jueves, 17 de julio de 2008
El peletero stendhaliano
26 de agosto de 2006
En las primeras páginas de “La Cartuja de Parma” se narra la entrada de Napoleón y de sus tropas en Milán con el antiguo espíritu de los héroes clásicos. Las pocas líneas que describen el acontecimiento rebosan entusiasmo juvenil, belleza épica y esperanza en el futuro. Años más tarde, y con este mismo ánimo, Fabrizio del Dongo, un joven aristócrata milanés, recién destetado por su madre, decide abandonar su casa en el lago de Como, atravesar toda Francia, e intentar unirse a las tropas de Napoleón que están a punto de entablar y perder la que será su última apuesta. Fabrizio llegará tarde a la llanura belga de Waterloo, la batalla ya habrá empezado, y el pobre muchacho sólo podrá deambular por sus alrededores intentando hacerse una idea de lo que está sucediendo. Estas páginas son una de las cumbres de la literatura universal y tienen tanta fuerza que son casi independientes del resto de la novela.
La frustración del protagonista por no llegar a tiempo y su cómico y ridículo ir i venir por las afueras de la batalla, oyendo sólo los cañonazos y disparos y entreviendo más mal que bien a los soldados, la humareda y el fragor del combate, son una paradoja y un preludio de la modernidad. Tan cerca y tan lejos. Como en el mito de la Caverna de Platón sólo vemos las sombras de lo que suponemos es la realidad.
Por más que lo intentamos nunca lo conseguimos. Como en el mito de Sísifo, al llegar a la cima de la montaña, la enorme piedra redonda que con enorme esfuerzo hemos transportado hasta lo más alto, se nos cae por la ladera opuesta, llega rodando a su falda y vuelta a empezar. No cesamos nunca de empujar la piedra montaña arriba para que al final, una vez conseguido nuestro propósito, resbale la enorme masa y caiga hasta la base de la montaña. Así toda la eternidad.
Julian Sorel, el protagonista de “El Rojo y el Negro”, también es un arquetipo moderno. Pobre sin remisión, condenado incluso antes de nacer a una existencia miserable en una ciudad de provincias francesa, consigue gracias a sus capacidades y también con hipocresías y artificios abrirse camino y labrarse un futuro a través de las incipientes oportunidades que los nuevos tiempos le ofrecen.
Ambos, Julian y Fabrizio, aunque diferentes en sus orígenes, personalidad y necesidades, son también actores, culpables y víctimas en un drama que se convierte en un fin en sí mismo y se democratiza a una gran velocidad. Todo el mundo quiere entrar en él y jugar a ganar y perder. Los nuevos tiempos lo permiten y nadie quiere quedarse fuera. A este drama lo llamaron Amor los antiguos, y los modernos no lo cambiaron ni lo cambiarán. Julian y Fabrizio enamoran y se enamoran, sufren y hacen sufrir. Por amor prosperan y por amor los encarcelan.
El amor de Julian y Fabrizio está al alcance de cualquiera. Es una facultad del ánimo a la que todos tienen derecho a bien o mal usar. Está en el aire, todos pueden llegar a él sin condiciones ni requisitos previos. Tampoco se necesitan antecedentes. Todo el mundo puede amar y ser amado.
A nuestro peletero le gusta releer las primeras páginas de “La Cartuja de Parma”, con ellas se le enciende el ánimo, se le despierta el buen humor y la vida le parece más interesante. Le place el entusiasmo loco y el amor apasionado. Pero también le gusta releer “El Rojo y el Negro” y comprobar las similitudes que tienen sus primeras páginas con “A sangre fría” y su pormenorizada y gélida descripción de la ciudad de provincias. Le gusta esta relación detallada, documental, nada épica, histórica, geográfica, urbanística, social y económica. Se encuentra a gusto en esta primera frialdad descriptiva sin amor. Éste, vendrá más tarde con toda su fuerza. Nadie puede permanecer impasible ante su poder.
Mientras corta sus pieles, nuestro peletero recuerda a Julian Sorel, encarcelado y condenado a muerte, reconocer finalmente que aquella a quien amó de verdad fue aquella a quien abandonó.
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