martes, 17 de abril de 2012

El peletero/Teodoro Van Babel (y 30)


Teodoro Van Babel

Y 30.
Silvia.

Cuando Silvia era pequeña, se encontraba un día jugando con algunas de sus amigas cerca de un bosque. Sin proponérselo vio una cruz colgada de una de las ramas de uno de aquellos árboles de ese bosque.

-¡Mirad!- dijo- allí hay una cruz- señalando con el dedo dónde se hallaba y ella la veía.

-¿Dónde?- le respondieron las demás niñas.

-¡Allí!- repitió Silvia, volviendo a señalar.

-Allí no hay nada- decían sus compañeras- no hay ninguna cruz, sólo árboles. Sus compañeras no la veían.

-¡No es verdad!- insistía Silvia- fijaros bien- repetía una y otra vez- ¡yo veo una cruz!

Tanto insistió, que una vecina al oírla le preguntó dónde estaba. ¿Allí?, bien, vamos a buscarla, acompáñame- le pidió.

Y las dos se fueron cogidas de la mano, la señora y Silvia, mientras las demás niñas las miraban y esperaban.

Y así vieron cómo, después de unos sesenta pasos, descolgaban una cruz de madera de dos palmos de largo de una de las ramas de uno de los árboles de aquel bosque.

Aquello no fue ningún milagro, ni nada parecido. Ni tampoco un prodigio, ni siquiera un meteoro.

¿Era simplemente que Silvia tenía mejor vista que todas las demás niñas? No exactamente, al menos no desde un punto de vista óptico.

Para mirar bien hay que saber primero qué clase de cosas queremos ver.

¿Qué clase de cosas queremos ver?

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Un día de invierno en que una espesa capa de nieve cubría la tierra, un pobre muchacho hubo de salir a buscar leña con un trineo. Una vez la hubo recogido y cargado, sintió tanto frío que antes de regresar a casa quiso encender fuego y calentarse un poquitín. Al efecto apartó la nieve, y debajo, en el suelo, encontró una llavecita de oro. Creyendo que donde había una llave debía estar también su cerradura, siguió excavando en la tierra y, al fin, dio con una cajita de hierro. «¡Con tal que ajuste la llave! - pensó -. Seguramente hay guardadas aquí cosas de gran valor». Buscó, y, al principio, no encontró el agujero de la cerradura; al fin descubrió uno, pero tan pequeño que apenas se veía. Probó la llave y, en efecto, era la suya. Diole vuelta y... Ahora hemos de esperar a que haya abierto del todo y levantado la tapa. Entonces sabremos qué maravillas contenía la cajita.

(“La llave de oro”. Hermanos Grimm, 1812-1815, Alianza Editorial)

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