viernes, 12 de diciembre de 2008

El peletero/Luz de mandarina



4 Julio 2007

En la madrugada del 25 de julio de 1938, atravesaba el río Ebro una barquita a remos que llevaba pintada en ambos lados, a babor y a estribor, el nombre de Bienvenida, mi madre.

Lo había pintado un muchacho de apenas 18 años del Ejército Republicano español llamado Rafael.

Bienvenida le escribía cartas para que no se sintiera tan solo. A ella le gustaba escribirle y a él recibirlas.

Rafael y Bienvenida se habían conocido meses antes al casarse un hermano de él con una hermana de ella.

Aquel 25 de julio y los días siguientes, murieron en el frente muchos de estos jóvenes, entre ellos un hermano de Bienvenida, Juan, que luchaba en el otro bando. Un obús le dejó sin piernas y sin vida.

El campo de Tarragona es áspero y la tierra seca, el Ebro la corta sin dañarla, y te obliga a construir puentes si quieres proseguir tu camino y no quedarte mirándolo pasar. Ver quemarse un leño puede ser ensoñador, pero ver pasar un gran río... El fuego te engaña al hacerte creer que el presente es eterno, pero el devenir de un río te señala cual es el futuro, y eso es algo siempre difícil de comprender.

Rafael y todo su pelotón de soldados lo cruzaron en esa barquita en la que había pintado con amorosa esperanza el nombre de mi madre, y ellas dos, la barquita a remos y Bienvenida, lo devolvieron sano y salvo a casa. Asustado, pero vivo.

Yo todo eso lo supe siempre por boca de ella, pero lo supe también por boca de él, tres meses antes de su muerte.

- ¿Sabes que me voy a morir muy pronto?

- Sé que estas muy enfermo.

- ¿Te gustan los tangos?

- Me gustaría mucho saberlos bailar.

- Yo los cantaba por los bares con una guitarra vieja

Ese preámbulo de conversación lo tuvimos Rafael y yo en los jardines del restaurante donde se celebraba el almuerzo por la Primera Comunión de los dos nietos de su hermano, el que estaba casado con la hermana de mi madre.

Era primavera y aquellos jardines tenían el césped muy bien cuidado. Todavía no hacía mucho calor. Él había salido del comedor para descansar del bullicio, de la música y del humo. Arrastrando una silla se había buscado una buena sombra debajo de algún árbol.

Y la había encontrado frente a unos viñedos. Ante él se extendían unos espléndidos campos que muy pronto habría que vendimiar. Los dueños del restaurante decían que sería un buen año de vinos. Era bonito ver esa naturaleza alterada por el hombre, nada salvaje, hecha a su medida, esa naturaleza pacífica y esas viñas más viejas que el tiempo.

- Así enamoré a mi mujer, cantándole tangos.

- Y a mi madre, ¿cómo la enamoraste?, ¿a ella qué le cantabas?

- Música francesa, Piaff, Charles Trenet y esas cosas que parecen menos canallas. Tu madre nunca ha sido muy arrabalera.

- Tienes razón, nunca lo ha sido, pero estoy seguro que siempre lo ha deseado. Su padre, mi abuelo, sí que lo era.

- Al menos un poco más atrevida, ¿verdad? Tú eres su hijo, la conocerás mejor que yo.

- Pues no estoy muy seguro.

- ¿Has hecho alguna vez una lámpara?

- ¡Claro!, me enseñaste tú, de aceite de oliva dentro de media cáscara vacía de mandarina y con el rabito interior haciendo de mecha, son bonitas y los niños ponen unos ojos como naranjas cuando las ven, y si apagas las luces mucho mejor. Es una luz perfumada de mandarina.

No recuerdo por qué salí del comedor de aquel restaurante para encontrarme con él, pero sí que llevaba un apestoso puro en la boca, mi traje era de un azul muy oscuro y la corbata gris con dibujos amarillos. En aquella época las cosas me iban bien y me sentía seguro, pero saber que Rafael se estaba muriendo me entristecía de una manera muy extraña. Yo creo que fui a encontrarlo, no fue ninguna casualidad.

Siempre he apreciado y he buscado a esos que ya nadie llama padrinos. Y siempre los he hallado. Uno fue Mariano, el hermano de mi padre, otro Eduardo, un hermano de mi madre. Y también Rafael, y aunque el trato era más esporádico, siempre fue alguien que supo influir en mí, o quizás yo dejé que lo hiciera que para el caso es lo mismo.

A ellos les confiabas cosas que a nadie más contabas. Y sus palabras y consejos eran siempre seguidos sin discutir.

O quizás porque su hija era algo especial. Única. Los hijos a veces también enaltecen a los padres, y no solamente al revés. Si algún mérito tuvo Rafael en su vida fue ser el padre de aquella mujer. Ella hacía mejor a su padre, y él la hacía mejor a ella. Sin duda merece un capítulo aparte, pero ahora no es el momento.

Durante el día pintaba paredes y por las noches cantaba tangos por los bares. Era un hombre extraordinariamente guapo y atractivo. Una buena síntesis entre Omar Sharif y Georges Moustaki. Años más tarde creó una pequeña fábrica de lámparas que al cabo de bastantes años provechosos lo acabaron arruinando. A partir de entonces las únicas que fabricaba eran sus mandarinas perfumadas de luz. No tuvo nietos.

Cuando nos notificaron su fallecimiento, mi madre se pasó todo el día llorando desconsoladamente. Mi padre no dijo nada, no se atrevió, pero seguro que se preguntó si a él le lloraría igual.

- ¿Por qué todavía no te has casado?

- Porque tu hija me ha dicho que no.

- Pero hay más mujeres que mi hija.

- Sí, pero todas las que me gustan son como ella, por eso todas a las que pregunto me dicen que no.

- Eso es lo que yo no hice, busqué a una que sabía que me diría que sí.

- ¿Te arrepientes?

- Antes sí, ahora, como te puedes imaginar, ya no.

- Yo tampoco me arrepiento que me digan que no. Duele mucho, pero vale la pena.

- Sí, valió la pena. Esa es la clave.

- ¿Cuál?

- Decir que no.

Me reí y dije:

- Sí. (…) Ésa es.

Y ambos nos reímos.