sábado, 15 de noviembre de 2008
El peletero/Bienvenida
5 Mayo 2007
Mi padre siguió al pie de la letra el mismo consejo que Jenny le dio a Forrest Gump, cuando éste le hizo saber que lo habían destinado al Vietnam. “Prométeme, le pide Jenny, prométeme que si te ves en peligro, correrás; corre, no pares de correr”.
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Habían estado todo el día anterior combatiendo para conquistar una triste loma a base de disparos de fusil y casi lanzamientos de piedra, que era lo único que tenían los soldados republicanos para hacer la guerra. Todo un día para desalojar a cuatro soldados franquistas y matar a otros tantos.
Pasaron la noche sin poder dormir.
Nada más despuntar el día los oyeron venir. Eran media docena de tanques y detrás alrededor de cien hombres. Ellos apenas eran unos treinta. Nadie tuvo ninguna duda. Todos huyeron a la carrera bajando la loma aterrorizados, abandonando al correr montaña a bajo, armas, mochilas y equipajes, todo. Mi padre llegó a perder incluso las alpargatas que calzaba. Al llegar al fondo de la pequeña vaguada se dio cuenta de que iba descalzo y que le sangraban los pies. Desde allí tenían dos posibilidades, seguir el cauce del río seco, o subir la siguiente loma. Estaban todos exhaustos y los morteros enemigos pronto empezarían a disparar, allí no podían quedarse.
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Rosita nació en Barcelona, pero sus padres lo hicieron en Mora de Rubielos, provincia de Teruel. Desde allí emigraron a pie y tardaron un mes en llegar a Barcelona. El padre de Rosita, Juan, era un santo, permitía que le robasen el bocadillo del desayuno que dejaba a su lado, en el banco de la iglesia. Cuando murió, en el momento de expirar se abrieron literalmente y al mismo tiempo todas las ventanas y puertas de la casa. Su alma era demasiado grande para salir solamente por una de ellas. Esa fue una maravilla que la familia todavía recuerda.
Rosita aprendió a leer sola, cantaba jotas mañas con acento catalán, y se quedó embarazada por primera vez a los catorce años. Cuando Neil Armstrong llegó a la Luna, ella estaba frente al televisor para verlo.
Tuvo nueve hijos que llegaron a adultos, cinco varones y cuatro hembras. La más bonita de ellas, Bienvenida, hubo de enfrentarse a los dieciséis años a un dilema trascendental. Según y cómo lo resolviese, su vida se encaminaría hacia una u otra dirección. Hubiera querido estudiar, le gustaba y tenía aptitudes. Su padre siempre se lo había impedido, siguiendo el criterio de que las mujeres no necesitaban saber nada más que cuatro cosas.
El matrimonio de sus padres terminó por romperse y los ocho hijos mayores decidieron irse a vivir con la madre. El padre solamente pudo retener al más pequeño, Eduardo, de apenas cuatro años. Entristecido vio como todos sus otros hijos le abandonaban para irse con la madre.
Un día fue a buscar a Bienvenida a la salida del taller de marroquinería donde trabajaba. Y mientras la acompañaba en su camino hacia casa, le propuso irse a vivir con él a cambio de pagarle los estudios por los que ella tanto había suspirado y suplicado.
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Se dividieron en dos, media docena siguió río abajo por el cauce seco, todos los demás emprendieron la pesada subida de la montaña. Mi padre al ver a esos últimos pensó, ¿qué hacen?, ¡por la vaguada es más fácil! Estuvo tentado de seguir a los seis que huían por la cañada, pero un instinto superior lo retuvo y decidió continuar con la mayoría que pesada y fatigosamente subían la loma.
A los seis que huyeron por el río les esperaba una patrulla emboscada que acabó ametrallándolos, todos los demás se salvaron, incluido naturalmente mi padre.
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Bienvenida no tuvo ninguna clase de duda. No aceptó el chantaje que su padre le proponía. Y porque tampoco lo amaba.
Bienvenida es mi madre, y cuando todavía podía conversar de todo con ella siempre se lamentaba de no haber podido estudiar. Te equivocaste, le recriminaba yo, debiste haber aceptado la oferta. Nadie te prohibía seguir viendo al resto de la familia, podías verla tantas veces como hubieras querido. Jamás habrías perdido los vínculos con ella, ni con tu madre ni con tus hermanos. Y además tendrías ahora los estudios que anhelabas.
Cuando le decía esas cosas se callaba y me respondía al cabo de un buen rato, que si eso hubiera hecho, ni yo, ni mi hermano habríamos nacido. Y ¿eso qué importa?, le respondía, ¿qué más da uno u otro? La que seguiría viva serías tú, eso es lo importante, habrías tenido otros hijos a los que también habrías amado y quizás puesto los mismos nombres. ¿Y papá?, tampoco lo habría conocido, me preguntaba apenada. No, pero el mundo está lleno de hombres, mamá, lleno, y todos piden y dan lo mismo.
Bienvenida no asimilaba este tipo de conversación, le hacía daño. Yo me daba cuenta demasiado tarde de mi error y de mi estupidez. Su dolor me consternaba y me llenaba de dudas y de culpa. Al final terminábamos los dos mirándonos en silencio.
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Mis padres se conocieron en un salón de baile. A pesar de ser ya una mujer, Bienvenida parecía una niña. Aquel día no le permitían entrar en el local al sospechar que fuera una menor. Él la vio protestar desde la otra punta de la pista, y aunque ya tenía una acompañante con la que bailar, fue rápidamente a rescatarla. Sesenta y siete años después todavía siguen juntos.
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R A O N S
Dolors que tornen
prosperen i maduren,
et faran púdic
mentre, en silenci, esperes.
Car has d’esperar sempre.
Sempre s’espera,
diuen els homes doctes.
Els sents, i calles.
Tu calles, preparan-te
una amarga mort digna.
(Vicent Andrés Estellés)
R A Z O N E S
Dolores que regresan
prosperan y maduran,
te harán púdico
mientras, en silencio esperas.
Pues debes esperar siempre.
Siempre se espera,
dicen los hombres doctos.
Los oyes, y callas.
Callas, preparándote
una amarga y digna muerte.
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