un bien todavía mucho más preciado para los humanos que estos simpáticos carneros. También es de color negro y oleaginoso y se llama petróleo, pero esta es otra historia que no nos toca a nosotros contar.

jueves, 10 de julio de 2008

El peletero angelical



19 de julio de 2006

Salir de una pintura del Bosco, con sus infiernos, sus diablos y sus monstruos y penetrar en una de Boticelli, con sus dulces paisajes, sus ángeles y sus bellos dioses, no es una oportunidad que se le presente a cualquiera. A Marcello Rubini sí. Al final de “La dolce vita” un ángel lo llama desde la otra orilla de un pequeño y poco profundo meandro. Sólo tiene que mojarse ligeramente los pantalones, dejar atrás el monstruo surgido de las profundidades del océano, que ha estado contemplando tirado en la arena, moribundo ya, y acercarse al ángel que lo llama y que le habla y al que ya conoce. Sus simples palabras le redimirían. Su hermoso rostro le apaciguaría. Su delicado cuerpo le guiaría a través de nuevos senderos. Pero Marcello Rubini se hace el sordo y el pusilánime. Se incorpora con pesadez y se despide de él con una sonrisa indolente y triste para seguir a los diablos que lo han guiado a través de la noche.

El ángel de Marcello es una adolescente rubia que sirve comidas en un restaurante de playa. Marcello está intentando escribir mientras contempla el mar y oye una música de moda que suena en la radio. La arena casi le llega a los pies, pero un techo de cañas le protege del sol. El ángel quiere ser mecanógrafa y mientras prepara las mesas baila inocentemente al compás de la música. Marcello se maravilla mirándola, su encanto es más poderoso que el del mar. Mientras tanto, la página en la máquina de escribir permanece en blanco y la luz atraviesa, rota y a flechazos, el humilde techo de cañas.

Pasolini vivió y murió en una de esas playas, llenas de cobertizos, caminos, barracas, tenderetes, pinares a medio desaparecer y olor a spaghetti. Restaurantes ilegales, familias ruidosas y vendedores ambulantes de cualquier cosa que pueda ser comprada. Pasolini compró, vivió y murió en una de esas playas llenas de sol, arenas sucias y ángeles soñando con ser mecanógrafas.

La exuberante Sylvia que viste una fea capa de pésima piel blanca que no nos atrevemos ni a calificar, y que pasea por medio mundo sus deslumbrantes ubres, ha de rogar a Marcello que en plena madrugada romana le traiga un plato de leche para un pobre gatito vagabundo, tan romano como Marcello.

Roslyn Taber también ha de suplicar y rogar a Gay Langland que suelte los caballos que tan esfuerzo le ha costado capturar. En “The Misfits” no hay alternativa, o la naturaleza de la mujer o la otra. Roslyn siente como propio el sufrimiento de los hermosos animales, ella es tan vulnerable como ellos, y Gay ve como todo su mundo se desmorona, todo lo que él ha amado se termina y no hay alternativa excepto la compañía de una preciosa mujer. ¿Es ella su salvación?, o ¿es ella su condena? ¿Hemos llegado realmente al final? ¿Las hermosas planicies de Nevada, se van a quedar ahora más vacías? Pasolini lo sabe, pero no nos lo puede contar.

martes, 8 de julio de 2008

El peletero milagroso



17 de julio de 2006

Albert Einstein y Niels Bohr llevaron a cabo una de las más famosas polémicas de la historia de la ciencia. No pretendemos desarrollar aquí los detalles de la misma, pero sólo citaremos dos cosas: la famosa frase con la que Einstein resumía y defendía sus tesis y el resultado final de dicha polémica. La frase es extraordinariamente ingeniosa y compendia toda una línea de pensamiento: “Dios no juega a los dados”. El resultado final de la polémica fue la derrota más estrepitosa de Albert Einstein.

Efectivamente, Dios sí juega a los dados, lo que sucede es que no hace trampas.

En un pueblo de los Estados Unidos de Norteamérica, fronterizo con Canadá y en pleno invierno nos encontramos con dos fugitivos que han conseguido huir de la policía disfrazados de sacerdotes católicos. Al disfraz sólo le faltan los zapatos. Los dos pobres muchachos están muertos de frío, pisando la nieve con sus pies desnudos. En su huida entran en una Iglesia católica para resguardarse y descansar un rato. A uno de ellos se le ocurre, a pesar de las burlas del otro, arrodillarse frente la imagen de una Virgen y pedirle con todo el fervor y la fe que le es posible mostrar que tenga la bondad de darles dos pares de zapatos. No ocurre nada. Vuelve a insistir. De un rincón de la Iglesia aparece un cura con dos pares de zapatos y los utensilios de limpieza de zapatos. Sale de una habitación y entra en otra, no ha visto a nuestros fugitivos. Éstos, que sí han visto la escena, sigilosamente se dirigen a la puerta por donde se ha ido el limpiabotas clerical. Al rato salen con los dos pares de zapatos robados. Que quede claro, “robados”. Al salir al exterior, esta vez calzados, el fugitivo que le suplicaba a la Virgen se gira hacia ella y le da las gracias. Lo ves, tonto, le dice a su compañero incrédulo, cómo nos ha hecho caso.

En la historia del mundo hay muchas clases de milagros, personas que resucitan, paralíticos que andan, ciegos que ven, náufragos rescatados, pobres millonarios, pero no seremos tampoco nosotros quienes hagamos aquí una apología de todos ellos, pero sí diremos que a nuestro peletero milagroso los que le gustan son aquellos en los que interviene el azar, la casualidad, donde la realidad física no es violentada y donde caben tanto grandes milagros como pequeñas casualidades poéticas que adornan nuestros días al igual que las flores adornan un jardín.

(El relato de los dos fugitivos disfrazados de cura está extraído de la película “Nunca fuimos ángeles”, dirigida por Neil Jordan, con guión de David Mamet e interpretada por Robert de Niro y Sean Penn).

lunes, 7 de julio de 2008

El peletero selecto



15 de julio de 2006

Eran treinta y seis las pieles de visones escandinavos machos de color “diamante negro” que necesitaba para hacer el abrigo. Allí encima tenía cerca de quinientas. De entre todas ellas había de escoger las treinta y seis. No sería difícil. Cinco para cada manga, dos para el cuello y veinticuatro para el cuerpo. Cada una de ellas tenía alrededor de sesenta centímetros de largo, sin incluir cabeza, ni cola.

Tenía que confeccionar un abrigo de ciento veinte centímetros de largo, medidos en el centro de la espalda, dobladillo incluido. Ese largo significaba que tenía que realizar cincuenta cortes en cada piel del cuerpo. Alargar en cada corte un centímetro, excepto en la cabeza que serían de un centímetro y dos milímetros. En la cruz, de medio centímetro y en la culata, de un centímetro y medio.

Al peletero selecto lo que le gustaba era cortar a pulso, pero hacía años que no practicaba con la “cuchilla”. Ahora había máquinas que sustituían a las manos. El corte con ellas era perfecto, rápido y sin titubeos.

Pensaba hacer un abrigo recto con un cuello solapa. Sin cruzar y con poco vuelo. Las mangas sin puños y el forro de seda carmesí. La mujer era un poco menuda y quería un abrigo hasta los tobillos, sencillo y austero. El único adorno sería un cinturón de cuero también negro, muy largo y muy estrecho, para anudárselo y sentirlo aun más próximo en días de mucho frío.

Una mujer bonita, no muy alta y extraordinariamente alegre. Delgada, morena, pálida, pelo corto y cara pequeña. Buenos labios y poco pecho, el suficiente para la arquitectura del abrigo. Los ojos grandes y también negros. Hemos dicho que los ojos eran grandes y negros y no hemos añadido que eran bonitos porque no lo eran, aunque nadie se los veía porque siempre los ocultaba tras unas gafas de sol. La mujer era ciega y su desviada mirada desfiguraba todo su rostro y le robaba su personalidad. En cambio, con sus gafas era todo otra cosa, enigmática, interesante, secreta.

La clienta de nuestro peletero selecto era guionista y locutora en un programa radiofónico de escasa repercusión y nula popularidad. Su corta audiencia y poco éxito la fue trasladando y recluyendo a esquinas cada vez más difíciles de la parrilla radiofónica. Aprisionada entre grandes programas de éxito el suyo parecía empequeñecerse cada vez más. Desde aquel rincón del reloj hacía su trabajo para quien quisiera oírla. Cada vez eran tan pocos que la emisora estaba ya cavilando que además de ciega la podía convertir en muda. Ella lo sabía y ante el posible despido no se le ocurrió otra cosa que hacerse un abrigo de visón. Hubierais tenido que verla acariciando y oliendo las pieles y tratando de recordar la suavidad y el olor de los visones del abrigo de su madre.

Iría a recoger el finiquito si se daba el caso, bien vestida y elegante. Y luego, con algún buen y fiel amigo y, ya que aun no era sorda, iría a escuchar música en directo en algún lugar tranquilo y confortable donde hubiera poca gente, y donde también hubiera poca luz.

Una vez cortadas y cosidas todas las pieles, cada una de ellas y entre si, había que aplanar las costuras, mojarles el cuero con agua y clavarlas, estirando a lo largo, a favor del pelo y dándoles la forma que indica el patrón. Dejarlas secar sin que les tocara el sol, pasarles la madera. Desclavarlas, marcar el patrón encima y recortar. Una vez recortada cada pieza también según señala el patrón, y... Muchas cosas más hasta tener el abrigo listo y terminado. ¿Te gusta?

domingo, 6 de julio de 2008

El peletero tourmaline



12 de julio de 2006

Decir que lo mejor de la película “Los pájaros” de Alfred Hitchcock es el abrigo corto de visón de color tourmaline que lleva Melanie Daniels es una exageración, porque no es verdad. No es un buen abrigo, lo visones tienen poco pelo y se abren en las costuras. Bien es cierto que Melanie no lo trata muy bien, pero eso no tiene importancia. Tampoco los pájaros ayudan, pero eso tampoco tiene importancia. El abrigo es malo y barato. Sí que es un acierto, en cambio, el color tourmaline; ese color de arena intenso es perfecto para el verde de su traje chaqueta. Y para sus cabellos rubios manchados de sangre.

Melanie es una niña malcriada, pero por lo menos tiene buen gusto al vestir. Buen gusto que según parece no comparten ni las gaviotas ni los cuervos que la atacan enloquecidamente. Deberían respetarla, porque ella es una buena muestra de la belleza en la especie humana que hay que preservar, pero esta lógica los pájaros no la entienden, si bien es cierto también, que una cura de humildad no le viene mal. Melanie necesita una buena bofetada a tiempo y los pájaros se encargan de dársela. A partir de este día en que la naturaleza se ha trastocado Melanie es otra. Pero Hitchcock no nos lo muestra del todo, no sabemos ni sabremos jamás que ocurre después. ¿Llega a casarse con Mitch Brenner?, ¿llega a deshacerse de su dominante suegra?

El tourmaline es un color natural, suave y sofisticado, conseguido artificialmente después de múltiples cruces en las granjas de visones. El abrigo corto es una pieza de día, muy apropiado para trabajar o ir de compras. Por ejemplo, una pareja de periquitos, que habrás de llevar en tu deportivo descapotable a un encantador pueblo de la costa californiana. Una vez allí cruzar un lago remando, allanar una morada ajena y depositar a los malditos periquitos en el salón. Y una vez hecho todo esto, desencadenar sin saberlo a las furias más terribles de la Madre Naturaleza.

“Todo esto empezó a ocurrir a partir de que ella llegó”, le espetan en la cara a la pobre Melanie los habitantes de Bahía Bodega. Perfecto, ya tienen identificado al chivo expiatorio. A punto están de consumar el sacrificio y de apaciguar a los dioses oscuros, cuando éstos, cada vez más desquiciados, la salvan a ella sin querer -y seguro que también a su abrigo corto de visón tourmaline- de una muerte segura y de una rapiña.

“Los pájaros” es una película que da para mucho, incluso para hablar de un mal abrigo corto de visón. Y levantar también acta aquí para lo que haga falta, incluso, si es necesario, de nuestra crítica más absoluta a la jefa de vestuario del film Edith Head por no saber encontrar un abrigo con mejores visones. Así como nuestra felicitación más entusiasta a Alfred Hitch-cock por no permitir que ningún pájaro haga sus necesidades ni en público, ni encima de nuestro querido abrigo de visón tourmaline. Que conste.

sábado, 5 de julio de 2008

El peletero loco



10 de julio de 2006

El peletero loco se levantaba cada mañana muy temprano, quería ser el primero en salir, pasear solo, disfrutar de las calles vacías, claras y poco iluminadas. Desayunaba siempre en el mismo café, no leía el periódico y miraba sólo el humo de su taza y el de la pipa que acababa de llenar y encender de perfumado tabaco. Estaba completamente loco pero no se le notaba en absoluto. Un poco más tarde se encerraba en su taller, allí disponía aún de dos horas para pensar en sus cosas, antes de que sus empleados empezasen a llegar. Estaba completamente loco pero no se le notaba en absoluto.

A la hora convenida se ponía a trabajar y a la hora convenida se iba a su casa. Cenaba, miraba el humo de la sopa y el de la última pipa del día con su tabaco picante y aromático y recordaba plácidamente ensimismado algo importante que no sabemos ni podemos imaginar. Los domingos y festivos hacia vida social y sexual. Aunque sin mucho entusiasmo sus amigos y amigas le querían y le apreciaban, estaba completamente loco, sí, pero ellos no se lo notaban, era buen compañero y amante, y aunque a veces ausente y desmemoriado, el humo, el olor y la forma de sus pipas le conferían un aspecto familiar y confortable, y en un rincón poco iluminado y en silencio su estampa se desvanecía suave y agradablemente. En silencio y casi a oscuras nadie se daba cuenta que soñaba con cosas tan importantes que no sabemos ni podemos imaginar.

A la mañana siguiente cuando todos aún dormían salía a pasear por calles vacías, claras y aún poco iluminadas.

viernes, 4 de julio de 2008

El peletero astrónomo



7 de julio de 2006

El peletero astrónomo siempre lo sospechó a pesar de que las evidencias científicas indicaran lo contrario. La ciencia no se equivocaba, de eso no tenía la menor duda, pero tan lógicas eran sus predicciones como negativos los resultados. El cálculo de probabilidades basado en la química del carbono había terminado siendo estéril, la realidad era tozuda. Cinco mil años de exploración astronómica, viajes interestelares, colonización y terraformación de planetas yermos, cinco mil años buscando por toda la galaxia y mirando más allá, y todo ello no habían dado ningún resultado; aparte de nosotros, no había nadie más. Bien es cierto que la especie humana como tal ya hacía mucho tiempo que se había roto en multitud de fragmentos. Gracias a la ingeniería genética, nuestra estirpe engendró las ramas más insospechadas, desde ángeles a verdaderos demonios. Las guerras entre todas ellas fueron numerosas y terribles, algunas de estas ramas fueron exterminadas, pero otras de nuevas aparecieron en su lugar. Ahora ya nadie puede ni quiere conocerlas a todas; algunas son efímeras, otras tal vez eternas, y muchas han huido para esconderse quien sabe dónde. Las comunicaciones siguen siendo lentas, tan lentas como lo podían ser hace cinco mil años, en eso la ciencia no se equivocó: nada puede viajar más rápido que la luz, pero las distancias que tenemos que atravesar son muchísimo más enormes que entonces, ahora todo está más lejos, tanto, que ni siquiera nuestra memoria es capaz de llegar. Los viajes en el tiempo resultaron ser sólo puras quimeras. El planeta Tierra llegó a sernos familiar, la galaxia en cambio nunca lo ha sido, y contemplar el resto del universo nos causa auténtico desasosiego.

Hubo un tiempo en que pusimos esperanzas en las máquinas, quisimos creer que ellas podían ser unas dignas compañeras de nuestras ilusiones, pero nos equivocamos, éste fue el primer límite infranqueable con el que topamos y la primera gran decepción. A este fracaso le llamamos “Paradoja Uno”, que consiste en la absoluta imposibilidad lógica de inteligencia artificial. Nunca ninguna máquina superó los protocolos que establece la “Paradoja Uno”. Buenos simuladores humanos sí que se construyeron, pero nada más.

Ahora estamos terminando los protocolos de la “Paradoja Dos” que han de establecer el árbol genealógico de la vida, con un único tronco y raíz: el planeta Tierra y la imposibilidad también más absoluta de que haya vida “extraterrestre”, si es que esta palabra significa ya algo.

Estamos llegando al final y todo indica que concluiremos los protocolos de la segunda paradoja con relativa facilidad, sin embargo cada paso que realizamos nos acerca más a la “Paradoja Tres” que de momento sólo somos capaces de vislumbrar como una tiniebla más inconmensurable que el propio universo. Nuestra formación científica y lógica nos impide nombrar a esta tercera paradoja con el nombre de Dios, sin embargo sabemos que sólo es un simple prejuicio psicológico. Que la ciencia haya llegado hasta este punto del camino no es un mal balance, al fin y al cabo no estamos tan solos, aunque nadie esperaba que el alienígena fuera Él.

jueves, 3 de julio de 2008

El peletero ornitólogo



5 de julio de 2006

A nuestro peletero ornitólogo le hubiese gustado tener a Jean Louise “Scout” como hija a pesar de no ser él ningún pájaro ateniense, ni gustarle tampoco la metáfora del ruiseñor. Ni siquiera cuando recordaba que no había llorado nunca tanto, como cuando de niño vio morir de viejo a su jilguero enjaulado, ni siquiera entonces conseguía no ver en el ruiseñor más que una metáfora vulgar de la bondad y la belleza, siendo ambas las dos cosas menos vulgares de la creación.

El peletero ornitólogo se estremece al recordar a Atticus Finch sentado delante de la cárcel que alberga a un inocente, joven, sano, bello y tullido. Allí ha ido Atticus, a guardarlo, allí ha ido San Jorge intercambiando su papel con el dragón, a protegerlo de la locura ajena. Es un Cancerbero que no ladra, ni muerde, ni asusta. Indefenso, con su libro en la mano, cuando se presenta la turba es un ser inerte, no ha podido o no ha querido tomar más precauciones. Tan honesto como arrogante se olvida que cuando hizo falta mató de un disparo certero al perro que le quiso morder su rabia. Irresponsable y tan dispuesto al martirio, que su deber parece ser su sacrificio y el de su protegido.

Al peletero ornitólogo le sorprende la valentía, sabe que en ella sólo habita el fracaso y que como la poesía o el amor, es hija de la soledad. Tal vez por eso su estupefacción es enorme cuando ve a los tres niños salir de la nada para mostrar impúdicamente junto a Atticus su debilidad y determinación, ángeles de la guarda de carne y hueso que con sólo su presencia consiguen ahuyentar el mal. Ni Jesucristo lo hubiese hecho mejor.

Atticus Finch habla con su hija Scout de ruiseñores, de belleza y de bondad. Scout, una niña sensible e inteligente, sabrá ver en el momento adecuado al ruiseñor del que su padre le habla, personificado en un vecino idiota, homicida, perspicaz, atento, cariñoso, con buen criterio, valiente y con una total determinación.

Atticus se quedará sin palabras. Él, un abogado que las usa como instrumento de su trabajo, se quedará sin ellas. La realidad y la contundencia de los hechos lo dejarán mudo. El vecino idiota ha salvado a sus hijos matando aquél que borracho los acosaba y perseguía, aquél que, falseando su testimonio, ha enviado al patíbulo a un inocente. Aquél que quería vengarse en los pobres niños de su propia indignidad.

Atticus cree en una justicia poderosa y ciega, pero ahora se da cuenta que también es sorda y muda. Atticus cree que la verdad necesariamente ha de triunfar, y ahora Atticus, aconsejado por el Sheriff y el sentido común, calla y con su silencio salva a su vecino, el ángel vengador. El entrañable idiota seguirá siendo un compañero misterioso, querido y vigilante.

En la Extremadura española de posguerra, el pobre Azarías, no tendrá la misma suerte. Después de vengarse ahorcando al señorito Iván, que acaba de matar a su milana bonita, será internado por loco y de por vida en uno de esos tristes centros para santos inocentes asesinos.

El peletero ornitólogo sólo le habla a su hija en sueños. Al despertar piensa en un valle flanqueado por poderosas montañas nevadas y en Shane, el rubio y extraño pistolero enseñando a un niño a usar el revólver. Más tarde, el chiquillo que juega a matar, verá, escondido tras una puerta, cómo el ángel de la muerte es abatido a tiros por Shane, salvando así a sus amigos y a toda una comunidad de la tiranía.

Cumplido su destino, Shane, tendrá que irse de este paraíso con un brazo herido, que como todos habrá sido construido con sangre, el mejor abono para las flores más hermosas y para los árboles con las raíces más profundas.

miércoles, 2 de julio de 2008

El peletero pintor



3 de julio de 2006

Dejó la peletería para dedicarse a pintar. Antes combinaba las dos tareas, pero cada una le quitaba tiempo a la otra. Tuvo que decidirse por una de ellas, ambas eran demasiado importantes para él, como para compartirlas entre sí y para sí. Con mucho pesar descartó la peletería y escogió la pintura.

Nuestro peletero pintor no se engaña cuando considera acertadamente que la historia de la pintura termina con Velázquez y sus Meninas. Cuando Velázquez convierte la ventana en un espejo. Con él el espacio pictórico se abre, nos envuelve y atrapa, nos hace estar presentes, tal vez como fantasmas, pero presentes sin duda. Por primera y última vez, nosotros, los seres reales y gracias a la técnica poética y pictórica, habitamos la tela, pisamos su suelo. Esto no había ocurrido nunca y jamás volverá ocurrir. Lo que Velázquez hizo no puede volver hacerse fuera del plagio, pero antes que él ya se vislumbró el camino, que los holandeses y algún que otro italiano recorrieron.

Nuestro peletero pintor sabe también que la pintura es un agujero, no sabemos en dónde, pero el desgarro es real. La pintura siempre nos habla del presente.

Los tiempos han cambiado y nuestro peletero pintor no se hace ilusiones. El bombardeo de imágenes que hoy en día recibimos es abrumador. Sus significados son también otros y tan velozmente cambiantes como el lapso que separa la noche del día. Él no desea estar a la moda, sólo quiere pintar a su manera y disfrutar con ello. Y así está dispuesto a hacerlo aunque tenga que renunciar y sacrificar muchas cosas y también aceptar otras. Constatará decepcionado que su mejor modelo es él mismo. Al igual que muchos otros, como Rembrand o Van Gogh, no tendrá otra posibilidad que autorretratarse en innumerables ocasiones. Su rostro será su campo de batalla, de donde saldrá tantas veces victorioso como derrotado.

El peletero pintor se encuentra sentado en su silla frente a su tela en blanco, tranquilo, tan absolutamente relajado y ensimismado que su mirada se ha desplazado y hace rato que la mantiene clavada, inmóvil en un punto de la pared de al lado, allí donde la pintura blanca muestra una pequeña y casi imperceptible mancha de color indefinido. Así lleva bastantes minutos, reposando su mente, despierto y mirando con atención la pequeña imperfección, la irregularidad, esta señal minúscula del tiempo transcurrido desde que hace seis meses pintó el piso. Sólo ciento ochenta días y la pared ya ha empezado a ser vieja, piensa. Sigue tranquilo, pero también comienza a entristecerse; esta pequeña señal es un descubrimiento inesperado y, bien mirado, una solemne tontería, ponerse triste por una pequeña mancha que incluso puede limpiarse con facilidad en esta pintura plástica es absurdo, lo reconoce, y por dentro se ríe. Cuando me levante, cogeré un trapo limpio, lo mojaré y limpiaré la mancha. Será fácil, se dice a sí mismo, un pedazo de sábana vieja y agua limpia, no necesitaré nada más. Cuando deje de mirar la mancha, me levantaré, iré a la cocina, cogeré el trapo y lo mojaré con agua. La cocina está justo detrás de mí y a la izquierda, si quiero ir he de dejar de mirar la mancha, pero es tan pequeña que tal vez, cuando regrese para limpiarla no sepa encontrarla, ¿dónde estará?, ¿más arriba o más abajo?, ¿más hacia la ventana o más cerca del suelo? No está ya tan tranquilo, empieza a dudar, la mancha sigue allí y él no puede dejar de mirarla. ¿Atrapado por una mancha pequeña de color indefinido que quizá sólo él es capaz de ver?

Al cabo de dos meses encontraron al peletero pintor bien muerto, sentado en la misma silla y con los dos ojos abiertos mirando no sé qué.

martes, 1 de julio de 2008

El peletero paciente



30 de junio de 2006

En el libro de Job encontramos al Dios del espanto. Éste es un Dios que ha delegado todo deber moral en el mismo hombre. Sólo el ser humano podrá crear oasis o castillos morales en este desierto vacío de sentido que es el mundo. El mundo carece de cualquier orden moral, éste no es un asunto divino, ni satánico. La justicia no la hallaremos en la obra de Dios. Sólo nosotros seremos capaces o no de construir algo que merezca tal nombre. Éste es el Dios con el que Job se las tiene que ver. Éste el Dios que acepta la apuesta de Satán y pone a prueba a Job. Éste es el Dios que da y quita a cambio de nada. Éste es el Dios al que Job guarda fidelidad a pesar de los pesares.

Por dignidad no reniega de Él, no importa el mal causado en su hacienda, en su familia y en él mismo, para probarle. El sometimiento de Job a su Dios es total. Su decisión es clara y absoluta. En ningún caso cae Job en la trampa del rencor o de la venganza. A pesar de sus quejas, en ningún caso renegará de Aquél que le ha sumergido sin merecerlo en la miseria, el dolor y el mal, como en su día lo hizo en la abundancia, el placer y el bien. Y si así le place y así lo desea puede volver a hacerlo.

El poder de este Dios es absoluto, y frente a Él solo cabe la sumisión, incluso sabiendo que ni el mal, ni el bien son consecuencia de ninguna falta ni de ningún mérito. Esta sumisión es también un escudo frente a Él, Job necesita protegerse de este Dios y apaciguarlo. Incluso protegerlo de sí, calmarlo, evitar que se devore a si mismo.
Job sabe que la relación entre Dios y él es absolutamente asimétrica, de ninguna manera es comparable, ni puede ser sometida al mismo juicio.

De la fuente que mana agua sólo agua sacaremos, ninguna lección moral obtendremos de ella. Esa agua que mana de la fuente cae directamente a un abismo inescrutable e insondable. Cualquier intento de retenerla en nuestras manos es inútil. Job lo sabe, sabe que Dios, como el agua de la fuente, se precipita y se aleja hasta un fondo inimaginable.
Job lo sabe y lo quiere evitar con su devoción. No quiere dejar caer a Dios en su propio abismo, no quiere abandonarlo, de la misma manera que tampoco quiere abandonarse a sí mismo. Siéndole fiel a Él, también es fiel a sí mismo.

A pesar de los pesares.