sábado, 31 de octubre de 2009

El peletero/Meditaciones (4)



20 Febrero 2009

“Qui vol dona verge, de vidre pren tassa; i aquell que pren viuda, beu amb carabassa” (Disputa de viudes i doncellez, 127)
“Quién quiere una mujer virgen, de cristal toma la taza; y aquél que toma viuda, bebe en calabaza”
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Mi burdel preferido lo regentaba un transexual, por eso lo bautizó “La metamorfosis”.
Gregorio, así se llamaba la “Madame”, en honor de Gregorio Samsa, el protagonista del célebre relato de Franz Kafka, estaba viejo y gordo. Yo ya lo conocí en un extraño regreso a la masculinidad de la que había medio renegado, aunque el falo siempre lo conservó. La edad y la decrepitud recolocan las cosas en su sitio y Gregorio dejó de ser una rubia con sorpresa para convertirse en lo contrario, en un hombre con sorpresa, dos pechos descomunales y barba de dos días a pesar de las hormonas. Es sorprendente, pero todavía enamoraba a jovencitos, a borrachos y a santas con vocación de vírgenes falsas.
No fue él, fue alguien diferente quien en una ocasión me propuso participar en una fiesta con monjas. Serán putas disfrazadas de monja, ¿no?, le pregunté a esa especie de alcahueta. No, nada de falsas, nada de putas, monjas de verdad, jóvenes y maduras, novicias y ya consagradas, te lo garantizo, ¿quieres?, no piden nada, solamente una limosna.
No supe nunca si mentía o no, si aquellas monjas eran de verdad o de mentira, nunca lo supe porque no fui, no acepté, pero la propuesta existió, la anécdota es cierta, tan cierta que no me atreví a que fuera verdad y me quedé en casa viendo la película “The Devils” de Ken Russell.
Nunca he llegado a tener ninguna relación con una monja de verdad, excepto con la hermana de Gregorio que había sido durante muchos años misionera en África, a esa sí la conocí y la conocí bien. Era igual que él, físicamente igual quiero decir. Puede parecer una maledicencia por mi parte, pero creo que necesitaba afeitarse tantas veces como mi amigo. Tenía, para decirlo sutilmente, un físico ambiguo que contrastaba con su voz verdaderamente femenina, dulce, y al mismo tiempo, sólida y clara. Toda ella era sólida y clara, alegre y decidida. África la cambió, al menos eso decía ella, y Gregorio lo confirmaba, asegurando que para mejor.
Una vez me dijo: “Siempre pensamos que los seres celestiales, ángeles, demonios, fantasmas, libélulas, lagartijas y caballitos de mar, tienen alguna clase de ventaja sobre nosotros, creemos que en algo son superiores o que forman parte de un mundo mejor. Decimos que mejor por su falta de carnalidad, suponemos que los seres espirituales están más próximos a la santidad que nosotros simplemente porque no tienen cuerpo. Nada de todo ello es verdad, el cielo no es más que eso que tenemos encima de nuestras cabezas. No hay pájaro ni ángel ni demonio que no estaría dispuesto a regalar todas sus plumas por un pequeño pedazo de suelo”.
La vida tiene grandes casualidades y cualidades poéticas y la hermana de Gregorio también se llamaba Hildegard, como mi puta maestra, pero en este caso era en honor de Hildegard von Bingen, una monja alemana del siglo XII, una mujer ilustrada y avanzada para su tiempo, literata, médico y músico.
Hildegard no renunció jamás a sus hábitos y al regresar de África ayudaba a muchachas africanas inmigrantes a través de su congregación. En su casa siempre había alguna de esas chicas, verdaderas bellezas negras con ese olor un poco especial que tienen y “hacen” las negras cuando te miran.
Ella sabía a qué se dedicaba su hermano, y nunca se lo recriminó, incluso los hábitos que usó para su primera fiesta de “monjas” se los proporcionó ella. A esa “fiesta” tuve el honor de asistir y ser uno de los protagonistas.
Un día le pregunté con diplomacia si se había enamorado alguna vez, si todavía era virgen. Ningún hombre me tocado jamás, me respondió a medias y guiñándome un ojo. ¿Pero has estado enamorada?, insistí. Lo sigo estando, afirmó, sigo enamorada, no he dejado de estarlo en toda mi vida. Piensa, continuó, “que no hay osos entre rosas, sólo una negra que imagina cosas de total sinrazón acerca de la luz de la beldad que por allí anda paseando su última voluntad, a esa negra cualquier virgen colmaría su noche de pasión” (1)
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(1) Parafraseando a Wallace Stevens y su “The Virgen Carrying a Lantern”