viernes, 19 de septiembre de 2008
El peletero y el sexo
13 Enero 2007
La pintura escandalosa más famosa de la historia es, seguramente, la orgullosa “Olimpia” de Manet. Sin embargo Marià Fortuny, con mucha más modestia logró retratar a la joven gitana Carmen Bastián, levantándose solamente la falda para mostrarnos explícitamente a todos los que la miramos su tupido sexo.
Carmen es una muchacha, espléndidamente guapa, morena, de piel canela, tostada como una piña y perfumada de sí, que jugando se resiste a eso que el pintor le pide y que, jugando también, finalmente se deja convencer por él. Y entre risas y picardías se levanta la falda para mostrarnos su segunda boca, frondosa, salvaje, secreta y también voraz. Tumbada de derecha a izquierda no esperaba nuestra visita, pero ya que hemos llegado y sin conocernos nos ofrecerá aquello que sólo unos pocos sabios tienen la valentía de llamar “la bondad de las mujeres” y que es mucho más que la hospitalidad y la buena compañía. Es un misterio que pocos hombres tienen la suerte y el placer de disfrutar verdaderamente. Y que tiene su contrapeso en lo que algunas pocas mujeres sabias aciertan en llamar “la bondad de los hombres” y que es mucho más que su ternura y pasión.
“Olimpia” es completamente distinta. Sentada de izquierda a derecha ella sí que nos está esperando. Con aire altivo no se sorprende de nuestra visita, ya sabe quiénes somos y a qué hemos venido. Manet la pintó con un fondo oscuro, como la piel de su sirvienta, para que así las sábanas blancas de su cama acojan debidamente el sonrosado de su carne. Este contraste de colores, claridades y oscuridades consigue proporcionar tanto volumen a su cuerpo desnudo que acaba por sobresalir del cuadro y permitirnos a nosotros, espectadores deslumbrados, tocarla. Su mano izquierda se posa sobre su muslo derecho ocultándonos el vello de su pubis, si es que aun lo conserva. Más recatada en su postura que la Maja de Goya, es sin embargo más descarada por su mirada directa y desafiante. Inquisidora, nos observa y examina, y según sea lo que le demos, ella nos dará, simulando darse para que le demos más de lo que ya les hemos dado, que es más de lo que nos ha pedido, que ya es mucho. Y después de nosotros, otros, y otros más después, en fila o sentados en sus salones degustando el placer de mirar las pinturas de mujeres desnudas colgadas de sus paredes, o a esas mismas mujeres paseando holgazanas ante nosotros o sentadas indolentes a nuestro lado. Ese es el trato, pues hay trato. Amor tratado para que parezca que no hay trato o para que parezca que no hay amor que de todo hay en los salones de Olimpia, esa mujer que consigue estar erguida estando tumbada, sin ni siquiera mirar las flores que la esclava le lleva de un admirador.
James G. Ballard publicó en 1991 “La bondad de las mujeres”. Novela autobiográfica, donde narra, entre muchas otras cosas, la muerte de su esposa y las relaciones que mantiene con varias mujeres. En ningún momento se menciona el título de su libro, ni explícita, ni implícitamente. No hay ningún párrafo donde aparezca la frase: “la bondad de las mujeres”, dejando pues al lector el trabajo de deducir y averiguar en qué consiste tal cosa, si es que tal cosa existe y no es una mera invención de su autor, de alguien, de un hombre, profundamente afligido por la muerte accidental y desgraciada de su esposa y medio enloquecido por la deriva de drogas y alcohol en la que sumerge su vida a partir de entonces, y donde debe asumir la promiscuidad salvaje de una de sus amantes que va y viene sin decir ni hola ni adiós. ¿Dónde está pues esa bondad?, ¿es la que le muestra su cuñada cuando lo recibe después de enterrar a su esposa?, ¿es ese sexo que le regala en el momento más amargo de su vida para así apagar sus lágrimas y su dolor?
Lawrence Durrell publicó en 1957 “Justine”, la primera de las novelas de su “Cuarteto de Alejandría”. En ella, un hombre que debe cuidar de una hija que no es suya, se enamora de una mujer, Justine, que tampoco es suya. Ella le corresponderá tanto como mucho y tanto como nada. Yendo y viniendo, estando y marchándose, en una Alejandría que, ahora sí, ya no existe.
Esa Justine de la que nos habla Durrell, no es la fantasía que se imaginó el Marqués de Sade, sino una de peor, la real, ésa que está de espaldas a nosotros, entre sombras, allí al fondo, en aquel rincón oscuro. Ésa de la que sólo ves su cabello negro cayéndole sobre los hombros desnudos y el cigarrillo encendido en su mano izquierda. Ésa de la que no puedes ver todavía su rostro, a no ser que te acerques lo suficiente. Si lo haces, si te atreves a mirar, has de saber que corres peligro de muerte inminente. Y que lo sabrás enseguida al verla, sabrás que vas a morir irremediablemente en vida y que a pesar de eso, atrapado y angustiado, estás dispuesto a soportar tal condena.
Fortuny murió joven, como corresponde a todo un virtuoso que llegó a ser un genio. A pesar de su corta vida tuvo el tiempo suficiente y el privilegio de retratar a Carmen Bastián, esa niña mujer que le enseñó -y al enseñárselo a él nos lo enseña a todos- aquello que otro pintor, Courbet, llamó: “El origen del mundo” y del que pintó un primer plano memorable. Difícil trabajo ese de pintar, y más difícil todavía ese de enseñar para que miremos y no dejemos de mirar aquello que fue creado para ser mirado y escondido.
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